Michael Connelly - Nueve Dragones

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Harry Bosch y su compañero Ignacio Ferras investigan el asesinato del señor Li, anciano propietario de Fortune Liquors, una tienda china de licores de Los Ángeles. Las cámaras de seguridad del local invalidan la teoría de atraco y dejan la puerta abierta a que el crimen esté relacionado con una posible extorsión por parte de la mafia china. Bosch, en deuda con Li desde que éste le ayudara durante los disturbios raciales de la ciudad, promete a sus hijos que encontrará al asesino de su padre.
En plena investigación, Bosch recibe la noticia de la desaparición de su hija Maddie. La adolescente vive con su madre, Eleanor Wish -la ex agente del FBI que fuera pareja del investigador-, en Hong Kong. Bosch se teme lo peor: cree que el secuestro podría estar vinculado con el asesinato de Li, por lo que decide marcharse a la ciudad asiática en un intento desesperado por hallar a su hija.

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Sun se soltó el cinturón y abrió la puerta. Bosch hizo lo mismo.

– Harry -dijo Eleanor.

Sun se volvió a mirarlo.

– Tú no vienes -le espetó a Bosch.

Harry lo miró.

– ¿Estás seguro? Tengo dinero.

– Nada de dinero -dijo Sun-. Espera aquí.

Salió y cerró la puerta. Bosch cerró la suya y se quedó en el coche.

– ¿Qué está pasando?

– Sun Yee ha llamado a un amigo por la pistola. No es una transacción que implique dinero.

– Entonces, ¿qué implica?

– Favores.

– ¿Sun Yee está en una tríada?

– No. No habría conseguido el trabajo en el casino, y yo no estaría con él.

Bosch no estaba seguro de que el trabajo en el casino quedara fuera de los límites de un hombre de la tríada. En ocasiones, la mejor manera de conocer a tu enemigo es contratarlo.

– ¿Estuvo en una tríada?

– No lo sé. Lo dudo. No dejan que la gente abandone así como así.

– Pero va a conseguir el arma de uno de ellos, ¿no?

– Eso tampoco lo sé. Mira, Harry, vamos a conseguir el arma que me has pedido. No pensaba que fueras a hacer todas estas preguntas. ¿La quieres o no?

– Sí.

– Pues estamos haciendo lo necesario para conseguirla. Y Sun Yee está arriesgando su trabajo y su libertad al hacerlo, he de decir. Las leyes de armas son muy severas aquí.

– Entiendo. No más preguntas. Sólo gracias por ayudarme.

En el silencio que siguió, Bosch oyó música ahogada pero rítmica que sonaba en uno de los clubes cerrados, o quizás en los tres. A través del parabrisas vio que Sun se acercaba a tres hombres de traje que se encontraban a las puertas de un club situado justo al otro lado del cruce. Como ocurría con la mayoría de los establecimientos de Wan Chai, el cartel exterior estaba en chino e inglés. El lugar se llamaba Yellow Door. Sun habló brevemente con los hombres y luego se abrió la chaqueta con indiferencia para que pudieran ver que no iba armado. Uno de los hombres hizo un cacheo rápido y competente y autorizó a Sun a entrar por la puerta amarilla.

Esperaron casi diez minutos. Durante ese rato, Eleanor casi no dijo nada. Bosch sabía que tenía miedo por la situación de su hija y que estaba enfadada por sus preguntas, pero necesitaba saber más.

– Eleanor, no te cabrees conmigo, ¿vale? Déjame decirte sólo esto: por lo que sabemos, tenemos el elemento sorpresa. La gente que tiene a Maddie cree que yo sigo en Los Ángeles, decidiendo si suelto a ese tipo o no. Así que si Sun Yee acude a la tríada aquí para conseguirme un arma, ¿no tendrá que decir adónde va la pistola o para qué puede usarse? ¿El tipo de la pistola no se dará la vuelta y avisará a los tipos de la tríada en Kowloon? No sé, algo así como «mira quién está en la ciudad y, ah, por cierto, viene a por vosotros».

– No, Harry -replicó ella desdeñosa-. No funciona así.

– Entonces, ¿cómo?

– Te lo he dicho. Sun Yee está pidiendo un favor. Punto. No ha de proporcionar información, porque el tipo de la pistola le debe el favor. Así es como funciona, ¿lo entiendes?

Bosch miró la entrada del club. Ni rastro de Sun.

– Sí.

Pasaron otros cinco minutos en silencio en el coche y entonces Bosch vio que Sun salía por la puerta amarilla. Pero en lugar de volver hacia el vehículo, cruzó la calle y se metió en la tienda de fideos. Bosch trató de seguirlo a través del vidrio de la ventana, pero el reflejo del neón exterior era muy fuerte y lo perdió de vista.

