– Veo que durante este tiempo no te ha crecido.
Había una historia extraña relacionada con el nombre de ese gato. Wendell estaba haciendo una reparación que le había encargado Ben en Casa de la doctora Paterson, la veterinaria. Entonces había llegado una pareja con un gatito envuelto en una frazada ensangrentada. Explicaron que un gran perro había entrado en su jardín y lo había mordido con saña en una pata, tal vez haciéndole pagar la culpa de existir. La doctora se había ocupado del gato y lo había operado enseguida, pero no había sido posible salvarle la pata. Cuando la doctora salió del quirófano y se lo explicó a los dueños, los dos se habían mirado con desazón.
Después, esa mujer, una tía sin gracia que vestía un twin-set azul celeste y que trataba de corregir con color unos labios demasiado finos, le había dicho a la veterinaria con tono de duda:
– ¿Dice que sin una pata?
Y se había vuelto hacia el hombre que la acompañaba buscando confirmación.
– ¿Qué opinas, Sam?
El hombre había hecho un gesto impreciso.
– Bueno, es seguro que el pobre sufrirá mucho sin una pata. Será un inválido. Tal vez en este caso sería mejor… -Había dejado la frase sin concluir.
La doctora Paterson lo había mirado con aire de interrogación, agregando la palabra que el hombre no había pronunciado:
– ¿Sacrificarlo?
Los dos se habían consultado con miradas de alivio, satisfechos de haber encontrado confirmación profesional de esa solución, que en realidad ya habían decidido.
– Veo que usted está de acuerdo, doctora. Entonces hágalo. No sufrirá, ¿verdad?
En ese momento los ojos azul claro de la veterinaria eran de hielo, y tenía la voz recubierta de escarcha. Pero esos dos tenían demasiada prisa por irse como para percatarse de lo que pasaba.
– No, no sufrirá.
Habían pagado y se habían largado un poco más deprisa de lo que cabía esperar, cerrando con cuidado la puerta. A continuación un coche que se marchaba confirmó la condena del pobre gatito. Él había asistido a la escena sin dejar de trabajar. Después de que se fueran, había dejado el yeso que estaba mezclando y se había acercado a Claudine Paterson. Los dos estaban blancos, ella por la bata y él por el yeso en el mono de trabajo.
– No lo mate, doctora. Yo me lo quedaré.
Ella lo había mirado sin pronunciar palabra. Sus ojos lo escrutaron largamente antes de responder sólo dos palabras:
– De acuerdo.
Y se dio la vuelta para entrar de nuevo en la consulta, dejándolo solo y amo de un gato de tres patas. De allí había nacido su nombre, Walzer. Guando fue creciendo, su modo de caminar le recordaba el compás del vals: un-dos-tres, un-dos-tres, un-dos-tres…
Y Walzer se quedó.
Estaba por apartar al gato, que seguía ronroneando tranquilamente a su lado, cuando de golpe alguien abrió la puerta de una patada. Walzer se asustó, y con un ágil salto sobre sus tres patas corrió a refugiarse bajo la cama. Una voz autoritaria se expandió por la habitación y entró en lo que quedaba de las orejas del joven.
– Seas quien seas, lo mejor que puedes hacer es salir con las manos a la vista y sin movimientos bruscos. Tengo un fusil y no vacilaré en usarlo.
Por un instante se quedó inmóvil.
Después se levantó sin decir palabra, dirigiéndose hacia la puerta con calma. Antes de llegar al umbral iluminado levantó los brazos. Era el único movimiento que todavía le provocaba un poco de dolor.
Y una marea de recuerdos.
Ben Shepard se parapetó detrás de una hormigonera, una buena posición si tenía que disparar contra la puerta. Una gota de sudor en la sien le recordó cuán calurosa y húmeda era la nave. Tuvo la reacción instintiva de secarse pero prefirió no soltar el Remington. Quienquiera que fuere el intruso, él no sabía cómo reaccionaría. Y tampoco sabía si estaba armado o no. De todos modos, el hombre estaba sobre aviso. Él empuñaba un fusil semiautomático y nunca hablaba por hablar. Había luchado en Corea. Si ese tipo, o tipos, no creían que era capaz de usarlo, se equivocaban.
