Giorgio Faletti - Yo soy Dios

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Un asesino en serie tiene en vilo a la ciudad de Nueva York. Sus acciones no entran en los esquemas conocidos por los criminalistas. No elige a sus víctimas. No las mira a los ojos mientras mueren… No elimina a una persona en cada asesinato. Golpea masivamente. La explosión de un edificio de veinte plantas, seguida del descubrimiento casual de una vieja carta, conduce a la policía a enfrentar una realidad espantosa… Y las pocas pistas sobre las que los detectives trabajan terminan en callejones sin salida: el criminal desaparece como un fantasma.
Vivien Light, una joven detective que esconde sus dramas personales detrás de una apariencia dura, y un antiguo reportero gráfico, con un pasado que prefiere olvidar, son la única esperanza para detener a este homicida. Un viejo veterano de guerra llevado por el odio. Un hombre que se cree Dios.

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El cabo Wendell Johnson sacudió la cabeza.

Lo que se había hecho era parte de la historia, y lo que no se había hecho quedaba como una hipótesis sin posibilidad de ratificación. A pesar de los bombardeos masivos a que había sido sometido Vietnam del Norte, durante los cuales se había arrojado el triple de bombas que en la Segunda Guerra Mundial, nadie había ordenado machacar los diques del río Rojo. No pocos pensaban que hubiera sido un golpe decisivo, pues las aguas habrían anegado los valles, pero el mundo habría señalado como crimen contra la humanidad el genocidio resultante.

Pero tal vez la guerra hubiera terminado de otro modo.

Sólo tal vez.

– Habrían muerto centenares de miles de personas, Jeff.

El hombre de la silla de ruedas alzó una mirada fluctuante, imprecisa. Quizá fuera una última demanda a una compasión suspendida entre el remordimiento y la añoranza. Después se volvió y miró un punto lejano, más allá de la copa de los árboles.

– ¿Sabes? Hay momentos en los que estoy despistado y apoyo las manos en la silla para levantarme. Después me acuerdo de mi estado y me maldigo. -Respiró profundamente, como si tuviera necesidad de mucho aire para decir lo que añadió-: Me maldigo por estar así, y sobre todo porque sacrificaría la vida de millones de aquellas personas si de ese modo pudiera recuperar mis piernas. -Volvió a mirarlo a los ojos-. ¿Qué ha ocurrido, Wen? Y, sobre todo, ¿por qué ha ocurrido?

– No lo sé. Y no creo que nadie llegue a saberlo nunca.

Jeff apoyó las manos en las ruedas y empezó a mover la silla adelante y atrás, como si con esa pantomima pudiera recordar que todavía estaba vivo. O quizá fuera sólo un gesto mecánico, de distracción, uno de esos instantes en los que pensaba que podía levantarse y salir caminando. Siguió pensando unos segundos antes de continuar.

– En cierta época decían que los comunistas se comían a los niños. -Miraba a Wendell sin verlo, como si estuviera visualizando las imágenes que evocaban sus palabras-. Nosotros combatimos a los comunistas. Quizá por eso no nos comieron.

Después de una nueva pausa su voz fue sólo un susurro.

– Sólo nos masticaron y nos escupieron.

Tomó aire y le tendió la mano. El cabo la estrechó, sintiéndola firme y seca.

– Que tengas suerte, Jeff.

– Que te den por culo, Wen. Y vete de una vez. Odio ponerme a lloriquear delante de un blanco. En mi piel hasta las lágrimas parecen negras.

Wendell se alejó con la clara sensación de que estaba perdiendo algo. Ambos lo estaban perdiendo. Además de lo que ya habían perdido. Había dado pocos pasos cuando la voz de Jeff lo hizo detenerse.

– Por cierto, Wen…

Se volvió y lo vio. Una sombra de hombre y máquina contra el atardecer.

– Fóllate una de mi parte. -E hizo un inequívoco gesto con las manos.

La respuesta de Wendell fue una sonrisa.

– Está bien. Cuando suceda, será en tu nombre.

El cabo Wendell Johnson se alejó, con un paso que todavía era el de un soldado, para su disgusto. Llegó al alojamiento sin saludar ni hablar con nadie. Entró en su cuarto. La puerta del baño estaba cerrada, siempre la mantenía así porque el espejo estaba colocado frente a la entrada. Quería evitar que su cara fuera la primera imagen que lo recibiera.

Se obligó a pensar que desde el día siguiente tendría que acostumbrarse. No existían los espejos benévolos, eran sólo superficies que reflejaban con exactitud lo que había. Sin piedad, con el involuntario sadismo de la indiferencia.