– ¿Ahora qué? ¿Va a buscar comida? -preguntó Bosch.

– Lo dudo -dijo Eleanor-, probablemente lo han mandado allí.

Bosch asintió. Precauciones. Pasaron otros cinco minutos hasta que Sun salió de la tienda de fideos con un embalaje de espuma de poliestireno asegurado con dos gomas. Lo llevaba plano, como si tratara de que no se movieran los fideos. Volvió al coche y entró. Sin decir una palabra le pasó la caja a Bosch por encima del asiento.

Sosteniendo el paquete, Bosch quitó las gomas y lo abrió en cuanto Sun arrancó el Mercedes. La caja contenía una pistola de tamaño mediano de acero pavonado. No había nada más. Ni un cargador ni munición extra. Sólo la pistola y lo que hubiera en ella.

Bosch dejó la caja en el suelo del coche y cogió la pistola con la mano izquierda. No había marca ni señal en el acero; sólo el número de serie y modelo, pero por la estrella de cinco puntas estampada en la empuñadura Bosch supo que era una pistola Black Star fabricada por el gobierno de Pekín. Las había visto en ocasiones en Los Ángeles. Las fabricaban por centenares de miles para el ejército chino y un número cada vez mayor terminaban robadas y pasaban de contrabando al otro lado del océano. Muchas de ellas obviamente se quedaban en China y llegaban también de contrabando a Hong Kong.

Bosch sostuvo la pistola entre las rodillas y sacó el cargador doble. Había quince balas de nueve milímetros Parabellum. Las sacó con el pulgar y las puso en el soporte de vasos del apoyabrazos. Luego sacó un decimosexta bala de la recámara y la dejó en el soporte con las demás.

Bosch acercó el ojo a la mira para apuntar. Observó la recámara, buscando alguna señal de óxido, y luego examinó el percutor y la uña extractora. Comprobó el mecanismo de la pistola y el gatillo varias veces. El arma parecía funcionar adecuadamente. Acto seguido estudió todas las balas mientras llenaba el cargador, buscando corrosión o cualquier señal de que la munición fuera vieja o sospechosa. No encontró nada.

Volvió a apretar firmemente el cargador en su lugar e introdujo la primera bala en la recámara. Luego volvió a sacar el cargador, metió la última bala y de nuevo montó la pistola. Tenía dieciséis balas, nada más.

– ¿Contento? -preguntó entonces Eleanor desde el asiento delantero.

Bosch levantó la mirada del arma y vio que estaban en la rampa de descenso al Cross Harbour Tunnel, que los llevaría directamente a Kowloon.

– Todavía no. No me gusta llevar una pistola que nunca he disparado. Por lo que sé, el percutor podría estar limado y el arma podría dejarme en la estacada cuando la necesite.

– Bueno, en cuanto a eso no hay nada que hacer. Tendrás que fiarte de Sun Yee.

El tráfico del domingo por la mañana era escaso en el túnel de doble sentido. Bosch esperó hasta que pasaron por el punto inferior, en la mitad del túnel, y empezaron a subir la pendiente hacia el lado de Kowloon. Había oído varios petardeos de taxis en el camino. Rápidamente envolvió la manta de su hija en torno a la pistola y su mano izquierda. Colocó la almohada delante del cañón y se volvió a mirar por la luna trasera. No había coches a la vista detrás de ellos, porque los vehículos de atrás no habían alcanzado el punto medio del túnel.

– ¿De quién es este coche? -preguntó.

– Pertenece al casino -dijo Eleanor-. Yo lo uso, ¿por qué?

Bosch bajó la ventanilla. Levantó la almohada y apretó el cañón en el acolchado. Disparó dos veces; el doble tiro estándar que se usa para comprobar el mecanismo de una pistola. Las balas rebotaron en las paredes embaldosadas del túnel.

Pese al acolchado en torno a la pistola, los dos disparos resonaron con fuerza en el coche, que se desvió ligeramente cuando Sun miró al asiento de atrás.

– ¿Qué coño has hecho? -gritó Eleanor

Bosch soltó la almohada en el suelo y subió la ventanilla. El coche olía a pólvora quemada, pero estaba otra vez en silencio. Desenvolvió la manta y verificó el arma. Había disparado bien y sin encasquillarse. Le quedaban catorce balas y estaba lista.

– Tenía que asegurarme de que funcionaba -dijo-. No llevas una pistola a menos que estés seguro.

– ¿Estás loco? Podrían detenernos antes de que tengamos ocasión de hacer nada.

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