Giorgio Faletti - Yo soy Dios

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Un asesino en serie tiene en vilo a la ciudad de Nueva York. Sus acciones no entran en los esquemas conocidos por los criminalistas. No elige a sus víctimas. No las mira a los ojos mientras mueren… No elimina a una persona en cada asesinato. Golpea masivamente. La explosión de un edificio de veinte plantas, seguida del descubrimiento casual de una vieja carta, conduce a la policía a enfrentar una realidad espantosa… Y las pocas pistas sobre las que los detectives trabajan terminan en callejones sin salida: el criminal desaparece como un fantasma.
Vivien Light, una joven detective que esconde sus dramas personales detrás de una apariencia dura, y un antiguo reportero gráfico, con un pasado que prefiere olvidar, son la única esperanza para detener a este homicida. Un viejo veterano de guerra llevado por el odio. Un hombre que se cree Dios.

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Trató de llamar por teléfono al padre McKean, pero lo tenía desconectado. Se preguntó por qué, puesto que a esa hora ya debería haber regresado a Joy desde Saint John. Tal vez, después de la experiencia de un rato antes deseaba que el teléfono fuera sólo un objeto inanimado en el fondo de su bolsillo. Intentó llamar al número de John Kortighan, pero nadie atendió. Y con cada tono, Vivien perdía un año de vida.

Puso la luz giratoria en el techo y arrancó a toda velocidad, haciendo chirriar los neumáticos. No quería llamar al número de la comunidad para no alarmar a los chicos. Tampoco podía llamar a Sundance, porque los huéspedes de Joy no tenían derecho a usar teléfono móvil.

Mientras se adentraba en la calle a la máxima velocidad que le permitía el tráfico, Vivien se dirigió a Russell, que iba cogido a la agarradera del copiloto sobre la ventanilla. La concentración en conducir era en ese momento un simple reflejo instintivo. La curiosidad que sentía era uno de los pocos rasgos humanos que le quedaban.

– Bien, entonces ¿qué has encontrado?

– ¿No es mejor que te concentres en conducir?

– Puedo conducir y escucharte al mismo tiempo.

Russell pareció resignarse a pasar la prueba, tratando de ser lo más sintético que pudiera.

– Ni siquiera podría explicarte bien cómo lo he logrado, lo cierto es que he llegado hasta el nombre de este Matt Corey. Era el Little Boss que vimos en la foto, en Hornell. Fue camarada de armas de Wendell Johnson en Vietnam. Durante muchos años Matt Corey fue dado por muerto, cuando en realidad estaba vivo y había adoptado el nombre de su amigo.

Vivien formuló la pregunta más importante.

– ¿Y su hijo?

– Ya no vive en Chillicothe. Se llama Manuel Swanson y no sé dónde está ahora, pero en una época hizo sus pinitos en el mundo del espectáculo.

Alzó el cartel enrollado que llevaba en la mano izquierda.

– He logrado hacerme con un anuncio.

– Déjame verlo.

Durante toda la conversación, Russell no había podido apartar la mirada de la calle, donde el XC60 se deslizaba en una especie de slalom entre los otros coches en movimiento, que se apartaban y reducían la velocidad para dejarle paso.

Protestó.

– ¿Es que estás loca? Estamos yendo a más de ciento sesenta kilómetros por hora. Nos mataremos y mataremos a otros.

Vivien alzó la voz:

– Te he dicho que me dejes verlo.

Russell desenrolló el cartel a regañadientes. Vivien lanzó una ojeada y leyó rápidamente las letras rojas que ilustraban la foto. Con tipografía ornamental, había un nombre y un adjetivo.

El fantástico

Míster Yo

Volvió a la conducción. Aprovechó un tramo sin vehículos para echar un segundo vistazo a la foto, esta vez más detenido. El corazón le dio un súbito vuelco. Se oyó murmurar una invocación desesperada.

– ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!

Russell enrolló el cartel y lo arrojó sobre el asiento posterior; cayó al suelo entre los dos asientos.

– ¿Qué pasa, Vivien? ¿Me puedes decir adónde vamos?

Como toda respuesta, ella pisó más el acelerador. Apenas había dejado atrás el puente sobre el Hutchinson, cuando el coche ya estaba en la calle Noventa y cinco a toda velocidad.

Vivien decidió satisfacer la curiosidad de Russell sólo para aplacar la ansiedad que le oprimía el pecho, mientras rezaba por haberse equivocado.

