Giorgio Faletti - Yo soy Dios

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Un asesino en serie tiene en vilo a la ciudad de Nueva York. Sus acciones no entran en los esquemas conocidos por los criminalistas. No elige a sus víctimas. No las mira a los ojos mientras mueren… No elimina a una persona en cada asesinato. Golpea masivamente. La explosión de un edificio de veinte plantas, seguida del descubrimiento casual de una vieja carta, conduce a la policía a enfrentar una realidad espantosa… Y las pocas pistas sobre las que los detectives trabajan terminan en callejones sin salida: el criminal desaparece como un fantasma.
Vivien Light, una joven detective que esconde sus dramas personales detrás de una apariencia dura, y un antiguo reportero gráfico, con un pasado que prefiere olvidar, son la única esperanza para detener a este homicida. Un viejo veterano de guerra llevado por el odio. Un hombre que se cree Dios.

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En su sentencia lapidaria, la mujer había dado en el blanco. El manicomio hubiera sido el lugar adecuado para que aquel hombre, fuera quien fuese, pasara todos los días de su vida. La vieja entró en su casa e indicó la mesa con un movimiento de la cabeza.

– Póngala allí.

Vivien entró tras ella y vio que el apartamento era el reverso idéntico del que acababa de inspeccionar. En la habitación había dos gatos más. Uno estaba durmiendo sobre una silla sin preocuparse por nada, era blanco y naranja. El otro, gris atigrado, saltó sobre la mesa. Vivien dejó la bolsa y el minino corrió a olfatearla.

La vieja le dio un cachete en el culo.

– Vete. Se come más tarde.

El gato bajó al suelo y corrió a esconderse bajo la silla donde dormía su camarada.

Vivien echó un vistazo rápido a la habitación. Era el triunfo de lo desparejo. No había una silla igual a otra. En un estante sobre el fregadero había una serie de vasos todos diferentes. Un pequeño caos de colores y cosas viejas. El tufo a orines de gato era más intenso que el que se olía en el vestíbulo.

La vieja se volvió hacia Vivien y la miró como si de golpe hubiera aparecido ante ella.

– ¿Qué estaba diciéndole?

– Me estaba hablando del inquilino del apartamento de enfrente.

– Ah, sí, ese tipo. No volvió más. Otro vino a ver el apartamento un par de veces, pero no le habrá gustado porque no lo alquiló. Quién sabe en qué estado se encuentra esa vivienda.

A Vivien se le puso el corazón en la boca.

– ¿Otro? El casero no me ha dicho que hubiera otra persona interesada en el apartamento.

La vieja se quitó el abrigo y lo tiró sobre el respaldo de una silla.

– Sucedió hace un tiempo. Era un tipo alto, con una chaqueta verde, de esas que usan los militares, creo. Un tipo raro también él. Vino un par de veces pero no lo he vuelto a ver. Menos mal que no lo alquiló él.

Vivien tenía ganas de quedarse y seguir haciéndole preguntas, cuidándose de no inquietarla. Desde el principio había dejado bien clara su opinión sobre la policía. Pero hacerlo requería un tiempo y la urgencia demostrada al teléfono por el padre McKean la impulsaba fuera de allí como una cuerda atada a la vida. Se prometió que volvería después de haber hablado con el sacerdote.

La vieja se acercó a la cocina.

– ¿Quiere un café?

Como una persona que considerara que esa invitación era un placer al que se veía obligada a renunciar, Vivien miró el reloj.

– Lo siento. Lo aceptaría con mucho gusto, pero tengo prisa.

En el rostro de la anciana se dibujó una leve desilusión. Vivien la consoló.

– ¿Cómo se llama usted?

– Judith.

– Bien, Judith, yo soy Vivien. Ahora te diré qué haremos: yo iré a mi cita y cuando vuelva llamaré a tu puerta y nos tomaremos juntas ese café. Como dos buenas vecinas.

– Pero entre las tres y las cuatro debo ir al doctor por mi espalda. Me…

«¡Ah, no! Ahora no quiero oír la lista de sus achaques.»

Vivien interrumpió, antes de que naciera, la que podría convertirse en una larga letanía de artritis y dolores de aquí y allá.

– Bien, bien. Ahora tengo que irme, Judith. Nos veremos más tarde.

Llegó a la puerta, pero antes de salir le dedicó una sonrisa a su nueva amiga.

– Y ten caliente el café, que tendremos muchas cosas que contarnos.

– Sí, claro. Pero recuerda que yo no doy propinas.

