– Quiero ver a mi padre -dijo el joven.
– Ésta no es forma de hacerlo. -Bosch se acercó e hizo una señal a los dos agentes-. Yo me ocuparé del señor Li.
Dejaron a Bosch solo con el hijo de la víctima.
– ¿Cuál es su nombre completo, señor Li?
– Robert Li. Quiero ver a mi padre.
– Lo entiendo. Voy a dejarle ver a su padre si de verdad quiere hacerlo, pero todavía no es posible. Soy el detective al mando de la investigación y ni siquiera yo puedo ver a su padre aún. Así que necesito que se calme. La única manera de que consiga lo que quiere es que se tranquilice.
El joven bajó la mirada al suelo y asintió. Bosch estiró el brazo y le tocó el hombro.
– Muy bien -dijo.
– ¿Dónde está mi madre?
– Dentro, en la sala de atrás, hablando con otro detective.
– ¿Puedo verla al menos a ella?
– Sí puede. Le acompañaré en un minuto. Sólo he de hacerle unas pocas preguntas antes. ¿Le parece bien?
– Adelante.
– Para empezar, me llamo Harry Bosch y soy el detective jefe de esta investigación. Voy a encontrar a la persona que mató a su padre. Se lo prometo.
– No haga promesas que no piensa cumplir, ni siquiera lo conocía. No le importa. Es sólo otro… Da igual.
– ¿Otro qué?
– He dicho que da igual.
Bosch lo miró un momento antes de responder.
– ¿Qué edad tiene, Robert?
– Veintiséis años, y me gustaría ver a mi madre ahora.
Hizo un movimiento para dirigirse a la parte de atrás de la tienda, pero Bosch lo asió por el brazo. El joven era fuerte, pero lo había agarrado bien. Robert Li se detuvo y miró la mano que sujetaba su brazo.
– Deje que le enseñe algo y luego le acompañaré a ver a su madre.
Soltó el brazo de Li, sacó del bolsillo el librito de fósforos y se lo entregó. El chico lo miró sin revelar sorpresa.
– ¿Qué ocurre? Los regalábamos hasta que la economía empeoró y no pudimos afrontar los gastos extra.
Bosch volvió a coger las cerillas y asintió.
– Me las dieron en la tienda de su padre hace doce años -dijo-. Supongo que entonces tenía usted unos catorce. Casi tuvimos disturbios en esta ciudad justo aquí, en este cruce.
– Me acuerdo. Saquearon la tienda y pegaron a mi padre; no tendría que haber reabierto. Mi madre y yo le dijimos que montase una en el valle, pero no quiso escucharnos. No permitió que nadie lo echara, y mire lo que ha pasado. -Hizo un gesto de impotencia en dirección a la puerta de la tienda.
– Sí, bueno, yo también estuve aquí esa noche -dijo Bosch-. Hace doce años. Hubo un conato de disturbios, pero acabó enseguida, aquí mismo, con una víctima.
– Un policía. Lo sé, lo sacaron de un coche.
– Yo iba en ese coche con él, pero no me alcanzaron. Y cuando llegué aquí ya estaba a salvo. Necesitaba un cigarrillo y entré en la tienda de su padre. Lo encontré allí, detrás del mostrador, pero los saqueadores se habían llevado hasta el último paquete de tabaco. -Bosch sostuvo el librito de fósforos-. Encontré muchas cerillas, pero no cigarrillos. Y entonces su padre metió la mano en su bolsillo y sacó un paquete. Sólo le quedaba un pitillo y me lo dio a mí. -Asintió. Ésa era la historia, nada más-. No conocí a su padre, Robert, pero voy a encontrar a quien lo mató. Es una promesa que cumpliré.
Robert Li asintió y bajó la mirada al suelo.
– Muy bien -dijo Bosch-. Vamos a ver a su madre.
