Giorgio Faletti - Yo soy Dios

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Un asesino en serie tiene en vilo a la ciudad de Nueva York. Sus acciones no entran en los esquemas conocidos por los criminalistas. No elige a sus víctimas. No las mira a los ojos mientras mueren… No elimina a una persona en cada asesinato. Golpea masivamente. La explosión de un edificio de veinte plantas, seguida del descubrimiento casual de una vieja carta, conduce a la policía a enfrentar una realidad espantosa… Y las pocas pistas sobre las que los detectives trabajan terminan en callejones sin salida: el criminal desaparece como un fantasma.
Vivien Light, una joven detective que esconde sus dramas personales detrás de una apariencia dura, y un antiguo reportero gráfico, con un pasado que prefiere olvidar, son la única esperanza para detener a este homicida. Un viejo veterano de guerra llevado por el odio. Un hombre que se cree Dios.

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Entró en el apartamento del hombre enfermo y desesperado que durante años se había dado el nombre de Wendell Johnson. Se reencontró con el mismo ambiente despojado y el mismo sentido irremisible. Una luz grisácea entraba por la ventana y todo parecía extinguido alrededor y dentro de ella, privado de vida y sin esperanzas.

Deambuló por las habitaciones, a la espera de que las paredes hablaran.

Ni siquiera sabía qué estaba buscando, pero sabía que era algo que no había visto antes en ese lugar, una sugerencia que le había sido susurrada al oído y que ella no había comprendido o descifrado. Sólo tenía que relajarse y olvidar todo lo demás para recordar ese intangible. Cogió la única silla de la mesa y la llevó al centro de la cocina. Se sentó con las piernas separadas, los brazos apoyados sobre la tela áspera de los vaqueros, y comenzó a mirarlo todo.

En el bolsillo de su chaqueta sonó el teléfono.

Tuvo el impulso de apagarlo sin siquiera comprobar quién la llamaba, pero, con un suspiro, aceptó la llamada. Oyó la voz excitada de Russell.

– Vivien, ¡por fin! Soy Russell. Lo he encontrado.

La comunicación tenía interferencias y ella no lograba oír bien.

– Cálmate. Habla con calma. ¿Qué has encontrado?

Él empezó a hablar con claridad y al fin Vivien comprendió a qué se refería.

– El hombre que todos estos años se hizo pasar por Wendell Johnson, en realidad se llamaba Matt Corey. Nació en Chillicothe, Ohio. Y tenía un hijo; tengo su nombre y una foto.

– ¿Estás trastornado? ¿Cómo lo has hecho?

– Es una historia larga para contarla por teléfono. ¿Dónde estás ahora?

– En la vivienda de Wend… -Se interrumpió. Había decidido concederle a Russell el beneficio de la duda-. En el apartamento del tal Matt Corey, en la Broadway, en Williamsburg. ¿Y tú?

– Hace un cuarto de hora he aterrizado en el aeropuerto La Guardia. Ahora estoy en la vía rápida de Brooklyn dirección sur. En diez minutos estaré contigo.

– Bien. Date prisa. Te espero.

Increíble. Vivien trató de volver a sentarse pero le dio la sensación de que sus piernas empezarían a moverse solas por los nervios.

Se incorporó y se movió en un apartamento que ya conocía de memoria. Russell había sabido llegar, él solo, hasta allí donde Vivien había fracasado. Pero no sentía rabia ni envidia, sólo alivio por la gente inocente que quizá se salvaría, y admiración por lo que Russell había conseguido. Tampoco se sentía humillada, y enseguida se dio cuenta del porqué. Porque Russell no era un hombre cualquiera: era precisamente Russell. La ansiedad volvió a corroerla. Solamente se encontraba placer en el éxito de otra persona cuando se la amaba. Y ella sabía que estaba enamorada de ese hombre. Sí, antes o después lograría quitárselo de la cabeza, pero necesitaría mucho tiempo y mucha voluntad.

Esperó, con un poco de ironía, que la búsqueda de un nuevo empleo le ocupara la mayor parte del tiempo. Se dirigió al dormitorio, encendió la luz, y una vez más lo recorrió todo con la mirada, en esa casa sin espejos ni cuadros en las paredes.

Una idea llegó a la velocidad que sólo el pensamiento y la luz pueden tener: «Sin cuadros en las paredes.»

