Giorgio Faletti - Yo Mato

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Un locutor de Radio Montecarlo recibe una noche durante su programa una llamada telefónica asombrosa alguien revela que es un asesino El hecho se pasa por alto, como una broma de pésimo gusto, sin embargo, al día siguiente un famoso piloto de formula uno y su novia aparecen en su barco, muertos y horrendamente mutilados Se inicia así una serie de asesinatos, cada uno precedido de una llamada a Radio Montecarlo con una pista musical sobre la próxima victima, cada uno subrayado por un mensaje escrito con sangre en el escenario del crimen, que es al mismo tiempo una firma y una provocación «Yo mato»
Para Frank Ottobre, agente del FBI, y Nicolás Hulot, comisario de la Sürete monegasca, comienza la caza de un escurridizo fantasma que tiene aterrorizada a la opinión publica nunca hubo un asesino en serie en el principado de Monaco Ahora lo hay, y de su búsqueda nadie va a salir indemne Yo mato es un thriller pleno de acción e intriga, con un desarrollo narrativo tan maduro como absorbente Eso ha bastado -y ha sobrado- para situar a su autor entre los nombres mas importantes del genero y a su obra como un autentico fenómeno editorial

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Se levantó de la silla desvencijada, juntó las hojas y las puso en una carpeta. Cogió la chaqueta del sillón que le servía de perchero y se dirigió a la puerta.

Salió al rellano, un festival de desolación igual al interior del piso en que vivía. Cerró la puerta con un suspiro. El ascensor no funcionaba. Una nueva perla en el collar del administrador.

Bajó por la escalera bajo una luz amarillenta, rozando con una mano el empapelado beis que, como él, había conocido tiempos mejores.

Llegó al zaguán y abrió la puerta de cristal de la entrada, de estructura de metal rigurosamente oxidada. Con la pintura descascarillada sobre la masilla reseca. El portal era muy distinto a los de los elegantes palacios de Montecarlo o de la hermosa mansión de Jean-Loup. Fuera, el barrio se hallaba inmerso en la penumbra de la noche, esa luz de un azul intenso que solo los ocasos de verano dejan tras de sí como un recuerdo del sol y que daba una apariencia de humanidad a aquel lugar desolado. La Ariane no era la Promenade des Anglais o la Acrópolis. Hasta aquel vecindario no llegaba el perfume del mar, y si lo hacía era mezclado con el olor penetrante de los cubos de basura.

Debía recorrer por lo menos tres manzanas para coger el autobús que lo dejaría en el principado. Tanto mejor. Una caminata le sentaría bien, le aclararía las ideas y le borraría de la mente la cara de Plombier y su banco de mierda.

Vadim salió de la sombra de la esquina del edificio. Fue tan veloz que Laurent no lo vio llegar. Antes de poder entender que estaba sucediendo, vio que lo alzaban del suelo y lo pegaban al muro al tiempo que un brazo le apretaba la garganta y el aliento del hombre, con olor a ajo y piorrea, se derramaba en su cara.

– Dime, Laurent, ¿por qué cuando estás en dificultades no te acuerdas de los amigos?

– Pero ¿qué dices? Sabes que yo…

Una presión del brazo contra el cuello le cortó el aliento.

– Nada de mentiras, compañero. Anoche, en Mentón, te fue bastante bien durante un rato, pero no pensaste que el dinero que estabas jugando era de Maurice.

Vadim Rohmer era el matón de Maurice, su brazo violento, su cobrador. Maurice no se hallaba en condiciones, gordo y flácido como estaba, de agarrar a alguien y doblarle un brazo tras la espalda hasta hacerle llorar. O bien de empujarle contra una pared y hacerle sentir cómo el revoque áspero le raspaba la piel, con tanta fuerza como para causarle una jaqueca.

Pero Vadim sí, esa escoria. Tan escoria como el tío que le había cambiado el cheque la noche anterior en el bar frente al casino. Estaba seguro de que él le había delatado, ¡que el infierno se lo tragara! Laurent deseó que Vadim le hubiera aplicado un tratamiento tan poco civilizado como el que él estaba recibiendo en ese momento.

– Yo…

– ¡Yo… qué, mendigo de mierda! Hay cosas de Maurice y de mí que todavía no has entendido. Que su paciencia tiene un límite, y también la mía. Me parece que ya es hora de refrescarte un poco la memoria.

El puñetazo en el estómago lo dejó sin aliento. Notó que iba a vomitar; una bocanada de ácido le llenó la boca seca. Se le doblaron las piernas. Vadim lo enderezó sin esfuerzo y lo mantuvo en pie cogiéndole por el cuello de la camisa con un apretón férreo.

