Ursula Le Guin - Tehanu

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Tehanu: краткое содержание, описание и аннотация

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El mal medra, y la magia se ha pervertido. En todas partes hay miedo e incertidumbre, y magos y reyes quieren que una mujer de Gont les muestre el camino. Tenar, sacerdotisa de Atuan, cuida de Therru, una muchacha que ha conocido el horror, y dedica toda su fuerza y sabiduría a proteger a la niña de sus perseguidores y llegar a entender un mundo que está cambiando de una manera misteriosa. A Tenar se le une Ged, en otro tiempo archimago de Terramar, y el hombre, la mujer y la niña descubren que se enfrentan a un enemigo que sólo podrá ser dominado con una nueva especie de poder…
Ganó el Premio Nébula como mejor novela en 1990, Premio Locus como mejor novela de fantasía en 1991.

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Se detuvo y bebió del vino, obligándose a saborearlo.

—Y entonces, huyendo de él os encontré a vos. Encontré este refugio. —Miró las vigas bajas y talladas del camarote, la mesa pulida, la bandeja de plata, el rostro delgado y sereno del joven. Tenía cabellos oscuros y finos, tez de color bronce claro; vestía bien pero con sencillez, no llevaba cadenas ni anillos ni ningún distintivo de autoridad. Pero su apariencia era la de un rey, pensó Tenar.

—Siento haber dejado marcharse al hombre —dijo él—. Pero es posible encontrarlo. ¿Fue él quien os echó la maldición?

—Un hechicero. —No quería pronunciar su nombre. No quería pensar en nada de eso. Quería olvidarse de todos ellos. Ni castigo ni persecución. Había que dejarlos entregados a su odio, dejarlos atrás, olvidarlos.

Lebannen no insistió, pero preguntó: —¿Estaréis a salvo de esos hombres en vuestra granja?

—Creo que sí. Si no hubiese estado tan fatigada, tan confusa por…, por el…, tan confusa que no podía pensar, no le habría temido a Diestro. ¿Qué podría haber hecho? ¿Con tanta gente alrededor, en la calle? No debería haber huido de él. Pero lo único que sentía era el miedo de la niña. Es tan pequeña, lo único que puede hacer es temerle. Tendrá que aprender a no temerle. Tengo que enseñárselo… —Desvariaba. Las ideas le venían a la mente en kargo. ¿Había estado hablando en kargo? Él iba a creer que estaba loca, que parloteaba como una vieja loca. Alzó la vista y lo miró furtivamente. Sus ojos oscuros no la observaban; contemplaban la llama de la lámpara de cristal que colgaba cerca de la mesa, una llama tenue, quieta, clara. Su rostro era demasiado triste para ser el rostro de un joven.

—Vinisteis a buscarlo —dijo ella—. Al archimago. Gavilán.

—Ged —dijo él, mirándola con una sonrisa—.Vos y él y yo usamos nuestros nombres verdaderos.

—Vos y yo sí. Pero él sólo se lo ha revelado a vos y a mí.

Él asintió.

—Corre peligro a causa de hombres envidiosos, hombres malvados, y no tiene…, no puede defenderse ahora. ¿Lo sabíais?

No lograba expresarse con más claridad, pero Lebannen dijo: —Me dijo que había perdido su poder de mago. Que lo había consumido al hacer lo que me salvó, lo que nos salvó a todos nosotros. Pero me era difícil creerlo. No quería creerle.

—Tampoco yo. Pero así es. Y por eso él… —Titubeó otra vez.— Quiere estar sólo hasta que cicatricen sus heridas —dijo por fin, con cautela.

Lebannen dijo: —El y yo estuvimos juntos en la tierra oscura, la tierra yerma. Morimos juntos. Cruzamos juntos sus montañas. Se puede regresar a través de esas montañas. Hay un camino. El lo conocía. Pero el nombre de las montañas es Dolor. Las piedras… Las piedras son cortantes y las heridas tardan en cicatrizar.

Él se miró las manos. Ella pensó en las manos de Ged, magulladas y cortadas, empuñadas sobre sus heridas. Impidiendo que los cortes se abrieran, cerradas.

Empuñó el guijarro que llevaba en el bolsillo, la palabra que había recogido en el camino empinado.

—¿Por qué se oculta de mí? —gritó el joven, dolido. Luego dijo serenamente—: Tenía la esperanza de verlo. Pero si él no lo desea, así será, ciertamente. —Ella reconoció la cortesía, el respeto, la dignidad de los mensajeros de Havnor, y lo agradeció; reconocía su valor. Pero lo amaba por su sufrimiento.

—Sin duda os buscará. Pero dadle tiempo. Estaba tan herido…, lo ha perdido todo. Pero cuando habló de vos, cuando dijo vuestro nombre, ¡oh!, entonces lo vi por un instante como era antes…, como será nuevamente… ¡Lleno de orgullo!

