Giorgio Faletti - Yo soy Dios

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Un asesino en serie tiene en vilo a la ciudad de Nueva York. Sus acciones no entran en los esquemas conocidos por los criminalistas. No elige a sus víctimas. No las mira a los ojos mientras mueren… No elimina a una persona en cada asesinato. Golpea masivamente. La explosión de un edificio de veinte plantas, seguida del descubrimiento casual de una vieja carta, conduce a la policía a enfrentar una realidad espantosa… Y las pocas pistas sobre las que los detectives trabajan terminan en callejones sin salida: el criminal desaparece como un fantasma.
Vivien Light, una joven detective que esconde sus dramas personales detrás de una apariencia dura, y un antiguo reportero gráfico, con un pasado que prefiere olvidar, son la única esperanza para detener a este homicida. Un viejo veterano de guerra llevado por el odio. Un hombre que se cree Dios.

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– Bueno, voy para allá.

– Mantente en contacto.

Vivien colgó y metió el teléfono en el bolsillo del albornoz. Enjuagó la taza en el fregadero y la puso en el secador. Fue al cuarto de baño y abrió la ducha. Poco después, mientras disfrutaba del tibio repiqueteo sobre la piel, pensó que toda esa historia, en su dramatismo, incluía algo grotesco. No porque su conclusión resultara huidiza, sino por el modo en que la suerte siempre le ofrecía vías de escape, por los sorprendentes escondites que la verdad se buscaba y finalmente encontraba.

Salió de la ducha, se secó y se vistió. Cuando tiró en el cesto de la ropa sucia lo que llevaba puesto desde el día anterior, le pareció sentir el olor del desengaño, algo que en su imaginación equivalía al de las flores muertas.

Cuando estuvo lista, cogió el teléfono y llamó a Russell.

Una voz impersonal le dijo que el abonado no estaba disponible o estaba fuera de cobertura.

Raro.

Le pareció muy extraño que Russell, con su ansiedad por participar, la oportunidad que se le ofrecía y la agudeza que había demostrado durante la pesquisa, hubiese descuidado tener operativo su teléfono. A lo mejor se había quedado dormido. Las personas habituadas a la vida disipada desarrollaban la capacidad de dormir cuando y donde querían, del mismo modo que lograban permanecer despiertos más horas de lo normal.

«Peor para él…»

Iría sola a hacer el reconocimiento de la vivienda. Era el modo en que solía trabajar y siempre le había parecido el mejor. Bajó las escaleras y salió a la calle. Se encontró con el sol y un cielo azul que en aquellos días seguían suavizando la tierra.

Cuando llegó al aparcamiento, Russell estaba junto al coche.

Estaba de pie y de espaldas. Vio que también él se había cambiado, aunque su ropa mostraba las señales de haber estado mucho tiempo en un bolso. Contemplaba el río, donde una gabarra arenera arrastrada por un remolcador navegaba contracorriente. Aquella imagen era un símbolo de victoria contra la adversidad, pero en ese momento era difícil compartirlo.

Russell se dio la vuelta apenas oyó pasos que se le acercaban.

– Hola.

– Hola. ¿Hace mucho que esperas?

– Un poco…

Vivien señaló el portal de su casa.

– Podías haber subido.

– No quería molestarte.

Vivien se dijo que quizá no quería encontrarse a solas con ella, pero saberlo con certeza no habría cambiado el sentido de las cosas.

– Te he llamado y tenías el teléfono apagado. Pensé que habías tirado la toalla.

– Por una serie de motivos, es algo que no puedo permitirme.

Vivien no consideró oportuno preguntarle por dichos motivos. Apretó el botón de apertura electrónica del Volvo y abrió la puerta. Russell lo rodeó y se sentó en el asiento del acompañante. Mientras Vivien arrancaba preguntó:

– ¿Adónde vamos?

– Al 140 de Broadway, en Brooklyn. A la casa del «fantasma de las obras».

Enfilaron la West Street para proseguir hacia el sur. Poco después dejaron atrás la boca del Brooklyn Battery Tunnel y siguieron en dirección a la F. D. Roosevelt Drive. Durante el viaje, Vivien le contó que el expediente de Wendell Johnson estaba protegido por el secreto militar y le explicó por qué no era posible acceder a él en un tiempo breve. Russell escuchó en silencio, con su habitual expresión ensimismada, como si estuviese elaborando una idea que no consideraba oportuno formular aún. Entretanto habían llegado al puente de Williamsburg y el agua del East River resplandecía allí abajo, apenas un poco encrespada por una brisa ligera. Al final del puente, doblaron a la derecha por Broadway y poco después se encontraron frente al número que buscaban.