Se quitó la camisa y la lanzó sobre una silla, lejos de la seducción autoflagelante del otro espejo, el que había dentro del armario empotrado. Se quitó los zapatos y se echó en la cama con las manos bajo la nuca, piel áspera contra piel áspera, una sensación a la que ya estaba acostumbrado.

Desde la ventana, más allá de los batientes semicerrados, llegaba el golpeteo rítmico de un pájaro carpintero, atareado entre los árboles.

Tipi-tipi-tipi-tipi… Tipi-tipi-tipi-tipi…

Su memoria hizo una cabriola viciosa y ese sonido se transformó en la tos sorda de un AK-47, y después en una maraña de voces e imágenes.

– Matty ¿dónde coño están esos hijos de puta? ¿De dónde disparan?

– No lo sé. No veo nada.

– Lanza una granada entre esos matorrales a la derecha, con el M-79.

– ¿Y Corsini dónde está?

Es la voz de Farrell. Una voz sucia de tierra y miedo. Viene de un punto impreciso, a la derecha.

– Corsini se ha ido. También Me…

tipi-tipi-tipi-tipi…

La voz de Farrell también se ha disuelto en el aire.

– Wen, muévete. Levantemos el culo de aquí, nos están haciendo papilla.

tipi-tipi-tipi-tipi…

– No, por allí no. Hay un claro.

– Santo Dios. Están por todas partes.

Abrió los ojos y dejó que volvieran las cosas que lo rodeaban. El armario, la silla, la mesa, la cama, las ventanas con sus cristales insólitamente limpios. También allí olor a óxido y desinfectante. Ese cuarto había sido su hogar durante meses, después de todo el tiempo pasado en un pasillo, con médicos y enfermeras que se esforzaban tratando de aliviarle los sufrimientos de las quemaduras. Allí había logrado que la mente volviera a entrar casi intacta en su cuerpo destrozado. Había recuperado la lucidez y se había hecho una promesa.

El pájaro carpintero dio tregua al árbol al que estaba torturando. A Wendell le pareció que ese fin de las hostilidades era un buen augurio. De algún modo podía dejar atrás una parte del pasado.

Debía dejarlo atrás.

Al día siguiente estaría fuera.

Ignoraba qué tipo de mundo encontraría tras los muros del hospital. Tampoco sabía cómo sería recibido. Aunque en realidad ninguna de las dos cosas le importaba demasiado, porque al final de ese viaje lo esperaba el encuentro con dos hombres. Lo mirarían con ojos de miedo y estupor, la mirada de quienes se encuentran ante lo increíble. Después, él le hablaría a ese miedo, le hablaría a ese estupor.

En resumen, los habría matado.

Una sonrisa. Otra vez sin dolor. Sin percatarse, se deslizó en el sueño. Esa noche durmió sin oír voces y por primera vez no soñó con árboles de caucho.

2

Durante el viaje lo sorprendió el trigo.

A partir de cierto momento, mientras iba hacia el norte y se acercaba a casa, el trigo se asomaba por trechos, suave, a ambos lados de la carretera, dócil bajo la sombra del autocar Greyhound que avanzaba recto, impulsado por la gasolina y la indiferencia. Estriado por el viento y a la sombra de las nubes el trigo cobraba vida, también en la memoria de las manos. Un inesperado compañero de viaje, cálido color de cerveza fresca, con su hospitalidad de henil.

Conocía esa sensación. En cierta época se había nutrido de ese pan.

Cada vez que pasaba las manos por el cabello de Karen, otras manos, y respiraba su delicioso perfume de mujer, que era el de todas las cosas y el de ningún otro lugar en el mundo. Lo había vivido como una punzada dolorosa cuando se fue, después de haber estado en casa con una licencia de un mes, una ilusión efímera de invulnerabilidad que el ejército concedía a sus hombres antes de la partida. Le habían regalado treinta días de paraíso y de sueños posibles, antes de que la Army Terminal de Oakland se transformase en Hawái y, finalmente en Bien-Hoa, el centro de clasificación de tropas a cuarenta kilómetros de Saigón.

Y después Xuan-Loc, el lugar donde todo había comenzado, donde se había ganado su pequeña parcela de infierno.

Apartó la mirada de la carretera y bajó la visera de la gorra de béisbol. Llevaba gafas de sol sostenidas con una goma, porque casi no le quedaban orejas donde apoyar las patillas. Cerró los ojos y se escondió en esa frágil penumbra. En cambio recibió nuevas imágenes.

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