—¿Orgullo? —repitió Lebannen, como si estuviese sorprendido.

—Sí. Por supuesto, orgullo. ¿Quién podría sentirse orgulloso, sino él?

—Siempre pensé que era… Era tan paciente… —dijo Lebannen y luego rió ante lo inadecuado de su descripción.

—Ahora no tiene paciencia —dijo ella— y se trata con mucha dureza, en forma desmedida. Siento que no podemos hacer nada por él, salvo dejar que siga su camino y que se encuentre a sí mismo cuando ya no pueda más, como dicen en Gont… —De súbito, sintió que ya no podía más, estaba tan agotada que se sentía mal.— Creo que debo descansar—dijo.

Él se puso de pie de inmediato. —Señora Tenar, decís que habéis huido de un enemigo para encontraros con otro; pero yo vine aquí en busca de un amigo, y he encontrado a una amiga. —Ella sonrió ante su ingenio y su bondad. ¡Qué joven tan amable!, pensó.

Cuando despertó, todo era agitación en el barco: crujidos y chirridos de maderos, ruidos sordos de carreras por sobre su cabeza, matraqueo de velas, gritos de marineros. Therru tardó en despertar y lo hizo alicaída, quizá con calentura, aunque su cuerpo era siempre tan cálido que a Tenar le costaba saber si tenía fiebre. Llena de remordimientos por haber obligado a caminar quince millas a la frágil criatura y por todo lo que había sucedido el día anterior, Tenar trató de animarla contándole que estaban en un barco y que a bordo había un verdadero rey, y que el diminuto camarote en el que estaban era el camarote del rey; que el barco las llevaba a casa, a la granja, y que Tía Alondra las estaría esperando en casa, y que tal vez Gavilán también estaría allí. Ni siquiera eso le despertó interés. Estaba desconcertada, inerte, muda.

Tenar vio una marca en su brazo pequeño y delgado: cuatro dedos, una marca roja como de un hierro candente, como la huella de una mano empuñada. Pero Diestro no la había apretado, sólo la había tocado. Tenar le había dicho, le había prometido que él no volvería a tocarla. Había quebrantado su promesa. Su palabra no tenía ningún valor. ¿Qué palabra tiene algún valor contra la violencia sorda?

Se inclinó y besó las marcas en el brazo de Therru.

—Ojalá hubiese tenido tiempo para terminarte el vestido rojo —dijo—. Probablemente al rey le hubiese gustado verlo. Pero bueno, supongo que nadie usa sus mejores ropas en un barco, ni siquiera los reyes.

Therru se sentó en la litera, con la cabeza inclinada, y no respondió. Tenar le cepilló el pelo. Por fin empezaba a crecer más espeso, como una capa negra que cubría las quemaduras en el cuero cabelludo. —¿Tienes hambre, pajarito? No cenaste anoche. Tal vez el rey nos ofrezca ahora un desayuno. Anoche me dio bizcochos y uvas.

No hubo respuesta.

Cuando Tenar le dijo que era hora de salir del cuarto, Therru le obedeció. En la cubierta se quedó con la cabeza inclinada hacia el hombro. No alzó los ojos para mirar las velas blancas henchidas por el viento de la mañana ni el brillo de las aguas, ni se volvió a mirar la Montaña de Gont, que elevaba hacia los cielos la mole y la majestuosidad del bosque, el precipicio y la cumbre. No alzó los ojos cuando Lebannen le habló.

—Therru —dijo Tenar dulcemente, arrodillándose a su lado—, cuando un rey te habla, debes responderle.

Ella se quedó en silencio.

Lebannen la observaba con una expresión indescifrable. Quizás era una máscara, una máscara cortés que ocultaba su repulsión y su sobresalto. Pero no apartaba de ella los ojos oscuros. Rozó apenas el brazo de la niña, diciendo: —Ha de ser extraño para ti despertarte en medio del mar.

Therru sólo aceptó un poco de fruta. Cuando Tenar le preguntó si quería regresar al camarote, asintió. A regañadientes, Tenar la dejó encogida en la litera y regresó a la cubierta.

El barco iba pasando entre los Riscos Fortificados, las altísimas y tenebrosas murallas que parecían inclinarse sobre el velamen. Los arqueros que estaban de guardia en pequeños fuertes que parecían nidos de barro de golondrinas en lo alto de los riscos miraron a los que estaban en la cubierta y los marineros gritaron alegremente hacia lo alto. —¡Abridle paso al rey! —dijeron a voces, y la respuesta no resonó mucho más fuerte que la llamada de las golondrinas desde las alturas—. ¡El rey!

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