Giorgio Faletti - Yo soy Dios

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Un asesino en serie tiene en vilo a la ciudad de Nueva York. Sus acciones no entran en los esquemas conocidos por los criminalistas. No elige a sus víctimas. No las mira a los ojos mientras mueren… No elimina a una persona en cada asesinato. Golpea masivamente. La explosión de un edificio de veinte plantas, seguida del descubrimiento casual de una vieja carta, conduce a la policía a enfrentar una realidad espantosa… Y las pocas pistas sobre las que los detectives trabajan terminan en callejones sin salida: el criminal desaparece como un fantasma.
Vivien Light, una joven detective que esconde sus dramas personales detrás de una apariencia dura, y un antiguo reportero gráfico, con un pasado que prefiere olvidar, son la única esperanza para detener a este homicida. Un viejo veterano de guerra llevado por el odio. Un hombre que se cree Dios.

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– ¿Lester Johnson?

– Sí, soy yo. ¿Qué queréis?

La frase parecía formar parte del patrimonio dialéctico de la familia, porque era la misma que había pronunciado el niño.

– Soy el capitán Caldwell. Yo…

– Sí. Sé quién es usted. Más bien me pregunto quiénes son ellos.

Vivien decidió que era el momento de presentarse.

– Soy la detective Vivien Light, de la policía de Nueva York. Quisiera hablar con usted.

Lester Johnson la evaluó un instante, en un rápido y aprobador repaso de su aspecto físico.

– De acuerdo, síganme.

Los condujo hasta la puerta por la que había aparecido. Era una amplia sala de estar, con un sofá y butacas, en una de las cuales estaba sentado Billy, mirando dibujos animados en un televisor con pantalla de plasma. No obstante su aspecto exterior, el interior de la casa estaba muy bien, con tejidos y tapicerías de colores naturales. Vivien pensó que en todo ello se percibía la mano de una mujer.

Lester Johnson se dirigió a su nieto.

– Billy, es hora de ir a la cama.

El niño se volvió para protestar.

– Pero abuelo…

– He dicho que es hora de ir a la cama. Ve a tu cuarto sin rechistar.

La voz del abuelo no admitía porfías. El niño apagó el televisor y pasó frente a ellos, de morros y sin saludar a nadie. Después oyeron el sonido de sus pequeños pies desnudos en la escalera.

– Cuando mi hijo y su mujer se toman la noche libre me lo dejan. Y yo con el pequeño tengo la manga un poco más ancha que los padres.

Después de esa lacónica referencia doméstica, el señor Johnson les indicó el sofá y los sillones.

– Siéntense, por favor.

Vivien y Caldwell se sentaron en el sofá y el dueño de casa en el sillón frente a ellos. Russell escogió el que estaba más apartado.

Vivien decidió ir al grano sin preámbulos:

– Señor Jonson, ¿es usted pariente de Wendell Johnson?

– Era mi hermano.

– ¿Por qué dice que era?

Lester Johnson hizo un gesto impreciso con los hombros.

– Lo digo porque a principios de 1971 se fue a Vietnam y desde entonces no he sabido nada de él. No lo declararon muerto ni desaparecido en acción, lo que quiere decir que volvió con vida de la guerra. Si prefirió no hacerse ver ni oír, pues mire, asunto suyo. En cualquier caso, hace mucho tiempo que Wendell dejó de ser mi hermano.

A Vivien le chocó que una relación fraterna pudiese liquidarse de esa manera. Miró a Russell, cuya mirada se había endurecido, pero al cabo regresó al lugar que había decidido ocupar, que era el de escuchar y guardar silencio.

– Antes de irse, ¿trabajaba Wendell en la construcción?

– No.

El monosílabo sonó a mal agüero en los oídos de Vivien. Quiso creer que no había escuchado bien.

– ¿Está seguro?

– Señorita, soy bastante mayor para empezar a volverme un poco lento de mollera, pero no como para no acordarme de qué hacía mi hermano cuando estaba aquí. Tenía aspiraciones con la música. Tocaba la guitarra. Nunca habría hecho un trabajo en que sus manos pudieran estropearse.

El malestar de Vivien estaba en camino de convertirse en hielo seco. Del bolsillo de la chaqueta sacó las fotos que los habían conducido hasta Hornell. Se las tendió al hombre sentado en la butaca.

– ¿Es Wendell?

Lester Johnson se inclinó para mirarlas sin tocarlas. Su respuesta fue inmediata y pareció que duraría para siempre.

– No. Nunca he visto a este tipo.