Cuando los detectives terminaron en la escena del crimen y volvieron a la sala de la brigada ya era casi medianoche. Para entonces Bosch había decidido no llevar a la familia de la víctima al edificio de la Administración de Policía para realizar interrogatorios formales. Después de citarlos para el miércoles por la mañana, los dejó irse a casa a llorar. Poco después de volver a la sala de la brigada, Bosch también envió a Ferras a casa para que tratara de reparar los daños en su propia familia. Harry se quedó solo organizando el inventario de pruebas y contemplando los hechos del caso por primera vez sin interrupción. Sabía que el miércoles estaba cobrando la forma de un día atareado, con citas con la familia por la mañana y los resultados de parte del trabajo forense y de laboratorio, así como el posible calendario de la autopsia.
Pese a que el examen de los comercios vecinos por parte de Ferras se había revelado infructuoso, tal y como cabía esperar, el trabajo vespertino había producido un posible sospechoso. El sábado por la tarde, tres días antes de su muerte, el señor Li se había enfrentado a un joven del que pensaba que había estado robando habitualmente en su tienda. El adolescente, según manifestó la señora Li y tradujo el detective Chu, había negado muy enfadado que hubiera robado nada y había jugado la carta racial, asegurando que el señor Li sólo lo acusaba porque era negro. Sonaba ridículo, puesto que el noventa por ciento del negocio de la tienda procedía de residentes de raza negra del barrio. No obstante, Li no llamó a la policía: simplemente echó al chico de la tienda y le advirtió que no quería verlo más por allí. La señora Li le explicó a Chu que, desde la puerta, el chico le gritó a su marido que la próxima vez que volviera sería para volarle la cabeza. Li, a su vez, sacó su arma de debajo del mostrador y apuntó al joven, asegurándole que estaría preparado.
Esto significaba que el adolescente conocía la existencia del arma que Li guardaba debajo del mostrador. Si quería hacer valer su amenaza, tenía que entrar en la licorería y actuar con rapidez, disparando a Li antes de que éste pudiera coger su arma.
La señora Li miraría los libros de las bandas por la mañana para ver si reconocía en alguna de las fotos al joven que había amenazado a su marido. Si estaba relacionado con los Hoover Street Criminals había posibilidades de que su foto se encontrara en los libros.
Sin embargo, Bosch no estaba del todo convencido de que se tratara de una pista viable o de que el chico fuera un sospechoso válido. Había elementos en la escena del crimen que no cuadraban con un asesinato por venganza. No cabía duda de que tendría que examinar esa pista y hablar con el chico, pero Bosch no confiaba en cerrar el caso con él. Eso sería demasiado fácil y había cosas en la investigación que desafiaban la simplicidad.
Junto al despacho del capitán había una sala de reuniones con una larga mesa de madera, que se usaba sobre todo como espacio para comer y en ocasiones para encuentros o discusiones privadas de investigaciones que implicaban a varios equipos de detectives. Bosch se había apropiado de la sala vacía y había esparcido sobre la mesa varias fotografías de la escena del crimen, que acababan de llegar de Criminalística.
Había colocado las fotos en forma de mosaico inconexo de imágenes que se solapaban y en conjunto creaban la escena del crimen total. Se parecía a la obra fotográfica del artista británico David Hockney, que vivió un tiempo en Los Ángeles y creó varios collages artísticos que documentaban escenas del sur de California. Bosch conocía los mosaicos de fotos y al artista porque durante una época Hockney fue vecino suyo en las colinas que se alzaban sobre el paso de Cahuenga. Aunque Bosch no lo había tratado personalmente, tenía una conexión con él: siempre había tenido por costumbre esparcir fotos de la escena del crimen en un mosaico que le permitiera buscar nuevos detalles y ángulos, igual que Hockney con su trabajo.
Mirando en ese momento las fotos mientras daba sorbos a una taza de café que él mismo había preparado, Bosch se fijó en las mismas cosas que lo habían atraído en la licorería. En medio y en el centro estaba la fila sin tocar de botellas de Hennessy, justo encima del mostrador. Harry dudaba de que el asesinato estuviera relacionado con las bandas, porque le costaba creer que un pandillero se llevara el dinero y no cogiera ninguna botella de Hennessy. El coñac había sido un trofeo; estaba allí mismo, a su alcance, especialmente si el asesino tuvo que inclinarse por encima del mostrador para recoger los casquillos. ¿Por qué no había cogido también el Hennessy?
Читать дальше