Michael Connelly - Nueve Dragones

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Harry Bosch y su compañero Ignacio Ferras investigan el asesinato del señor Li, anciano propietario de Fortune Liquors, una tienda china de licores de Los Ángeles. Las cámaras de seguridad del local invalidan la teoría de atraco y dejan la puerta abierta a que el crimen esté relacionado con una posible extorsión por parte de la mafia china. Bosch, en deuda con Li desde que éste le ayudara durante los disturbios raciales de la ciudad, promete a sus hijos que encontrará al asesino de su padre.
En plena investigación, Bosch recibe la noticia de la desaparición de su hija Maddie. La adolescente vive con su madre, Eleanor Wish -la ex agente del FBI que fuera pareja del investigador-, en Hong Kong. Bosch se teme lo peor: cree que el secuestro podría estar vinculado con el asesinato de Li, por lo que decide marcharse a la ciudad asiática en un intento desesperado por hallar a su hija.

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– ¿Qué?

– No lo sé, se está volviendo loca. Me llama a todas horas para preguntarme cuándo volveré a casa. Llego allí y entonces es mi turno de ocuparme de los niños, y no descanso. Es trabajo, niños, trabajo, niños, trabajo, niños, todos los días.

– ¿Y una niñera?

– Tal y como están las cosas no podemos pagarla, y ya no hay horas extra.

Bosch no sabía qué decir. Su hija, Madeline, había cumplido trece años el mes anterior y se hallaba a más de quince mil kilómetros de distancia. Harry nunca había participado de manera directa en su educación. La veía cuatro veces al año -dos en Hong Kong y otras dos en Los Ángeles- y nada más. ¿Qué legitimidad tenía para aconsejar a un padre a tiempo completo con tres hijos, dos de los cuales eran gemelos?

– Mira, no sé qué decirte. Ya sabes que te cubro las espaldas. Hago lo que puedo siempre que tengo ocasión, pero…

– Lo sé, Harry, y te lo agradezco. Es el primer año de los gemelos, ¿sabes? Será mucho más fácil cuando sean un poco mayores.

– Sí, pero lo que estoy intentando decirte es que quizás haya algo más que los gemelos. Tal vez se trate de ti, Ignacio.

– ¿De mí? ¿Qué estás diciendo?

– Estoy diciendo que a lo mejor eres tú. Quizá volviste demasiado pronto, ¿alguna vez has pensado en eso?

A Ferras le hirvió la sangre, pero no respondió.

– Eh, ocurre a veces -dijo Bosch-. Te pegan un balazo y empiezas a pensar que puede caerte un rayo dos veces.

– Mira, Harry, no sé de qué chorradas hablas, pero no me pasa nada en ese sentido. Estoy bien. Se trata de falta de sueño, de que me siento permanentemente agotado y no consigo recuperarme, porque mi mujer me se dedica a incordiarme desde el momento en que llego a casa, ¿vale?

– Lo que tú digas, compañero.

– Exacto, compañero, lo que yo digo. Créeme, ya tengo bastante con ella. No necesito que te unas a mi mujer.

Bosch asintió: ya se había dicho suficiente. Sabía cuándo dejarlo.

La dirección que les había dado Gandle correspondía a South Normandie Avenue, a la altura de la calle Setenta. Se hallaba a sólo un par de manzanas del infame cruce de Florence y Normandie, donde en 1992 los helicópteros grabaron algunas de las escenas más horribles que luego se emitieron por todo el mundo. Al parecer, para muchos, ésta era la imagen más perdurable de Los Ángeles.

No obstante, Bosch se dio cuenta enseguida, ya que conocía la zona y la tienda a la que se dirigía, de que se trataba de un disturbio diferente y por una razón distinta.

Fortune Liquors ya estaba acordonada con la cinta amarilla de las escenas del crimen. Se había congregado un pequeño número de mirones, pero los homicidios en ese barrio no generaban mucha curiosidad. La gente de allí había visto otros antes, muchas veces. Bosch aparcó su sedán en medio de un grupo de tres coches patrulla. Después de sacar el portafolios del maletero, cerró el coche y se encaminó hacia la cinta.

Bosch y Ferras dieron sus nombres y números de identificación al agente de patrulla que se ocupaba del registro de asistentes a la escena del crimen y pasaron por debajo de la cinta. Al acercarse a la puerta de la tienda, Bosch metió la mano en el bolsillo derecho de su chaqueta y sacó un librito de fósforos viejo y gastado. En la cubierta decía FORTUNE LIQUORS y figuraba la dirección del pequeño edificio amarillo que tenía delante. Abrió el librito: sólo faltaba una cerilla y en la cara interna de la cubierta se leía un aforismo:«Dichoso aquel que halla solaz en sí mismo».

