—Señora Goha —dijo el hombre que llevaba una camisa con bordados de oro y la saludó con una reverencia.
El otro, el de ojos vivaces, también la saludó, sonriendo. —La señora Goha —dijo— es alguien que, como los reyes, usa su nombre verdadero abiertamente, pienso, y sin temor. Por vivir en Gont, tal vez prefiera que usemos su nombre gon-tesco. Pero, como sé qué proezas ha realizado, deseo rendirle honores; porque usó el Anillo que ninguna mujer había usado desde Elfarran. —Se hincó sobre una rodilla como si eso fuese lo más natural del mundo, cogió la mano derecha de Tenar, muy gentil y rápidamente, y apoyó la frente en su muñeca. Le soltó la mano y se puso de pie, con su sonrisa amable y cómplice.
—Ah —dijo Tenar, turbada y conmovida de pies a cabeza—, ¡hay todo tipo de poderes en el mundo! Os agradezco.
El hechicero se había quedado inmóvil, observando fijamente. Había cerrado la boca sin llegar a lanzar la maldición y había bajado la vara, pero aún había una evidente tenebrosidad en torno de él y alrededor de sus ojos.
Ella no sabía si ya se había enterado antes o si acababa de enterarse de que era Tenar, la del Anillo. No importaba. Él no podía sentir más odio por ella. Ella tenía la culpa de ser mujer. Para él nada podía agravar ese hecho ni rectificarlo; ningún castigo era suficiente. Él había visto lo que le habían hecho a Therru y le había parecido bien.
—Señor —le dijo entonces al hombre mayor—, todo, excepto la honestidad y la franqueza, parece una afrenta contra el rey, en nombre de quien habláis… y actuáis, como ahora. Querría honrar al rey y a sus mensajeros. Pero mi propio honor reside en el silencio, hasta que mi amigo me permita hablar. Estoy…, estoy segura, señores míos, que os enviará algún mensaje, más adelante. Dadle tiempo, es lo único que os pido, os ruego.
—Sin duda —dijo primero uno, luego el otro—. Todo el tiempo que desee. Y vuestra confianza, señora, nos honra más que nada.
Finalmente se echó a andar por el camino que llevaba a Re Albi, conmovida por el sobresalto y el giro que habían tomado las cosas, el odio sin ambages del hechicero, su propio desprecio iracundo, su terror al darse cuenta repentinamente de su deseo de hacerle daño y del poder que tenía para hacerlo, el súbito final de ese terror gracias a la protección que le habían ofrecido los enviados del rey, los hombres que habían llegado en el barco de velas blancas desde el mismísimo refugio, la Torre de la Espada y el Trono, el centro del bien y del orden. Su espíritu se exaltó, lleno de gratitud. Era cierto que un rey ocupaba ese trono y la joya que se destacara en su corona sería la Runa de la Paz.
Le agradaba el rostro del hombre más joven, astuto y bondadoso, y la forma en que se había inclinado delante de ella como ante una rema, y su sonrisa en la que se ocultaba un guiño. Se volvió a mirar. Los dos mensajeros subían por el camino que llevaba a la mansión junto con el hechicero Álamo. Parecían hablar amigablemente con él, como si nada hubiese sucedido.
Eso aminoró un tanto su arranque de esperanzada confianza. Sin lugar a dudas, eran cortesanos. No les correspondía participar en disputas, ni juzgar y estar en desacuerdo. Y él era un hechicero, y el hechicero de su huésped. Sin embargo, pensó, no tendrían que haber ido caminando y hablando con él tan apaciblemente.
Los hombres de Havnor se quedaron varios días con el Señor de Re Albi, quizá con la esperanza de que el Archimago cambiara de parecer y fuera a donde estaban, pero no lo buscaron ni presionaron a Tenar para que les dijera dónde se podía hallar. Cuando por fin se marcharon, Tenar se dijo que tendría que decidir qué iba a hacer. No había ningún motivo para quedarse allí, y había dos razones poderosas para marcharse: Álamo y Diestro, de los que no podía esperar que las dejaran en paz ni a ella ni a Therru.