Cuando se encontró sola en el pasillo, Vivien se preguntó hasta qué punto sería fidedigna esa anciana despistada. Pero, aunque fuera muy frágil, le había proporcionado una posible pista. Ya lo decía Bellew: en la actual situación no debía desatenderse ningún detalle fortuito.

Aturdida por los ruidos del ascensor, bajó al vestíbulo y salió a la calle. Un agente de pie junto a su Volvo le estaba poniendo una multa de aparcamiento. Vivien llegó al coche cuando el agente estaba levantando el limpiaparabrisas para poner el resguardo.

– Perdone, agente.

– ¿Es éste su vehículo?

– Sí.

– ¿Sabía que éste es un espacio reservado a carga y descarga de mercancías?

Vivien le mostró la placa sin contestarle. El policía suspiró y quitó la multa del cristal.

– La próxima vez ponga el distintivo. Evitaremos perder el tiempo.

Tiempo… un bien que Vivien no tenía. Ni siquiera para discutir las justas observaciones de un agente de barrio.

– Disculpe, no era mi intención.

El uniformado se alejó tras hacerle un saludo. Vivien subió al coche y puso en marcha el motor. Otra vez le pidió ayuda a la luz giratoria. Inició su regreso al norte a la máxima velocidad posible sin arriesgar su vida y la de los demás. Enfiló la vía rápida Brooklyn-Queens y siguió por la 278 hasta que, una vez pasado el puente, se transformó en la Bruckner.

Durante el trayecto, después de haber reflexionado mucho, intentó llamar a Russell un par de veces. El teléfono seguía apagado. Para combatir el mal humor, trató de convencerse de que había actuado de la mejor manera posible. No obstante, se dio cuenta de que una parte de sí había seguido con Russell después de que se fuera. Y ahora no sabía dónde estaban ellos dos, ni hacia dónde caminaban.

Se obligó a hacer un resumen mental de toda la historia, examinando cada detalle para comprobar si en su análisis se les había escurrido algo. Ziggy, la carta, Wendell Johnson, Little Boss, aquel absurdo gato de tres patas. Todas las bombas que un demente había logrado diseminar antes de morir. Había habido muchas víctimas y habría muchas más si no atrapaban a quien había revelado su propósito de venganza y lo estaba poniendo en práctica sin piedad.

Y, por fin, aquella estrafalaria gatera, Judith. ¿Era o no era digna de confianza? Russell había visto a un hombre con chaqueta verde salir del apartamento de Ziggy. Un hombre con la misma ropa había estado allí. La pregunta era si se trataba de la misma persona. En el caso de que lo fuera, no podía tratarse de un inquilino, porque el capitán había dicho que el alquiler del apartamento había sido pagado por un año. El motivo no estaba claro. A menos que, junto a la carta, el padre hubiera enviado al hijo las llaves del apartamento. En tal caso, esa chaqueta verde había estado en el apartamento, abrigando a la persona a la que con tanta desesperación buscaban.

Dejó la llamada del padre McKean fuera de esta parte del análisis, aun cuando seguía resonándole en el cráneo.

«Es algo relacionado con las explosiones. Que Dios me perdone.»

No sabía qué esperar. Pero no veía la hora de llegar para saberlo.

El tiempo y la velocidad parecían transcurrir de diferente manera. Uno era demasiado veloz, la otra demasiado lenta. Intentó llamar a Russell otra vez. Se dijo que lo hacía más para que pasara el tiempo que por verdadero interés en hablar con él.

Nada.

No estaba disponible o estaba fuera de cobertura. Se rindió a su condición humana y se concedió la fantasía de estar en otro lugar, con él, en cualquier sitio donde no llegasen los ecos del mundo y los gritos de las víctimas. Un cálido flujo de deseo le acarició las ingles. Se lo reprochó. Se dijo que estaba equivocada, pero después de mucho tiempo era la única señal que tenía de que seguía viva.

Cuando entró en la calle sin pavimentar, después de un par de curvas apareció el tejado de Joy. La invadió una ansiedad súbita. De pronto perdió la seguridad de querer saber lo que el padre McKean tenía que decirle. Aminoró para no llegar al patio de ingreso seguida por una nube de polvo. El sacerdote la estaba esperando en el inicio del jardín. Una mancha negra contra el verde de la vegetación y el azul del cielo. Tenía puesta la sotana, ese hábito que en el curso de los tiempos la Iglesia había permitido que los sacerdotes sustituyeran con ropa más cómoda y moderna. Mientras bajaba del coche y caminaba hacia McKean, tuvo la impresión de que esa indumentaria no era una casualidad, que tenía un significado concreto. Como si de algún modo el sacerdote necesitara afianzar su identidad y lo hiciera con todos los recursos de que disponía.

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