Laurent vio que el puño del matón volvía a levantarse. Sabía que el blanco era su rostro y que el golpe sería tan potente como el choque contra la pared que tenía a su espalda. Cerró los ojos y se Puso tieso, esperando.

El puñetazo no llegó.

Volvió a abrir los ojos cuando notó que el apretón del cuello se aflojaba.

Un hombre alto y robusto, de cabello castaño muy corto, había llegado por detrás de Vadim; le había agarrado con el pulgar y el índice un mechón de pelo, a la altura de la oreja, y tiraba con violencia hacia arriba.

Por la sorpresa y el dolor, Vadim había soltado su presa.

– Pero ¿qué con…?

La mano del hombre soltó a Vadim, que dio un paso atrás para hacer frente al recién llegado. Le miró de la cabeza a los pies.

Vio una camisa inflada de músculos y una cara sin el menor indicio de temor. El aspecto de ese tío era mucho menos tranquilizador que la figura indefensa y enfermiza de Laurent. En particular los ojos que le miraban sin expresión alguna, como si el individuo no tuviera propósitos violentos sino la única intención de pedir alguna información.

– ¡Vaya! Veo que han llegado los refuerzos -dijo Vadim con voz no tan segura como habría querido.

Quiso asestar al intruso el puñetazo destinado a Laurent. La reacción fue instantánea. En lugar de retroceder, el adversario eludió el golpe con un sencillo desplazamiento de la cabeza, dio un pequeño paso hacia delante y, tras coger a Vadim por un hombro y rodearlo con los brazos, hizo presión hacia abajo con todo el peso de su cuerpo.

Laurent oyó con claridad el sonido de un hueso que se rompía, con un crac, tan seco que ponía la carne de gallina. Vadim soltó un grito y cayó hacia delante, agarrándose el brazo herido. El hombre retrocedió, giró con agilidad sobre sí mismo en una especie de pirueta para darse impulso y pateó la cara del otro. Un hilo de sangre salió de la boca de Vadim, que cayó al suelo sin un quejido y se quedó inmóvil.

Laurent se preguntó si estaría muerto. No, su desconocido salvador parecía demasiado hábil para matar por azar. Sin duda era de esos que, si mataban a alguien, lo hacían porque habían querido hacerlo.

Le dio un ataque de tos. Se agachó, agarrándose el estómago, un hilo de saliva biliosa le colgaba de los labios.

El hombre que había llegado en su auxilio lo ayudó a incorporarse sosteniéndolo por el codo.

– Al parecer, he llegado justo a tiempo, ¿verdad, señor Bedon?-dijo en un pésimo francés con un fuerte acento extranjero.

Laurent lo miró sorprendido, sin comprender. Estaba seguro o haberlo visto nunca en su vida. Sin embargo, el tío acababa de salvarle de la paliza de Vadim y sabía su nombre. ¿Quién diablos era?

– ¿Habla usted inglés?

Laurent afirmó con la cabeza. El hombre mostró cierto alivio, prosiguió en inglés, con un acento que parecía más de Estados Unidos que de Inglaterra.

– Menos mal. Como se habrá dado cuenta, no domino mucho su idioma. Pero se estará preguntando quién soy y por qué lo he ayudado a salir de esta…

Indicó con un gesto el cuerpo de Vadim tendido en el suelo.

– Esta… digamos… situación embarazosa.

Laurent asintió de nuevo, en silencio.

– Señor Bedon, o bien no lee su correo electrónico o bien tiene poca confianza en el tío de América…

El asombro de Laurent se podía leer en su rostro. Ahora se explicaba el mensaje que había encontrado en el ordenador. Pero debía haber otra explicación. Desde luego aquel hombre no le había salvado el culo para desaparecer enseguida, después de haber trazado una Z en la pared, como el Zorro.

– Me llamo Ryan Mosse y soy estadounidense. Tengo una propuesta que hacerle. Muy, muy ventajosa para usted desde el punto de vista económico.

Laurent lo miró un instante sin hablar. Le gustó la forma en que había subrayado las palabras «muy ventajosa desde el punto de vista económico». De pronto el estómago dejó de molestarle. Se irguió, respirando hondo por la nariz. Sintió que su cara recuperaba poco a poco el color.

Mientras tanto, el hombre miraba a su alrededor. Si le disgustaba la miseria del barrio, no lo dio a entender. Miró atentamente el edificio.

– La casa es lo que es, pero no creo que haya venido usted a comprarla -dijo Laurent.

– No, pero si llegamos a un acuerdo, quizá sea usted quien pueda comprarla, si le interesa.

Mientras se arreglaba la ropa, el cerebro de Laurent funcionaba a mil por hora.

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