Cuando estaba con Richard, su antiguo novio, había aprendido a conocer a los artistas. Él era arquitecto y también un aceptable pintor. Sus muchos cuadros colgados en la casa de ambos lo demostraban. Pero también exponían el natural narcisismo que distinguía a los artistas en general, muchas veces en una medida inversamente proporcional a su talento. Le parecía raro que ese hombre, el tal Matt Corey, hubiera hecho todos esos dibujos y a lo largo de los años no hubiese tenido la tentación de colgar por lo menos uno.

A menos que…

Dio un par de pasos y se acercó al banco adosado a la pared. Cogió la gran carpeta gris. La abrió y recorrió con rapidez los dibujos realizados sobre el inusual soporte de plástico transparente

«Constelación de Karen. Constelación de la Belleza. Constelación del Final…»

Hasta que encontró lo que buscaba. El timbre sonó en el momento en que lo estaba sacando de la pila. Dejó el dibujo sobre la mesa de madera y se dirigió hacia la puerta esperando que no fuese Judith con un suplemento de recriminaciones. Era Russell: tenía un aspecto espantoso, sin afeitarse, el pelo revuelto y la ropa arrugada. En la mano derecha sostenía un objeto que parecía un cartel enrollado.

Pensó dos cosas al mismo tiempo: que él era guapísimo y que ella era una idiota.

Lo cogió por el brazo y tiró de él hacia el interior.

– Ven. Entra.

Cuando cerró la puerta, Vivien confundió el ruido del picaporte con la voz nerviosa de Russell.

– Tienes que ver una cosa…

– Un momento. Antes deja que compruebe algo.

Volvió a la habitación seguida por un Russell que no entendía nada. Cogió la hoja de plástico delineada en azul donde el pintor había proyectado la que, según él, era la «Constelación de la Ira». El dibujo estaba compuesto por una serie de puntos blancos cada tanto coincidentes con puntos rojos.

Seguida por la mirada curiosa de Russell, se acercó al mapa de Nueva York clavado en la pared y apoyó el dibujo encima. Encajaban exactamente. Pero, mientras los puntos blancos parecían puestos al azar y algunos se perdían en el río y el mar, los puntos rojos estaban todos en tierra firme y tenían una colocación geográfica precisa.

Vivien susurró, casi para sí misma:

– Es una nota, un recordatorio.

Y, sin separar el dibujo del mapa, se volvió hacia Russell, que ahora estaba a su lado. Él también había empezado a entender, aun cuando no tenía idea de cómo Vivien había llegado a esa conclusión.

– Matt Corey no tenía ninguna pretensión artística. Sabía muy bien que no tenía talento para eso. De allí que no haya colgado ni siquiera un dibujo. Sólo los hizo para esconderse dentro de ese mapa. Y estoy segura de que los puntos rojos corresponden a todos los lugares donde escondió las bombas.

Dejó caer esa terrible idea y cuando miró nuevamente el mapa de la ciudad, sintió que palidecía. No logró contener una exclamación de angustia.

– ¡Oh, Dios mío!

Cuando volvió a poner la plantilla sobre el mapa, Vivien esperaba haberse equivocado. Pero sólo obtuvo confirmación. Trató de controlar la exasperación recorriendo el mapa con los dedos. Se acercó casi hasta tocar la pared con la cara.

– También hay bombas en Joy.

– ¿Qué es Joy?

– Ahora no. Debemos irnos, ¡rápido!

– Pero yo…

– Me lo contarás de camino. Ahora no tenemos un minuto que perder.

Un segundo después ya estaba en la puerta. La sostuvo abierta para que saliera Russell.

– Date prisa. Es un código de máxima alerta.

Mientras esperaban el ascensor, Vivien sintió que su cerebro trabajaba como nunca antes. Era debido al apremio o por efecto de la píldora que le había dado el doctor Savine, pero el origen de esa lucidez ahora no le importaba. Trató de recordar con precisión las palabras que el hombre de la chaqueta verde había pronunciado en el confesionario.

«La santidad está al final del camino. Por eso no descansaré el domingo.»

Eso quería decir que el siguiente atentado estaba programado para el domingo siguiente. Por tanto, había tiempo para intervenir, si es que su hipótesis sobre el dibujo en la lámina de plástico era acertada. Pero en la lista estaba Joy, y en eso no podía permitirse correr riesgos. La comunidad debía ser evacuada con la mayor premura. No podía perder a su hermana y su sobrina casi al mismo tiempo.

Salieron a la calle y corrieron hacia al coche. Russell jadeaba detrás de ella. Su aspecto desastrado debía de corresponderse con su estado físico. Vivien pensó que tendría tiempo de reponerse un poco durante el trayecto al Bronx.

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