Pero, a pesar de que en el pasado había estado convencida de que ése era un privilegio reservado a los moribundos, para que tuvieran conciencia de la duración de la propia vida, en este caso la había encontrado absurdamente corta. Acaso porque la que quedaba con vida era ella y todo parecía frágil e inútil, con una sensación de vacío que no sabía cuánto le duraría.
Volvió junto a la cama y posó los labios en la frente de Greta. La piel era suave y tersa y las lágrimas de Vivien resbalaron por la sien hasta llegar a la almohada. Estiró la mano y apretó un botón junto a los mandos de la cama. Se oyó el zumbido del llamador. La puerta se abrió y entró una enfermera.
Una rápida ojeada al monitor y la mujer se dio cuenta de la situación. Cogió un teléfono del bolsillo de la bata y marcó un número.
– Doctor, ¿puede venir a la veintiocho, por favor?
Poco después el doctor Savine entró en la habitación, precedido por el sonido de su paso veloz en el corredor. Era un hombre propenso a la calvicie, de mediana edad y estatura media, con aspecto competente y un carácter sereno. Se acercó a la cama mientras sacaba el estetoscopio de un bolsillo. Quitó la sábana y apoyó el instrumento en el pecho consumido de Greta. Un instante para entender y otro para volverse hacia Vivien con una expresión que incluía todas las situaciones similares vividas a lo largo de su carrera.
– Lo siento, señorita Light.
Ni la voz ni las palabras eran de circunstancias. Vivien sabía que el personal y los médicos de la clínica Mariposa se habían tomado a pecho el caso de su hermana. Y su impotencia frente al avance de la enfermedad había estado acompañada, día a día, por un sentimiento de derrota que habían compartido con ella. Dio la espalda a la cama para no ver cómo una sábana subía y cubría la cara de Greta.
El dolor y el cansancio le produjeron un vahído. Trastabilló y se apoyó en la pared para no caer. El doctor se acercó para sostenerla. La condujo hasta un pequeño sillón frente a la cama. Le tomó el pulso y Vivien sintió los dedos del médico.
– Señorita, usted está extenuada. ¿No cree que tendría que descansar un poco?
– Lo querría, doctor, pero no puedo. Ahora no puedo.
– Si recuerdo bien, usted es de la policía, ¿no?
Vivien lo miró con una cara donde se leían el agotamiento y la urgencia.
– Sí. Y debo volver a Nueva York cuanto antes. Es un caso de vida o muerte.
– Aquí ya no podemos hacer nada. Si se es creyente, una oración vale lo mismo se rece donde se rece.
»En el caso de que no conozca una empresa de pompas fúnebres, la clínica le puede proporcionar los datos de algunas agencias serias y discretas. Ellos se ocuparán de todo lo necesario.
El doctor Savine se volvió hacia la enfermera.
– Meg, vaya a preparar los documentos para el certificado de defunción. Iré a firmarlos enseguida.
Apenas se fue la enfermera, Vivien se levantó del asiento. Sentía las piernas rígidas como troncos.
– Doctor, tengo por delante un día terrible y no puedo permitirme dormir. -Hizo una pausa, un punto apurada-. Le parecerá raro que se lo pida un policía, pero necesito algo que me mantenga despierta.
El médico le dedicó una extraña sonrisa llena de comprensión.
– ¿Es una trampa? ¿Me pondrá las esposas?
Vivien sacudió la cabeza.
– No. Sólo estará en mis oraciones de agradecimiento.
Savine reflexionó un momento.
– Espere aquí.
Salió de la habitación y poco después volvió con una cajita de plástico blanco. La sacudió para demostrar que dentro había una píldora.
– Aquí tiene. En caso de necesidad tómese esta pastilla. Pero no debe beber alcohol, cuidado con eso.
– No hay peligro. Gracias, doctor.
– Que tenga suerte, señorita. Y siento mucho lo de su hermana.