Bosch llevaba aquellas cerillas en el bolsillo desde hacía más de diez años, no tanto porque creyera que eso le daría buena fortuna, sino porque creía en lo que decía. Era por la cerilla que faltaba y por lo que le recordaba.

– Harry, ¿qué pasa? -preguntó Ferras.

Bosch se dio cuenta de que había hecho una pausa al acercarse a la tienda.

– Nada, que ya he estado aquí antes.

– ¿Cuándo? ¿En un caso?

– Más o menos, pero fue hace mucho tiempo. Vamos.

Bosch pasó al lado de su compañero y entró en la licorería.

Había varios agentes de patrulla y un sargento en el interior del establecimiento, largo y estrecho. La distribución consistía básicamente en tres pasillos. Bosch miró hacia el del centro, que terminaba en otro pasillo perpendicular con una puerta abierta que daba al aparcamiento de detrás de la tienda. Las neveras de bebidas ocupaban la pared del corredor de la izquierda y toda la parte de atrás. Los licores estaban en el pasillo derecho, mientras que el central estaba reservado para el vino, con el tinto a la derecha y el blanco a la izquierda.

Bosch vio otros dos agentes uniformados en el pasillo del fondo y supuso que estaban reteniendo al testigo en lo que probablemente era un almacén o un despacho. Dejó el maletín en el suelo, al lado de la puerta, y sacó dos pares de guantes de látex del bolsillo de la chaqueta. Le dio un par a Ferras y ambos se los pusieron.

El sargento reparó en la llegada de los dos detectives y se separó de sus hombres.

– Ray Lucas -dijo a modo de saludo-. Tenemos una víctima detrás del mostrador. Se llama John Li: ele, i. Creemos que ha ocurrido hace menos de dos horas. Parece un atraco en el que el tipo no quiso dejar testigos. En la Setenta y siete muchos de nosotros conocíamos al señor Li; era un buen hombre.

Lucas les hizo una señal a ambos para que se acercaran al lugar donde se hallaba el cadáver. Bosch se agarró la chaqueta para que ésta no tocara nada mientras rodeaba el mostrador hasta llegar al pequeño espacio que había detrás. Se agachó como un catcher de béisbol para mirar más de cerca al hombre que yacía sin vida en el suelo. Ferras se inclinó sobre él como un umpire .

La víctima era asiática y aparentaba casi setenta años. Estaba tumbada boca arriba, mirando con ojos inexpresivos al techo. Tenía la mandíbula apretada, casi en una mueca, y al morir había expectorado sangre en labios, mejillas y barbilla. La parte delantera de su camisa estaba asimismo empapada de sangre, y Bosch vio al menos tres orificios de bala en el pecho. El hombre tenía la pierna derecha doblada y torcida de manera extraña bajo la otra. Obviamente se había desplomado en el mismo sitio donde se hallaba antes de que le dispararan.

– No hemos encontrado casquillos -explicó Lucas-. El que disparó los recogió y luego fue lo bastante listo para sacar el disco de la grabadora que hay en la parte de atrás.

Bosch asintió. Los tipos de la patrulla siempre querían ser útiles, pero era información que Bosch todavía no necesitaba y que podía despistarlo.

– A menos que usara un revólver -dijo-. Entonces no habría tenido que recoger ningún casquillo.

– Quizá. Pero ya no se ven muchos revólveres por aquí. Nadie quiere que lo pillen en un tiroteo desde un coche con sólo seis balas en su arma.

Lucas quería demostrar a Bosch que conocía el terreno que pisaba. Harry era sólo un visitante.

– Lo tendré en cuenta.

Bosch se concentró en el cadáver y estudió la escena en silencio. Estaba casi seguro de que la víctima era el mismo hombre que había encontrado en la tienda tantos años antes. Incluso se encontraba en el mismo sitio, en el suelo, detrás del mostrador. Y vio un paquete blando de cigarrillos en el bolsillo de su camisa.

Se fijó en que la mano derecha de la víctima tenía una mancha de sangre, lo cual no le resultó extraño. Desde su tierna infancia, las personas se llevan la mano a una herida para tratar de protegerse y aliviar el dolor; es un instinto natural. Este hombre había hecho lo mismo, seguramente para agarrarse el pecho después de que le dispararan por primera vez.

Había una separación de diez centímetros entre las heridas de bala, las cuales formaban los vértices de un triángulo. Bosch sabía que una rápida sucesión de tres disparos desde cerca normalmente habría formado una figura más cerrada. Este hecho lo llevó a pensar que la víctima había caído al suelo tras el primer disparo. Lo más probable era que el asesino se hubiera inclinado luego sobre el mostrador para disparar otras dos veces más.

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