Una palabra sin gloria que, más que atención, provocaba silencio.
Una palabra que decía que eran supervivientes, que habían salido vivos del pozo infernal de Vietnam, donde nadie sabía qué pecado podía expiar, aun cuando todo lo que los rodeaba fuera una demostración de cómo hacerlo. Eran veteranos y cada uno llevaba encima, de modo más o menos evidente, el peso de su redención personal, que empezaba y terminaba en los confines de aquel hospital militar.
Antes de acercarse, el coronel Lensky esperó a que su paciente se levantara y se volviera. Le tendió la mano y lo miró a los ojos. El cabo Johnson advirtió el esfuerzo del coronel por evitar que su mirada se posase en las cicatrices que le desfiguraban la cara.
– Que tengas suerte, Wendell.
Era la primera vez que lo llamaba por su nombre.
«Pero un nombre no es una persona», pensó.
Por ahí había muchos nombres, grabados en tumbas coronadas con cruces blancas, colocadas en fila con la precisión de un relojero. Eso no cambiaba nada. No servía pará devolver la vida a esos muchachos, para quitar de sus pechos inertes el número asignado, que era como una medalla en honor de las guerras perdidas. Él siempre sería sólo uno entre otros. Había conocido a muchos como él, soldados que reían, se movían y fumaban porros o se chutaban heroína para olvidar que tenían en el pecho, todo el tiempo, la retícula de la mira de un arma. La única diferencia entre ellos era que él todavía vivía, aunque sintiera que también estaba debajo de una de esas cruces. Todavía estaba vivo, pero el precio que había pagado por esa insignificante diferencia había sido un salto en el grotesco vacío de la atrocidad.
– Gracias, señor.
Se volvió y fue hacia la puerta. Sentía en la nuca la mirada del doctor. Hacía tiempo que no empleaba el saludo militar. No se le exige a quien está siendo reconstruido trozo a trozo, en el cuerpo y la mente, con el objetivo de que recuerde durante el tiempo que le quede. Y el resto de la misión estaba cumplido.
«Que tengas suerte, Wendell.»
Que en realidad quería decir: es asunto tuyo, cabo.
Recorrió el pasillo verdoso, pintado con esmalte brillante hasta la altura de la cabeza, y a partir de allí con una pintura normal, opaca. La incierta luz que dejaba pasar la pequeña claraboya le traía el recuerdo de algunos días de lluvia en la selva, cuando las hojas eran tan brillantes como un espejo y la parte oculta parecía hecha de sombras. Sombras entre las que, en un momento u otro, podía asomar el cañón de un fusil.
Salió al exterior.
Fuera había diferentes árboles, y estaban el sol y el cielo azul. Árboles fáciles de aceptar y de olvidar. No eran pinos manchados ni bambú ni manglares ni manchas acuáticas de plantaciones de arroz.
No era dat-nuoc.
Una palabra que le reverberó en la cabeza, algo gutural cuando se pronunciaba bien. En la lengua que se hablaba en Vietnam quería decir «país», aun cuando una traducción literal sería «tierra-agua», un modo muy realista de denominar la esencia de aquel territorio. Para cualquiera era una imagen idílica, siempre que no se tuviera que trabajar con la espalda doblada o caminar cargando con una mochila y un MI6.
Ahora, la vegetación que lo rodeaba significaba «casa». Pero no sabía con exactitud qué lugar darle a ese nombre.
El cabo sonrió porque no encontraba otro modo de expresar su amargura. Sonrió porque era un gesto que ya no le causaba dolor. La morfina y las agujas hipodérmicas eran ya un recuerdo casi desteñido. Pero no el dolor, eso quedaría como una mancha blanca en la memoria cada vez que se desnudara ante un espejo o en vano intentara pasarse los dedos entre el cabello, encontrando sólo el áspero tacto de las cicatrices y marcas de quemadura.