Vivien se quedó sola de nuevo. Trató de convencerse de que su hermana no estaba más en esa habitación, que lo que había sobre la cama era sólo un recipiente que durante años había albergado su hermosa alma. Una casualidad, un préstamo que pronto sería restituido a la tierra. No obstante, le dio a Greta un último beso y le dedicó una última mirada.
Sobre la mesita de noche había una botella de agua medio llena. Abrió la cajita que acababa de darle el médico y se puso la pastilla sobre la lengua. Se la tragó con un sorbo de agua cuyo sabor se parecía al de las lágrimas. Después se alejó de la cama, cogió la chaqueta del perchero y salió de la habitación.
Recorrió el pasillo con escozor en los ojos. Se metió en el ascensor, que se deslizó sin ruido ni sacudidas hasta el vestíbulo de entrada, donde un par de mujeres jóvenes atendían al público detrás del mostrador de recepción. Llegó a ellas, y en pocos minutos decidió qué debía hacerse con el cuerpo de Greta, llamando a una agencia cuyo número le dio una de las recepcionistas.
Después miró alrededor, aquel lugar donde no tenía nada más que hacer y, sobre todo, donde no podría hacer nada más. Cuando llevaron a Greta, Vivien había advertido la sobriedad y la elegancia de la Mariposa. Ahora sólo se había transformado en un lugar donde las personas a veces no se curaban.
Salió y caminó hacia el aparcamiento, hacia su coche. Tal vez estuviera disfrutando del efecto placebo, porque era demasiado pronto para que la píldora ya estuviera haciendo efecto, aunque sentía que el cansancio remitía y que poco a poco su cuerpo se liberaba de los lastres de plomo que había acumulado.
Subió al Volvo y lo dirigió hacia la salida. Mientras salía de la ciudad y se dirigía hacia la Palisades Parkway, que la llevaría fuera de Nueva Jersey, hizo un recorrido por los acontecimientos que la habían llevado hasta ese punto de la investigación y de su vida.
El día anterior, cuando el padre McKean la había puesto al corriente de su secreto, contraviniendo así una de las reglas más inexcusables de su ministerio, se había sentido preocupada y excitada a la vez. Por un lado, estaba la responsabilidad hacia personas inocentes cuyas vidas corrían peligro, la misma responsabilidad que al fin había llevado al sacerdote a recurrir a ella. Por el otro, el deseo de evitarle las consecuencias de una decisión que debió de haber sido muy conflictiva para él.
La obra de Michael McKean era muy importante. Los jóvenes que cuidaba y protegía lo adoraban. Para todos los que vivían en Joy y para los que llegarían en el futuro, era necesario que él estuviera allí.
Después de la comida con los chicos, durante la cual bromeó y rio con una Sundance que parecía completamente renovada tanto de cuerpo como de espíritu, llegó la llamada del doctor Savine. Con toda la delicadeza que el mensaje necesitaba, el médico la informó de que la salud de su hermana había empeorado y que se esperaba lo peor de un momento a otro. Volvió a la mesa tratando de no transmitir la angustia que la corroía, pero no logró engañar a los ojos atentos y sensibles de Sundance.
– ¿Qué pasa, Vunny, algo va mal?
– Nada, cariño. Problemas en el trabajo, ya sabes cómo son los bribones, no les gusta que los arresten.
Había usado a propósito la palabra «bribones» porque era un término que a Sundance le hacía mucha gracia cuando era pequeña. Pero, a pesar de sus intentos por disimular, no logró convencerla del todo. Durante el resto de la comida, Sundance no dejó de mirarla, atenta a su expresión y sus ojos brillantes.
Antes de irse habló en privado con el padre McKean. Le comunicó el empeoramiento de la madre de Sundance y que ella iría a la clínica. Acordaron que esa tarde, en la iglesia, el religioso pondría un anuncio de una confesión extra para el jueves, y que hasta las primeras horas de la tarde del día siguiente estaría en el confesionario. El viernes, día en el cual el cura solía confesar en la iglesia de Saint John the Baptist, en Manhattan, volverían a hablar y dispondrían un plan de acción basado en los horarios previstos.
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