Me acerco para mirarla.
El personaje de la foto soy yo. Estoy de perfil en el despacho de Bellew, con expresión abstraída, y el pelo me proyecta un poco de sombra en la cara. El objetivo me ha pillado en un momento de reflexión y ha logrado capturar a la perfección la duda y el sentimiento de inutilidad que tenía en ese momento.
Vuelvo la cabeza y en la pared de la izquierda, pegada encima del timbre, hay otra foto.
La cojo y a la luz del rellano la observo con atención.
En ésta, el objetivo me ha captado en el salón de la casa de Lester Johnson en Hornell. Tengo ojeras de cansancio, pero mi expresión es voluntariosa; estoy mirando la foto de Wendell Johnson y Matt Corey en Vietnam. Me acuerdo bien de ese instante. Fue un momento en el que todo parecía perdido y, de pronto, había reaparecido la esperanza.
La tercera foto está pegada en el centro de la puerta.
Yo de nuevo, esta vez en la casa de Williamsburg. La primera vez que me puse a estudiar los dibujos de aquella carpeta. Cuando aún no sabía que no eran sólo trazos chapuceros, sino también el modo ingenioso que un hombre había encontrado para dibujar el mapa de su propia enajenación. Recuerdo mi estado de ánimo en ese momento, pero no era consciente de mi expresión, acaso porque en aquel momento ya no la podía dominar.
Entonces me percato de que la puerta está entreabierta. Empujo y se abre con un chirrido.
En la pared del recibidor hay otra foto.
A la escasa luz que se filtra en la penumbra de mi casa, no logro descifrarla. Imagino que también aparezco en ésta.
Se enciende la luz del pasillo. Avanzo un paso, con más curiosidad que preocupación.
Vuelvo la cabeza y de pronto algo se adueña de mi estómago. Es enorme y liviano y bate como si todas las alas del mundo batieran juntas.
En el centro del salón, a mi derecha, está Russell. Me sonríe y hace un gesto cómico con las manos.
– ¿Me arrestarás por allanamiento de morada?
Ruego a Dios que no me permita decir una estupidez. Antes de que Dios tenga tiempo de intervenir, lo logro sin su ayuda.
– ¿Cómo has entrado?
Me muestra la palma izquierda, sobre la que descansan las llaves de mi casa.
– He entrado con el juego de llaves que nunca te devolví. Por lo menos no me acusarán de allanamiento de morada.
Me acerco y lo miro a los ojos. No logro creerlo, pero me está mirando como quise que me mirara desde el primer momento que lo vi. Se aparta un poco y señala la mesa. Me doy la vuelta y veo que está preparada para dos, con un mantel blanco de lino, platos de porcelana y cubiertos de plata. Hay una vela encendida en el centro.
– Te había prometido una cena, ¿recuerdas?
Quizá no sepa que me ha conquistado. O tal vez lo sepa y quiere ir paso a paso. En cualquier caso, no tengo ninguna intención de escapar. No sé qué expresión he puesto, pero aun en mi confusión logro pensar que es un pecado no tener una foto de mi cara en este momento.
– Bien, aquí la tenemos: una cena preparada por el chef preferido de mi padre. Langosta, ostras, caviar y otras exquisiteces de las que no recuerdo el nombre.
Con un gesto elegante señala una botella en un cubo de hielo.
– Para el pescado disponemos de un buen champán.
Después coge una botella de vino tinto con etiqueta de colores.
– Y para lo demás Il Matto, este maravilloso vino italiano.
Los latidos de mi corazón alcanzan su cota máxima.
Me acerco y le rodeo el cuello con los brazos.
Mientras lo beso, siento que todo pasa y todo llega al mismo tiempo. Que todo existe y que nada existe sólo porque lo estoy besando. Y cuando me devuelve el beso pienso que moriría si él no estuviera y que quizá muera por él, ahora, en este momento.
Me separo un momento. Sólo un momento, porque más no puedo.
– Vamos a la cama.
– Pero ¿y la cena?