Caminó por el sendero sintiendo el crujir de la grava bajo los pies, dejando a sus espaldas al coronel y todo lo que significaba. Se encontró con la cinta de asfalto de la calle principal y dobló a la derecha, dirigiéndose sin prisa a uno de los edificios blancos que destacaban en el parque. Allí se alojaba.
Desde el principio hasta el fin, ese lugar contenía toda la ironía de los hechos.
La historia se estaba cerrando donde había comenzado. Pocos kilómetros más allá estaba Fort Polk, el campo de adiestramiento superior antes de la partida hacia Vietnam. Al llegar encontrabas un grupo de muchachos que alguien había sustraído de su vida por la fuerza, con la pretensión de convertirlos en soldados. La mayoría de esos muchachos nunca había salido del estado donde vivían, y algunos ni siquiera del condado natal.
«No te preguntes lo que tu país puede hacer por ti…»
Nadie se lo preguntaba, pero tampoco estaba preparado para asumir lo que su país le pedía.
En el interior del cuartel, en la parte sur, habían reconstruido una aldea vietnamita en sus mínimos detalles. Techos de paja, madera, bambú y ratán. Herramientas y utensilios raros. Caras de instructores con aspecto asiático que eran, por nacimiento, más norteamericanos que él. No encontró ninguno de los objetos o materiales a los que estaba acostumbrado. Sin embargo, en aquellas construcciones, en esas expresiones metafísicas de un paraje lejano, a miles de kilómetros, había al mismo tiempo una amenaza y un aspecto cotidiano.
«Así son las casas de Charlie», le había dicho el sargento.
Charlie era el mote con que los soldados estadounidenses se referían al enemigo. El entrenamiento empezó y terminó. Les habían enseñado todo lo que debían saber. Pero lo habían hecho deprisa y sin demasiada convicción; claro, convicción había poca en aquellos tiempos. Cada uno tendría que haberse enseñado a sí mismo y por su cuenta, sobre todo a distinguir entre las caras idénticas que lo rodeaban quién era un vietcong y quién un campesino sudvietnamita amigo. La sonrisa con que se acercaban era la misma en ambos casos, pero lo que llevaban consigo podía ser muy diferente. Tal vez una granada.
Como en el caso del hombre negro que en ese momento se acercaba, empujando las ruedas de una silla con sus fuertes brazos. Entre los veteranos del hospital, a la espera de reconstrucción, era el único con quien Wendell había entablado amistad.
Jeff B. Anderson, de Atlanta. Había sido víctima de un atentado en Saigón cuando salía de un prostíbulo. A diferencia de quienes lo acompañaban, había sobrevivido, pero paralizado de la cintura hacia abajo. Ninguna gloria, ninguna medalla. Sólo curaciones y vergüenza. Pero en Vietnam la gloria era un hecho casual, y las medallas muchas veces no valían ni el metal con que estaban hechas.
Jeff detuvo la silla de ruedas apoyando las manos en el caucho.
– Hola, cabo. He oído cosas raras sobre ti.
– En este lugar, muchas de las cosas que se dicen suelen ser verdad.
– Entonces es cierto. ¿Vuelves a casa?
– Sí, vuelvo a casa.
La siguiente pregunta llegó tras una fracción de segundo, algo tan breve como interminable, porque era una pregunta que Jeff se había hecho a sí mismo muchas veces.
– ¿Podrás?
– ¿Y tú?
Ambos prefirieron no dar una respuesta y dejar al otro la facultad de imaginarla. El silencio entre ellos era el resumen de muchas conversaciones anteriores. Habían tenido muchas cosas de las que hablar, otras tantas que maldecir, y lo que ahora no decían era la síntesis.
– No sé si envidiarte -dijo Jeff.
– Si te interesa saberlo, yo tampoco lo sé.
El hombre de la silla de ruedas contrajo la expresión. Las palabras salieron de sus labios con la voz quebrada por una cólera tardía e inútil.
– Si sólo hubieran bombardeado esos malditos diques… -Jeff dejó la frase truncada. Sus palabras evocaban espectros que muchas veces ambos habían tratado de exorcizar sin lograrlo.
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