Ursula Le Guin - Tehanu

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El mal medra, y la magia se ha pervertido. En todas partes hay miedo e incertidumbre, y magos y reyes quieren que una mujer de Gont les muestre el camino. Tenar, sacerdotisa de Atuan, cuida de Therru, una muchacha que ha conocido el horror, y dedica toda su fuerza y sabiduría a proteger a la niña de sus perseguidores y llegar a entender un mundo que está cambiando de una manera misteriosa. A Tenar se le une Ged, en otro tiempo archimago de Terramar, y el hombre, la mujer y la niña descubren que se enfrentan a un enemigo que sólo podrá ser dominado con una nueva especie de poder…
Ganó el Premio Nébula como mejor novela en 1990, Premio Locus como mejor novela de fantasía en 1991.

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Tenar tomó a Therru del brazo, casi la arrastró y la hizo volverse bruscamente. —¡Ven! —le dijo, y pasó caminando a trancos largos junto al hombre. Una vez que lo hubo dejado atrás comenzó a caminar más rápidamente, bajando por la colina hacia el fulgor y las sombras del agua cubierta por la luz del crepúsculo y los malecones y los muelles al pie de la calle empinada. Therru corría a su lado, jadeando como jadeaba después de sufrir las quemaduras.

Altos mástiles se mecían contra el cielo rojo y amarillo. El barco estaba atracado en el malecón de piedra, con las velas recogidas, más allá de una galera con remos.

Tenar miró hacia atrás. El hombre las seguía, de cerca. No se daba prisa.

Tenar corrió hacia el desembarcadero, pero después de un trecho Therru tropezó y tuvo que detenerse, sin aliento. Tenar la tomó en brazos y la niña se le aferró, ocultando el rostro en su hombro. Pero Tenar apenas podía moverse cargada como iba. Le temblaban las piernas. Dio un paso, y otro y otro. Llegó al puentecito de madera que habían colocado entre el malecón y la cubierta del barco. Apoyó las manos en la baranda.

Un marinero que estaba en la cubierta, un hombre calvo, fuerte, la miró con gesto escrutador. —¿Qué sucede, señora? —le preguntó.

—¿Éste…, éste es el barco que viene de Havnor?

—De la Ciudad del Rey, sí.

—¡Déjame subir!

—No puedo hacerlo —dijo el hombre haciendo una mueca, pero desvió la mirada; miraba al hombre que ahora estaba de pie junto a Tenar.

—No tienes que huir —le dijo Diestro—. No tengo malas intenciones. No quiero hacerte daño. No entiendes. ¿No fui yo el que fue a pedir que la ayudaran? Siento lo que sucedió, de veras. Créeme. Quiero ayudarte con ella. —Extendió la mano como atraído por un impulso irresistible de tocar a Therru. Tenar no podía moverse. Le había prometido a Therru que nunca volvería a tocarla. Vio la mano que tocaba el brazo desnudo y encogido de la niña.

—¿Por qué la sigues? —preguntó otra voz. Otro marino había sustituido al marinero calvo; era un hombre joven. Tenar pensó que era su hijo.

Diestro no tardó en responder. —Ella…, ella me quitó a la niña. Es mi sobrina. Es mía. La embrujó, huyó con ella, mira…

Tenar no podía decir una sola palabra. Nuevamente se había quedado sin palabras, se las habían arrebatado. El joven marinero no era su hijo. Tenía un rostro fino y severo, de ojos claros. Al mirarlo, recuperó el habla: —Déjame subir al barco. ¡Por favor!

El joven extendió la mano. Ella se la cogió y él le ayudó a subir a la cubierta del barco por la pasarela.

—Quédate allí —le dijo a Diestro, y a ella—: Venid conmigo.

Pero las piernas no la sostenían. Se dejó caer sobre una pila en la cubierta del barco que venía de Havnor, soltando el pesado morral pero aferrándose a la niña. —No permitas que se la lleve, ¡oh!, no permitas que lo haga, ¡no otra vez, no otra vez, no otra vez!

10. El delfín

Tenar se negaba a soltar a la niña, se negaba a entregársela. No había sino hombres en el barco. Sólo al cabo de mucho rato comenzó a comprender lo que decían, lo que había sucedido, lo que estaba ocurriendo. Cuando comprendió quién era el joven, el que había creído que era su hijo, le pareció que lo había comprendido desde un comienzo, sólo que antes era incapaz de pensar. Era incapaz de pensar en nada.

