– ¿Seguro que no quieres que te lleve a la ciudad?
– No, aquí está bien. Muchas gracias, señor Terrance.
Abrió la puerta del vehículo. El conductor lo miró con una sonrisa en su rostro bronceado, y levantó las cejas componiendo un gesto de interrogación. A la luz del salpicadero, de pronto le recordó a un personaje de cómic de Don Martin.
– Quiero decir: muchas gracias, Lukas.
El hombre hizo un gesto levantando el pulgar.
– Así está mejor.
Se estrecharon la mano. Después, el cabo recogió su morral de detrás del asiento, salió del coche y cerró la puerta. La voz del conductor llegó a través de la ventanilla abierta.
– Sea lo que sea lo que busques, te deseo que lo encuentres. O que te encuentre a ti.
Las últimas palabras casi se perdieron entre el lamento del tubo de escape. En sólo un instante el vehículo en que había llegado se transformó en el ruido de un motor que se alejaba, el olor de gasolina esparcido por el viento y la distancia. La noche se tragó las luces traseras como si fueran su comida habitual.
Cargó el morral al hombro y echó a caminar. Un paso y otro. Como un animal, sentía la contigüidad, los aromas, los lugares. Pero no había ansiedad ni euforia por ese regreso.
Sólo determinación.
Unas horas antes, en la habitación del motel, había encontrado una caja de zapatos vacía en el armario, olvidada allí por otro huésped. La tapa tenía impreso el logotipo de los Famous Flag Shoes, un calzado que se compraba por correo. El que la caja todavía estuviera allí decía mucho sobre el cuidado en la limpieza del Open Inn. Había quitado las solapas de la tapa y escrito en la parte blanca interior CHILLICOTHE, en mayúsculas, repasándolo varias veces con un bolígrafo negro que guardaba en el saco. Había bajado a recepción con el morral al hombro y el cartel en la mano, una hipótesis de viaje. Detrás del mostrador había una muchacha anónima con los brazos demasiado delgados y el pelo largo y lacio recogido con una cinta roja. Era la sustituta del tipo de las patillas y el bigote. Cuando se acercó para devolver las llaves, la chica había perdido su expresión de ensoñación flower power y lo había mirado con trazas de miedo en sus ojos oscuros. Como si se hubiera acercado a ella con la intención de agredirla. Estaba aprendiendo a encajar ese tipo de actitud de la gente. Sospechaba que era una interrelación en la que él siempre sería el perdedor.
«Ahí tienes mi buena suerte, coronel.»
Por un instante había tenido la malévola tentación de darle a la chica un susto de muerte, de pagarle con la misma moneda la repulsión y la desconfianza instintiva que había sentido hacia él. Pero no eran ni el lugar ni el momento de buscarse problemas.
Con una delicadeza teatral había apoyado la llave en el cristal del mostrador, ante ella.
– Aquí están las llaves. La habitación da asco.
Su calma y sus palabras habían turbado aun más a la chica. Lo había mirado con expresión de alarma.
«Muérete, estúpida.»
– Lo siento.
Él había sacudido la cabeza de modo casi imperceptible. La había mirado fijamente dejándole imaginar sus ojos escondidos tras las gafas oscuras.
– ¿De veras? Los dos sabemos que te importa un pimiento.
Y se había marchado del motel.
Fuera, se reencontró con el sol de la plaza. A su derecha estaba la gasolinera con el logo celeste y anaranjado de la Gulf. Un par de coches hacían cola para el túnel de lavado, donde el agua fluía de las bombas con fuerza suficiente para obtener buenos resultados. Se encaminó hacia un coffee shop guiado por un anuncio en forma de flecha que lo presentaba al mundo como Florence Bowl y ofrecía comida casera y desayunos a cualquier hora del día. Pasó de largo, deseando a los clientes que el café y la comida fueran mejores que la fantasía del que le había puesto nombre al local.
Pasó delante de las propuestas de Canada Dry, Tab y Bubble Up y las sugerencias de hamburguesas. Había ignorado las ofertas de neumáticos a mitad de precio con alineado y cambio de aceite rebajados y se había apostado a la salida del área de servicio, para que los coches que salían del aparcamiento o del restaurante, o los que venían de repostar combustible, pudieran verlo.
