Giorgio Faletti - Yo Mato

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Un locutor de Radio Montecarlo recibe una noche durante su programa una llamada telefónica asombrosa alguien revela que es un asesino El hecho se pasa por alto, como una broma de pésimo gusto, sin embargo, al día siguiente un famoso piloto de formula uno y su novia aparecen en su barco, muertos y horrendamente mutilados Se inicia así una serie de asesinatos, cada uno precedido de una llamada a Radio Montecarlo con una pista musical sobre la próxima victima, cada uno subrayado por un mensaje escrito con sangre en el escenario del crimen, que es al mismo tiempo una firma y una provocación «Yo mato»
Para Frank Ottobre, agente del FBI, y Nicolás Hulot, comisario de la Sürete monegasca, comienza la caza de un escurridizo fantasma que tiene aterrorizada a la opinión publica nunca hubo un asesino en serie en el principado de Monaco Ahora lo hay, y de su búsqueda nadie va a salir indemne Yo mato es un thriller pleno de acción e intriga, con un desarrollo narrativo tan maduro como absorbente Eso ha bastado -y ha sobrado- para situar a su autor entre los nombres mas importantes del genero y a su obra como un autentico fenómeno editorial

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– Ya, Paso. Y la luna llena vendrá pronto. Muy pronto…

El hombre se da la vuelta y se dirige a la puerta. En la otra habitación, la música ha terminado. Ahora hay un silencio que parece la natural continuación de esa música.

«¿Adonde vas, Vibo?»

– Regreso enseguida, Paso.

Se vuelve para mirar con una sonrisa el cuerpo tendido en ataúd de cristal.

– Antes debo hacer una llamada.

30

Estaban todos sentados en la sede de Radio Montecarlo, a la espera, como cada noche. La evolución del caso había provocado tal revuelo que se había triplicado el número de personas que habitualmente se hallaban en el edificio a esa hora.

Se les había sumado el inspector Gottet, con un par de hombres que habían instalado una red de ordenadores mucho más potentes que los que había en la radio. Con él había llegado también un joven de unos veinticinco años, de aire despierto, pelo corto, castaño con mechas rubias, y un piercing en el lado derecho de la nariz. Trabajaba con muchos disquetes y CD-ROM y movía los dedos a tanta velocidad sobre el teclado que a Frank, de pie detrás de él, le costaba seguirlo.

El joven se llamaba Alain Toulouse, pero en el mundo de los piratas informáticos le conocían con el seudónimo de «Pico». Cuando le presentaron a Frank, esbozó una sonrisita de listo y los ojos le brillaron con malicia.

– Del FBI, ¿eh? -dijo-. Entré ahí, una vez. No, más de una vez diría. Antes era fácil; ahora se ha vuelto mucho más complicado ¿Sabes si también a ellos los asesoran piratas?

Frank no supo responder, pero al joven ya no le interesaba la respuesta. Ya había vuelto a su trabajo.

Ahora tecleaba a la velocidad de la luz, al tiempo que explicaba qué iba haciendo.

– Antes que nada, instalaré un firewall para proteger el sistema. Si alguien intenta entrar, me daré cuenta. Por lo general solo se busca impedir el acceso a los ataques externos, pero en este caso se trata de descubrir el ataque sin que el intruso se dé cuenta. He insertado un programa creado por mí, que nos permitirá enganchar la señal y seguir hacia atrás el recorrido que ha hecho. También podría ser un «caballo de Troya»…

– ¿Qué significa «caballo de Troya»? -preguntó Frank.

– Es una forma de denominar a una comunicación enmascarada, que viaja escondida por otra, como algunos virus. Para ello estoy insertando también una defensa en esa parte, pues no querría que la señal que interceptemos, cuando la interceptemos…

Hizo una pausa para desenvolver un caramelo y ponérselo en la boca. Frank observó que Pico no tenía la menor duda de que podría interceptar la llamada; debía de tener mucha confianza. Por otra parte, esa actitud formaba parte de la filosofía de los piratas informáticos. Audacia e ironía, que los llevaba a ejecutar hazañas no exactamente criminales, sino que pretendían demostrar a sus víctimas su capacidad de burlar cualquier vigilancia, cualquier muro de protección. Por sus intenciones, personificaban una especie de modernos Robin Hood con ratón y teclado en lugar de arco y flechas.

Pico reanudó su exposición mientras masticaba vigorosamente el caramelo que se le pegaba a los dientes y al paladar.

– No querría que se introdujera un virus que se liberara cuando se intercepte la señal. Si pasara eso, perderíamos la señal y también la posibilidad de seguirla, junto con nuestro ordenador, por supuesto. Un virus así puede fundir el disco duro. Si este tío es capaz de hacer algo por el estilo, quiere decir que es endiabladamente inteligente y el virus no sería precisamente inofensivo…

Bikjalo, que hasta ese momento había guardado silencio, sentado a un escritorio colocado detrás de los ordenadores, hizo una pregunta:

– ¿Crees que algún colega tuyo podría jugarnos una broma durante la operación?