– Joy es una comunidad para toxicómanos. Allí está mi sobrina, la hija de mi hermana, que murió anoche. Y ahí hay bombas.

El dolor por fin expresado dio curso libre a las lágrimas. Un nudo le subió a la garganta. Se secó los ojos con el dorso de la mano.

– ¡Maldita sea!

Russell no pidió más explicaciones. Vivien se refugió en la amargura y la acritud para reencontrar algo de lucidez. Después, cuando todo terminara, sabía que si no la escupía, esa rabia se habría transformado en veneno. Pero ahora necesitaba de ella, porque era el motor de su fuerza.

Cuando llegaron a Burr Avenue, redujo la velocidad y quitó la luz giratoria, para no ser precedida por ella y la sirena. Lanzó una mirada a Russell. Iba sentado en silencio, sin miedo y sin invadir su privacidad. Ella se lo agradeció mentalmente. Era un hombre que sabía hablar, pero también guardar silencio cuando era necesario.

Enfilaron la calle de tierra que llevaba a Joy. Esta vez, al contrario que en las otras, no dejó el coche en el aparcamiento. Estacionó a la derecha, en un claro oculto por un grupo de cipreses.

Vivien bajó y Russell la imitó.

– Espérame aquí.

– Ni hablar.

Al verlo tan decidido a no quedarse esperándola en el coche, Vivien se resignó. Sacó la pistola y la amartilló. Ese gesto para ella habitual y que constituía su seguridad, hizo que una sombra cruzara el rostro de Russell. Volvió a enfundarla.

– Quédate detrás de mí.

Vivien se acercó al edificio con precaución. A través de los matorrales, escondidos tras la vegetación, llegaron al frente de la casa rodeando el jardín. Cuando vio aparecer la fachada familiar de Joy sintió una punzada de angustia. Allí había traído a su sobrina, llena de confianza. Y ahora esa casa donde tantos chicos encontraban nuevas esperanzas para sus vidas, de un momento a otro podía transformarse en un lugar de muerte. Apretó el paso sin descuidar la prudencia. Cerca del edificio había dos chicos sentados en un banco. Eran Jubilee Manson y su sobrina.

Desde detrás de los matorrales, se levantó un poco y agitó un brazo para llamarles la atención. Apenas lo logró, les indicó que guardaran silencio llevándose el dedo índice a la boca.

Los chicos fueron hacia ella. El gesto imperioso y la actitud de Vivien hicieron que Sundance hablara con voz muy baja.

– ¿Qué pasa, tía, qué te ocurre?

Enseguida su sobrina comprendió que no se trataba de una broma. Vivien consideró oportuno darles instrucciones.

– Ahora vosotros dos debéis hacer lo que os digo: reunid a los chicos y marchaos lo más lejos posible de la casa. ¿Me habéis entendido? Lo más lejos posible.

– Está bien.

– ¿Dónde está el padre McKean?

Sundance señaló el ático.

– En su habitación, con John.

– ¡Oh, no!

Como para sumar dramatismo a esa exclamación instintiva, en la casa se oyó el ruido seco e inconfundible de un disparo. Vivien se levantó de un salto y empuñó la pistola, como si los dos movimientos estuvieran enlazados entre sí.

– Marchaos de aquí. Rápido, venga.

Seguida por Russell, corrió hacia la casa como un rayo. Sus pasos crujían en la grava y en ese momento le pareció un ruido insoportable. Cruzó la entrada y se encontró ante un grupo de chicos que miraban hacia la parte de arriba de las escaleras. De allí había llegado el disparo.

Caras asombradas. Caras curiosas. Caras asustadas al verla llegar empuñando un arma. A pesar de que la conocían, Vivien creyó necesario identificarse para inspirar confianza a los chicos.

– Policía. Yo me ocupo. Todos fuera de la casa, lo más lejos posible. ¡Rápido!

Los muchachos no se hicieron de rogar y salieron a la carrera, asustados. Vivien rogó que Sundance tuviera la energía y la determinación para llevárselos a un lugar seguro.

Subió las escaleras empuñando la pistola.

Russell la siguió.

Escalón tras escalón, un ascenso interminable, llegaron a la primera planta, donde estaban los dormitorios de los chicos. En el rellano no había nadie. Probablemente todos los huéspedes estaban fuera, realizando sus actividades cotidianas, porque si no se habría encontrado con alguno, atraído por el ruido del disparo. Se asomó por la ventana y vio un grupo de chicos que corrían por la calle y desaparecían de la vista.

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