Había puesto el morral en el suelo y se había sentado encima. Había alargado el brazo para que el cartel con el destino fuera visible.
Y había esperado.
Algunos coches reducían la velocidad. Uno incluso había parado, pero cuando él se incorporó y el conductor le vio la cara, aceleró como si hubiese visto al diablo.
Todavía estaba sentado en el saco, mostrando su patético cartel, cuando la sombra de un hombre se había dibujado en el asfalto, frente a él. Había alzado la mirada y sus ojos habían encontrado a un tipo vestido con un mono negro con bordados rojos. En el pecho y las mangas tenía marcas de sponsors de muchos colores.
– ¿Crees que lograrás llegar a Chillicothe?
Él había esbozado una leve sonrisa.
– Si las cosas siguen así, creo que no.
El hombre era alto, de unos cuarenta años, con un cuerpo enjuto y barba y pelo rojizos. Lo había mirado un instante antes de proseguir. Después había bajado la voz, para minimizar lo que estaba por decir.
– No sé quién te ha dejado así, y no es asunto mío. Sólo te pido una cosa, y si no me dices la verdad me daré cuenta. -Hizo una pausa para calibrar las palabras, o quizá para que tuviesen más peso-: ¿Tienes problemas con la ley?
Él se había quitado la gorra y las gafas y había mirado al hombre.
– No, señor. -A su pesar, el tono de aquel «no, señor» lo definió sin posibilidad de dudas.
– Eres un soldado.
La expresión del cabo fue una respuesta más que evidente. La palabra Vietnam no se había pronunciado pero gravitaba en él aire.
– ¿Sorteo?
Había negado con la cabeza.
– Voluntario.
Por instinto había bajado la mirada al pronunciar esa palabra, como si conllevara una culpa. Y se había arrepentido. Levantó otra vez la cabeza y clavó la mirada en aquel hombre de pie frente a él.
– ¿Cómo te llamas, muchacho?
Esa pregunta lo tomó por sorpresa. El hombre se percató de su titubeo y se encogió de hombros.
– Un nombre vale lo que otro. Es sólo para saber cómo dirigirme a ti. Yo soy Lukas Terrance.
Se levantó y estrechó la mano que Terrance le ofrecía.
– Wendell Johnson.
A Lukas Terrance no lo habían sorprendido los guantes de algodón. Con un gesto de la cabeza indicó una gran camioneta negra y roja que tenía pintadas a los lados los mismos distintivos que el mono. Estaba junto a uno de los surtidores y un empleado negro le ponía gasolina. En el remolque llevaba un monoplaza para competiciones en circuitos de tierra. Era un artefacto raro, con ruedas al aire y una cabina donde costaba imaginar que pudiera caber un hombre. Una vez había visto un coche así en la portada de Hot Rod , una publicación de motores.
Terrance había aclarado la situación.
– Estoy viajando hacia el norte, hacia Cleveland, al MidOhio Speedway. Chillicothe no me queda exactamente de camino pero podré desviarme un poco. Si estás de acuerdo en viajar sin prisas ni aire acondicionado puedo llevarte hasta allí.
Había respondido con una pregunta.
– ¿Es usted piloto, señor Terrance?
El hombre rio. En la cara bronceada, al lado de los ojos, se le formaban arrugas como una telaraña.
– Oh, soy una especie de hombre para todo. Mecánico, chófer, asistente de parrilla… parrilla de salida y de barbacoa si fuera necesario.
Hizo un gesto con la mano, un gesto con el que resumía los hechos de la vida.
– En este momento Jason Bridges, o sea mi piloto, está viajando en avión, muy cómodo él. A los currantes nos esperan las fatigas, a los pilotos, la gloria. Pero, si te soy honesto, mucha gloria no llega. Como piloto es un fracaso. Sin embargo, sigue corriendo; es algo que ocurre cuando tu padre tiene la cartera llena. Los coches pueden comprarse, las pelotas no.
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