Era un gran edificio de apartamentos con aspecto desgastado, como las otras centenares de colmenas anónimas que hospedaban en esa ciudad a personas igualmente anónimas. En lugares como ése la gente vivía durante años sin dejar señales de su presencia. A veces morían sin que nadie preguntase por ellos durante días.

Delante del portal, con el número 140, esperaba un coche de la policía. Salinas bajó y caminó hacia Vivien.

No le dedicó a Russell ni una mirada. A estas alturas, ése parecía el comportamiento oficial del Distrito 13 respecto a él. Incluso la inclinación que el agente siempre había sentido hacia Vivien parecía haberse evaporado.

Le tendió un manojo de llaves.

– Hola, Vivien, me ha dicho el capitán que te dé esto.

– Perfecto.

– El apartamento es el 418B. ¿Quieres que te acompañe?

– No hace falta, nos arreglaremos.

El agente no insistió. Parecía contento de poder alejarse de esa compañía. Mientras veían alejarse el coche patrulla, la sobresaltó la voz de Russell.

– Gracias.

– ¿Gracias por qué?

– Ese agente te ha preguntado sólo a ti si querías que te acompañara. Le has respondido usando el plural, en un modo que también me incluye. Eso es lo que te agradezco.

Vivien lo había hecho sin pensar, porque la presencia de ese hombre a su lado se había vuelto algo habitual. Igualmente, se vio obligada a apreciar la delicadeza de Russell.

– Para bien o para mal, somos un equipo.

Russell aceptó la definición con una leve sonrisa.

– No me parece que esto te procure amigos en la comisaría.

– Ya se les pasará.

Con este lacónico comentario, entraron por el portal. Esperaron la llegada del ascensor en un vestíbulo que olía a gato y macho humano. El artefacto llegó precedido por unos incomprensibles chirridos de montacargas. Subieron a la cuarta planta y enseguida localizaron el apartamento. Estaba sellado de mala manera con un par de cintas amarillas que indicaban que no se podía entrar porque el lugar estaba sujeto a investigación policial.

Vivien quitó la cinta y metió la llave en la cerradura.

Apenas abrieron la puerta tuvieron esa sensación de desolación propia de las viviendas deshabitadas durante mucho tiempo. Había una gran habitación que servía de salón y cocina. Una primera mirada revelaba que ésa era la casa de un hombre solo. Solo y sin ningún interés por el mundo. A la derecha había un rincón para cocinar, con una nevera junto a una mesa y una única silla. Del otro lado, junto a la ventana, una butaca y un viejo televisor apoyado en una mesita enclenque. Sobre todas las cosas había una fina capa de polvo con huellas del registro policial del día anterior.

Entraron en el apartamento como si fuera un templo del mal, conteniendo la respiración, conscientes de que durante años un hombre había vivido entre esas paredes, había dormido y comido en compañía de presencias que sólo él podía ver y a las que había elegido combatir del modo más violento.

Ahora que podían intuir su historia, tenían la dimensión exacta de qué se había alimentado, día tras día, el rencor que lo había llevado a una devastadora locura.

Había decidido matar a personas creyendo que con ellas también mataba sus recuerdos.

Echaron un rápido vistazo a la habitación desnuda, donde no había ningún objeto que no fuera indispensable. Ningún cuadro, ningún adorno, ninguna concesión al gusto personal, salvo que su ausencia fuera un gusto personal. Junto a la nevera había un rastro de vida cotidiana: un estante lleno de hierbas aromáticas, un signo de que quien vivía en esa casa se cocinaba su comida.

Pasaron a la otra habitación, con la que se completaba el minúsculo apartamento. Junto a la puerta y empotrado en la pared había un armario, frente a una cama de una plaza casi pegada a la pared. A la derecha de la cama, para separarla del tabique, había una mesita de noche con una lámpara desnuda. A la izquierda, dos caballetes sostenían dos planchas paralelas de madera. Una estaba a la altura de una mesa normal, la otra a unos sesenta centímetros del suelo. Allí estaba el segundo y último asiento de la casa, un viejo sillón de oficina con rueditas, con un aspecto tan desastrado que más que comprada parecía regalada por un ropavejero o recogida de la basura. También allí las paredes estaban desnudas, excepto por un mapa de la ciudad pegado con chinchetas a la altura del banco.

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