No obstante, le era difícil tomar una decisión, porque le era difícil pensar en marcharse. Al abandonar Re Albi ahora dejaba atrás a Ogion, lo perdía, así como no lo había perdido mientras cuidaba su casa y le quitaba las malezas a las cebollas. Y pensó: «Nunca soñaré con el cielo, allá». Aquí, donde Kalessin había venido, ella era Tenar, pensó. Allá en el Valle Central volvería a ser nada más que Goha. Retardó la partida. Se decía: «¿Por qué debo temerle a esos bribones, huir de ellos? Eso es lo que quieren que haga. ¿Van a hacerme ir y venir a su antojo?». Se dijo: «Primero terminaré de hacer los quesos». No dejaba que Therru se apartara de su lado. Y los días iban pasando.
Musgo se apareció a contarle una historia. Tenar le había preguntado por Álamo, el hechicero, sin contarle toda la historia aunque diciéndole que la había amenazado…, lo que probablemente hubiese sido lo único que pretendía hacer. Generalmente Musgo se mantenía alejada de la finca del viejo señor, pero sentía curiosidad por saber qué sucedía allí y no le faltaban deseos de aprovechar una oportunidad para charlar con algunos conocidos que tenía allí: una mujer que le había enseñado el oficio de partera y otros a los que había ayudado a curarse o a encontrar objetos. Consiguió hacerlos hablar sobre lo que ocurría en la mansión. Todos odiaban a Álamo y, por tanto, estaban muy dispuestos a hablar de él, pero había que escuchar sus historias a sabiendas de que la mitad de ellas provenían del desprecio y el temor. De todos modos, las fantasías tenían algo de verdad. La misma Musgo afirmaba que antes de la llegada de Álamo, hacía tres años, el señor más joven, el nieto, era un hombre fuerte y sano, aunque tímido, hosco, «como temeroso», decía. Después, alrededor de la época en que la madre del joven señor había muerto, el viejo señor había pedido que le mandaran un hechicero de Roke. —¿Para qué, cuando el Señor Ogion vivía a menos de una milla? Y en la mansión todos son brujos.
Pero había llegado Álamo. Le había presentado sus respetos a Ogion y nada más, y Musgo decía que nunca salía de la mansión. Desde entonces, habían visto cada vez menos al joven señor y se decía que se quedaba acostado día y noche, «como un bebé enfermo, consumido», decía una de las mujeres que había llevado un mensaje a la mansión. Pero el viejo señor, «de cien años, o casi, o más», insistía Musgo —no le temía a los números y no les tenía ningún respeto—, el viejo señor estaba floreciente, «lleno de energías», decían. Y uno de los hombres, porque en la mansión sólo había criados, le había dicho a una de las mujeres que el viejo señor había contratado al hechicero para que lo hiciera vivir eternamente y que eso era lo que estaba haciendo el hechicero, alimentándolo, decía el hombre, con la vida del nieto. Y el hombre no veía nada malo en ello y decía: —¿Quién no querría vivir eternamente?
—Y bien —dijo Tenar, desconcertada—. Es una historia espantosa. ¿No comentan todo esto en la aldea?
Musgo se encogió de hombros. Una vez más, se trataba de «no entrometerse». Quienes no tenían poder no debían juzgar lo que hacían los poderosos. Y había una ciega lealtad, un sentido de arraigo en ese lugar: el viejo era su señor, el Señor de Re Albi, a nadie más debía importarle lo que hacía… Evidentemente Musgo compartía ese sentimiento. —Es algo arriesgado —dijo— ese asunto, tiene que terminar mal —pero no dijo que fuera algo perverso.
En la mansión no habían vuelto a ver ni el rastro del hombre llamado Diestro. Ansiosa por asegurarse de que se había marchado del Acantilado, Tenar le preguntó a un par de conocidos de la aldea si lo habían visto, pero sólo recibió respuestas displicentes y vagas. No querían tener nada que ver con sus asuntos. «No os entrometáis…» Sólo el viejo Abanico la trató como a una amiga y a una aldeana más. Y quizás eso fuera porque veía tan poco que no alcanzaba a ver claramente a Therru.
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