No sucedió nada.
Había preferido no encender luces. En penumbras, el tiempo se transformaba en un asunto personal entre él y los latidos de su corazón. Esperó unos instantes que parecían insertos en la eternidad.
Era una casualidad que estuviese allí a esa hora.
Volvía de una partida de bolos con su equipo. Estaba en la Western Avenue y apenas había dejado atrás el North Folk Village, cuando una luz en el salpicadero de la vieja furgoneta indicó que el aceite estaba en la reserva. De haber continuado, habría podido fundir el motor. A pocos metros de allí estaba el desvío hacia la nave. Lo enfiló a toda velocidad, invadiendo el carril contrario para describir una larga curva sin verse obligado a pisar el freno. Después, apagó el motor y lo dejó en punto muerto para aprovechar la pendiente y llegar así al portón.
Cuando se acercaba a la construcción sintiendo el ripio bajo las ruedas, que perdían velocidad y producían un sonido cada vez más grave, por un instante le pareció entrever una luz tenue en las ventanas. Esto interrumpió de golpe unos pensamientos no muy edificantes dirigidos a alguna deidad protectora de los automovilistas.
Detuvo la furgoneta de golpe. Cogió el Remington de detrás del asiento y comprobó que estaba cargado. Se apeó sin cerrar la puerta y se acercó a la nave caminando por la hierba para no hacer ruido con sus pesados zapatos. Pensó que cuando se había ido, un par de horas antes, bien podría haberse olvidado las luces encendidas.
Eso era, claro.
Pero de todos modos, prefería estar en lugar seguro: la culata de un fusil. Ya lo decía su padre: «De mucha prudencia no se muere nadie.»
Siguió caminando junto a la valla y encontró la parte que había sido cortada. Después vio la luz en el interior de la habitación y una sombra que pasaba por la ventana.
La mano sobre la culata del Remington empezó a humedecerse más de lo debido. Enseguida escudriñó con la mirada.
No vio ningún coche aparcado por allí, y esto le dio que pensar. La nave estaba llena de materiales y herramientas. No eran cosas de gran valor, y todas más bien pesadas, pero de todos modos podían tentar a un ladrón. No obstante, le parecía raro que alguien hubiera ido a pie a limpiarle el taller.
Cruzó la valla y llegó a la puerta de entrada, junto al paso de vehículos. Fue a abrirla pero la encontró abierta. Al tacto, sintió la llave en la cerradura y la poca luz de los focos, que rebotaba en el muro claro, le mostraron que el sitio del extintor estaba abierto.
Raro. Muy raro.
Él era el único que sabía de la existencia de aquella llave de reserva.
Tan curioso como circunspecto, fue hasta la habitación y abrió la puerta de una patada. Encañonó el interior.
Una figura de hombre apareció bajo el marco con las manos alzadas, dio un par de pasos y se detuvo. En respuesta, Ben se movió hacia la mole rechoncha y sin gracia de la hormigonera, como para protegerse. Desde allí podía tener bien apuntadas las piernas del tipo. Si hacía algún movimiento raro, lo ayudaría a perder treinta centímetros de estatura.
– ¿Estás solo?
La respuesta llegó rápida, pero calma y sosegada, aparentemente franca:
– Sí.
– Bien. Ahora saldré. Si tú o algún amigo tuyo os proponéis hacerme una broma pesada, te hago un agujero en el estómago, del tamaño de un túnel ferroviario. ¿Entendido?
Ben esperó un momento y después salió con cautela de su refugio. Tenía el fusil a la altura de la cadera y apuntaba directamente al estómago del hombre. Dio un par de pasos hacia el intruso, hasta verle la cara.
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