– Al diablo con la cena.
Me sonríe. Sonríe sobre mis labios y su aliento es maravilloso.
– La puerta del apartamento ha quedado abierta.
– Al diablo con la puerta.
Llegamos al dormitorio y por un momento que se me antoja infinito me siento necia y estúpida, puta y hermosa, amada y adorada, ama y esclava.
Después, sólo queda su cuerpo junto al mío y una claridad insinuada a través de las cortinas y su respiración tranquila mientras duerme. Entonces me levanto, me pongo el albornoz y me acerco a la ventana. Dejo que mi mirada, ya libre de ansiedad y miedo, vaya más allá de los cristales.
Fuera, indiferente a las luces y los hombres, una ligera brisa sube por el río.
Quizá persigue algo, o es perseguida por algo. Pero es agradable estar aquí y oírla susurrar entre los árboles. Es un soplo fresco y etéreo, de los que secan las lágrimas de las personas e impiden que los ángeles lloren.
Y yo, por fin, puedo dormir.
El final de una novela es como la despedida de un amigo: siempre deja una sensación de vacío. Por fortuna, su extensión hace que se reencuentren los antiguos y se conozcan nuevos. Por esa razón quiero expresar mi gratitud a:
La doctora Mary Elacqua di Rensselaer y sus adorables padres, Wonder Janet y Super Tony, por haberme acogido en Navidad con el afecto que se le brinda a alguien de la familia.
Pietro Bartocci, su inimitable marido, la única persona en el mundo que logra roncar estando despierto y, a la vez, cerrar negocios.
Rosanna Capurso, genial arquitecta de Nueva York, con su cabello rojo fuego y un sentido de la amistad que ofrece el mismo tipo de calor.
Franco di Mare, prácticamente un hermano; sus sugerencias fueron determinantes para trazar el perfil de un corresponsal de guerra. Si lo he logrado, obviamente es por mi culpa. Si no lo he logrado, la culpa es suya.
Ernest Amabile, un hombre maduro que me trasmitió su experiencia en Vietnam cuando era un joven.
Antonio Monda, por haber hecho que me sintiera un intelectual italiano en Nueva York.
Antonio Carlucci, por haber compartido conmigo sus experiencias y haberme permitido descubrir un singular restaurante.
Claudio Nobis y Elena Croce, por haberme dado hospitalidad y libros.
Ivan Genasi y Silvia Dell'Orto, por haber compartido conmigo la llegada de una cigüeña proveniente del Ikea de Brooklyn.
Rosaria Carnevale, que además de haberme auxiliado durante mi estancia en Nueva York, es de verdad una eficiente directora de banco.
Zef, que aparte de ser un amigo, es un verdadero building manager en un edificio de la calle Veintinueve.
Claudia Peterson, una veterinaria, y su marido, Roby Facini, que me prestaron la historia de Walzer , su irrepetible gato de tres patas.
Carlo Medori, que del cinismo ha hecho su diversión y del afecto su esencia.
El detective Michael Medina, de la comisaría del Distrito 13 del Departamento de Policía de Nueva York, por su amable ayuda en un momento de dificultad.
Don Antonio Mazzi, por el asesoramiento sobre las obligaciones sacerdotales. Y por ser, en más de un modo, con su comunidad de rehabilitación, inspirador de una parte de esta historia y protagonista de una aventura maravillosa.
La doctora Elda Feydes, patóloga en el Hospital Civil de Asti, y el doctor Vittorio Montano, neurólogo en el mismo hospital, por su asesoramiento científico.
Por fin, con infinito placer estoy obligado una vez más a mencionar a mi grupo de trabajo, compuesto por personas que al cabo de mucho tiempo me hacen preguntarme si todavía no se han hartado de mí, o si lo han hecho pero lo disimulan de manera extraordinaria.
En ambos casos merecen el mayor reconocimiento:
El filibustero Alessandro Dalai, que aún no sabe que los chupitos de abordaje y los de bar son dos cosas diferentes.
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