Y volvió a apoyarse en el respaldo de la butaca. La voz de Russell, que hasta ese momento había permanecido en silencio, sorprendió a todos.

– Señor Johnson, si el de la foto no es su hermano, bien podría ser un compañero del ejército. Por lo general, los chicos que iban a Vietnam enviaban a casa fotos donde se los veía en uniforme. A veces solos, pero con frecuencia con un grupo de amigos. ¿Por casualidad no hizo su hermano algo así?

Lester Johnson lo miró con ojos agudos, como si la pregunta de Russell hubiera llegado para destrozar su esperanza de que aquellos intrusos se fueran de su casa lo más rápido posible.

– Esperen un momento. Vuelvo enseguida.

Se levantó de la butaca y salió. El tiempo que estuvo ausente les pareció interminable. Cuando volvió, traía una caja de cartón en la mano. Se la dio a Vivien y volvió a sentarse.

– Bueno, en esta caja están todas las imágenes de Wendell que quedan. Debería haber alguna de Vietnam.

Vivien la abrió. Estaba llena de fotografías, algunas en color, otras en blanco y negro. Empezó a examinarlas rápidamente. El sujeto era siempre el mismo. Un chico rubio de aspecto simpático, solo o con amigos. Al volante de un automóvil, de pequeño montando un poni, con el hermano, con los padres, con el pelo largo recogido con una cinta mientras abrazaba una guitarra. Las había visto casi todas cuando encontró la que buscaba. Era en blanco y negro y aparecían dos soldados delante de un vehículo blindado. Uno era el chico sonriente que había visto en las otras fotos, el otro era aquel muchacho que mostraba al objetivo un gato con tres patas.

Al dorso había algo escrito con tinta borrosa: «The King y Little Boss.» La caligrafía era irregular pero completamente diferente a la de la carta con que había comenzado el delirio. Le tendió las fotos a Russell, para que viera el fruto de su intuición. Cuando leyó lo escrito en el reverso se la pasó a Lester Johnson.

– ¿Qué significa lo que hay escrito detrás?

El hombre cogió la foto, miró la imagen y después leyó lo escrito.

– The King era el sobrenombre que se había puesto Wendell en broma. Supongo que Little Boss es el del otro muchacho. -Le devolvió a Vivien el añoso rectángulo de papel-. Le pido disculpas por haberle dicho que nunca había visto a ese chico, pero creo que la última vez que miré esa foto fue hace treinta años.

Volvió a apoyarse en el respaldo y Vivien advirtió que le brillaban los ojos. Tal vez su actitud un poco cínica fuera sólo un modo de defenderse. Quizás el hecho de no haber tenido más noticias de su hermano lo había hecho sufrir demasiado. Y ella había llegado para reabrir la vieja herida.

– ¿No tiene idea de quién puede ser la persona que está con Wendell en la foto?

El hombre sacudió la cabeza. Su silencio valía más que mil palabras, porque quería decir que esa noche había vuelto a perder a su hermano.

Y, para Vivien, la sensación era que habían perdido el único rastro que tenían.

– ¿Podemos quedarnos con esta fotografía? Le prometo que se la devolveré.

– Está bien.

Vivien se levantó y los otros advirtieron que su presencia en aquella casa no tenía más razón de ser. Lester Johnson parecía haber perdido toda la energía. Los acompañó a la puerta en silencio, tal vez reflexionando sobre qué poco basta para hacer aflorar los recuerdos y cuánto daño pueden hacer.

Cuando Vivien estaba por salir, le dijo:

– ¿Puedo hacerle una pregunta, señorita?

– Sí, claro.

– ¿Por qué lo están buscando?

– No puedo decírselo, pero sí hay algo que puedo afirmar con total seguridad. -Hizo una pausa para dar importancia a lo que iba a decirle-. Si su hermano no volvió no fue porque no quisiera. Su hermano murió en Vietnam, como tantos otros muchachos como él.

El hombre inspiró profundamente. Acababa de perder a su hermano por segunda vez.

– Gracias.

– Gracias a usted, señor Johnson. Salude a Billy de mi parte. Es un niño muy guapo.

Cuando la puerta se cerró, Vivien se sintió bien por haber ayudado a ese hombre a que resolviera sus dudas. Y por dejarlo solo para que se permitiera algunas lágrimas en memoria de su hermano. Mientras se acercaba al coche pensaba que para ellos, por el contrario, la certeza era todavía una meta lejana. Había viajado a Hornell convencida de que encontraría un punto de llegada, en cambio había encontrado un nuevo y precario punto de partida.

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