Frank le lanzó una mirada que el director no vio. Pico hizo girar la silla para mirarlo a la cara, incrédulo ante su abismal ignorancia del mundo telemático.

– Somos piratas informáticos, no delincuentes. Ninguno de nosotros haría nada parecido. Yo estoy aquí porque ese tío no se limita a entrar donde no debiera y firmar «Mierda» para demostrar su paso. Es alguien que mata, es un asesino. Ningún pirata digno de ese nombre haría nunca una cosa semejante.

Frank le apoyó una mano en el hombro, en un gesto de confianza y también de disculpa por las palabras de Bikjalo.

– Desde luego. Continúa. Me parece que en este campo no hay nadie que pueda enseñarte algo.

Se volvió hacia Bikjalo, que se había puesto de pie para colocarse al lado de ellos.

– Aquí no tenemos nada más que hacer. ¿Vamos a ver si ya ha llegado Jean-Loup?

Con gusto le habría pedido que se marchara y les permitiera trabajar tranquilamente. Ya tenían bastantes problemas para añadir uno más. Pero por diplomacia no podía. La atmósfera de colaboración en la radio era perfecta, y no quería estropearla de ninguna manera. Ya había demasiada tensión.

– Buena idea.

El director lanzó una última mirada perpleja al ordenador y a Pico, que ya se había olvidado de ellos y otra vez movía los dedos sobre el teclado, entusiasmado con aquel nuevo desafío. Dejaron el rincón de los ordenadores y llegaron al escritorio de Raquel justo cuando entraban Jean-Loup y Laurent.

Frank observó al locutor. Se le veía un poco mejor que por la mañana, pero seguía habiendo una sombra en sus ojos. Frank conocía esas sombras. Se necesitaría mucha luz y mucho sol, cuando aquel asunto terminara, para disiparlas.

– Hola, muchachos. ¿Estáis listos?

Laurent respondió por los dos:

– Si, el guión está listo. Lo difícil es pensar que la emisión debe seguir adelante de todos modos, que entre las llamadas normales están esas otras. ¿Cómo marchan las cosas por aquí?

La puerta de la entrada se abrió otra vez y la figura de Hulot permaneció un instante encuadrada en el vano como una foto desenfocada. Frank pensó que, desde su llegada a Montecarlo, parecía haber envejecido diez años.

– Ah, estáis aquí. Buenas noches a todos. Frank, ¿puedo hablarte un momento?

Jean-Loup, Laurent y Bikjalo se apartaron un poco para que Frank y el comisario pudieran hablar.

– ¿Qué pasa?

Los dos se acercaron a la pared opuesta, junto a los dos paneles de cristal que cubrían el tablero de las conexiones telefónicas, los empalmes con el satélite y las máquinas de conexión ISDN.

– Todo está en su lugar. La unidad de intervención está alerta En la comisaría de policía hay doce hombres en espera que pueden partir como un rayo a donde sea. Las calles están llenas de agentes de paisano: tíos con expresión inocente, hombres que pasean un perro, parejas con cochecitos de bebé y cosas así. Tenemos cubierta toda la ciudad. Si hace falta, pueden actuar en un instante. Eso, suponiendo que la víctima esté aquí, en Montecarlo. Si, en cambio, el señor Ninguno ha decidido ir a buscar a su víctima a quién sabe dónde, hemos alertado a todas las fuerzas de policía de la costa. Ahora solo nos queda ser más astutos que el asesino. Por lo demás, estamos en las manos de Dios.

Frank señaló a dos personas que entraban en aquel momento, acompañadas por Morelli.

– Y en las manos de Pierrot, a quien Dios ha tratado tan mal…

Pierrot y su madre llegaron hasta donde se hallaban ellos y se detuvieron. La mujer apretaba la mano del joven como si fuera su tabla de salvación. Parecía que, en lugar de ofrecer seguridad, la buscara en la figura inocente del hijo, que vivía aquella historia como una ocasión en la que podía participar en algo de lo que en general quedaba excluido.

Era él, solo él, Pierrot, el muchacho despierto, el que conocía la música que contenía el salón. Le había gustado mucho lo que había sucedido la vez anterior, cuando todos los mayores lo observaban con ansiedad, esperando que les dijera si el disco estaba o no estaba, para pedirle que partiera a buscarlo. Le gustaba estar allí todas las noches, en la radio, con Jean-Loup, mirándolo por el crista aguardando al hombre que hablaba con los diablos, en vez de quedarse en su casa y oír solo la voz que salía del estéreo.

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