El había regresado al barco después de ir a los malecones y ahora estaba de pie hablando con un hombre de cabellos canos, que parecía ser el capitán, cerca de la pasarela. Le echó una mirada a Tenar, a la que habían dejado acuclillada junto a Therru en un rincón de la cubierta, entre la barandilla y un enorme molinete. La fatiga de la larga jornada había sido superior al temor de Therru; dormía profundamente, pegada a Tenar, con la cabeza apoyada en el pequeño morral y cubierta con la capa.

Tenar se puso de pie lentamente y el joven se le acercó de inmediato. Ella se estiró la falda y trató de echarse hacia atrás los cabellos. —Soy Tenar de Atuan —dijo. Él se quedó inmóvil. Ella dijo—: Creo que sois el rey.

Era muy joven, más joven que Chispa, su hijo. Difícilmente tendría veinte años. Pero había algo en su apariencia que no era en absoluto joven, algo en sus ojos que la hizo pensar: «Ha conocido el fuego».

—Soy Lebannen de Enlad, señora —dijo él, y estuvo a punto de inclinarse o incluso de arrodillarse ante ella. Ella lo tomó de las manos, para que quedaran frente a frente.— ¡No ante mí! —dijo—, ¡ni yo ante vos!

Él rió sorprendido y cogiéndola de las manos la miró con franqueza: —¿Cómo supisteis que os buscaba? ¿Veníais a verme cuando ese hombre…?

—No, no. Iba huyendo… de él…, de… rufianes… Pretendía ir a casa, eso es todo.

—¿A Atuan?

—¡Oh, no! A mi granja. En el Valle Central. En Gont, aquí. —Ella también rió, con una risa en la que asomaban lágrimas. Ahora podía llorar, y así lo hizo. Soltó las manos del rey para secarse los ojos.

—¿Dónde está el Valle Central? —preguntó él.

—Hacia el sur y hacia el este, al otro lado del cabo. Valmouth es el puerto.

—Os llevaremos allá —dijo él, complacido de poder ofrecérselo, de poder hacerlo.

Ella sonrió y se secó los ojos, con un gesto de aceptación.

—Un vaso de vino. Algo de comida, un poco de descanso —dijo él— y un lecho para vuestra niña. —El capitán, que escuchaba discretamente, dio las órdenes. El marinero calvo que recordaba de un tiempo que parecía remoto se adelantó. Iba a coger a Therru. Tenar se interpuso entre él y la niña. No podía dejar que la tocara.— Yo la llevaré —dijo, alzando la voz.

—Hay escalinatas, señora. Yo lo haré —dijo el marinero y ella se dio cuenta de que era gentil, pero no podía dejar que tocara a Therru.

—Permitidme hacerlo —dijo el joven, el rey, y luego de mirarla como pidiéndole permiso, se arrodilló, tomó a la niña dormida y la llevó hasta el escotillón y la bajó con cuidado por la escalinata. Tenar los siguió.

La recostó en una litera en un camarote diminuto, torpemente, tiernamente. La arropó con la capa. Tenar lo dejó hacerlo.

En un camarote más grande que atravesaba la popa de lado a lado, con una larga ventana que daba a la bahía a media luz, la invitó a sentarse ante una mesa de roble. Tomó la bandeja que traía un joven marinero, sirvió vino tinto en copas de cristal grueso, le ofreció fruta y bizcochos.

Ella probó el vino.

—Es muy bueno, pero no es del Año del Dragón;—dijo.

Él la miró con abierta sorpresa, como lo hubiese hecho un niño.

—Es de Enlad, no de las Andrades —dijo con humildad.

—Es excelente —le aseguró ella, bebiendo nuevamente. Cogió un bizcocho. Era una tarta de mantequilla, exquisita, en absoluto dulce. Las uvas verdes y ámbar eran dulces y acidas. El intenso sabor de la comida y del vino eran como las amarras del barco, la unían nuevamente al mundo, a su mente.

—¡Tenía tanto miedo! —dijo ella a modo de disculpa—. Siento que pronto volveré a actuar como siempre. Ayer… no, hoy, esta mañana… hubo un… un maleficio. —Le era casi imposible pronunciar esa palabra, balbuceó al decirla:— Una m-mal-dición… Me echaron una maldición. Siento que me dejó sin habla, sin poder pensar. Y huimos de eso, pero nos cruzamos con el hombre… el hombre que… —Miró desesperadamente al joven que la escuchaba. Su mirada grave le permitió decir lo que tenía que decir.— Era uno de los que dejaron maltrecha a la niña. Él y sus padres. La violaron y la golpearon y la quemaron; esas cosas suceden, señor. Le suceden a un niño. Y no deja de seguirla, de acercársele. Y…

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