Giorgio Faletti - Yo Mato

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Un locutor de Radio Montecarlo recibe una noche durante su programa una llamada telefónica asombrosa alguien revela que es un asesino El hecho se pasa por alto, como una broma de pésimo gusto, sin embargo, al día siguiente un famoso piloto de formula uno y su novia aparecen en su barco, muertos y horrendamente mutilados Se inicia así una serie de asesinatos, cada uno precedido de una llamada a Radio Montecarlo con una pista musical sobre la próxima victima, cada uno subrayado por un mensaje escrito con sangre en el escenario del crimen, que es al mismo tiempo una firma y una provocación «Yo mato»
Para Frank Ottobre, agente del FBI, y Nicolás Hulot, comisario de la Sürete monegasca, comienza la caza de un escurridizo fantasma que tiene aterrorizada a la opinión publica nunca hubo un asesino en serie en el principado de Monaco Ahora lo hay, y de su búsqueda nadie va a salir indemne Yo mato es un thriller pleno de acción e intriga, con un desarrollo narrativo tan maduro como absorbente Eso ha bastado -y ha sobrado- para situar a su autor entre los nombres mas importantes del genero y a su obra como un autentico fenómeno editorial

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– No lo sé, Frank. Espero que el informe de Cluny nos dé alguna pista. Yo me he roto la cabeza, pero no logro formular una hipótesis razonable.

– Debemos descubrirlo a cualquier precio. Si logramos saber por qué lo hace, estoy casi seguro de que al mismo tiempo sabremos también quién es y dónde encontrarlo.

La voz de Céline penetró en esa conversación llena de sombras más oscuras que la noche que, entretanto, había caído sobre ambos.

– ¡Eh, vosotros! Ya basta de pensar en el trabajo.

Dejó en medio de la mesa una fuente de comida humeante.

– Aquí tenéis: bouilhbaisse. Plato único pero abundante. Frank, si no te sirves por lo menos dos veces lo tomaré como una ofensa personal. Nicolás, ¿quieres ocuparte del vino, por favor?

Frank se dio cuenta de que tenía hambre. Ante la sopa de pescado de la señora Hulot, los insípidos bocadillos que habían comido en el despacho parecían un recuerdo lejano. Se sentó a la mesa Y desplegó la servilleta sobre las rodillas.

– Dicen que la comida es la verdadera cultura de los pueblos. ¡Si es así, tu bouillabaisse está declamando versos inmortales!

Céline rió, iluminando con la luz de su sonrisa su bello rostro moreno de mujer mediterránea. Las sutiles arrugas que le rodeaban los ojos, en vez de disminuirlo, aumentaban su encanto.

– Eres un adulador, Frank Ottobre. Pero es agradable oír esas cosas.

Hulot observaba a Frank por encima de las flores del centro de mesa. Sabía lo que llevaba dentro, y sabía que, a pesar de todo, por afecto hacia Céline y hacia él lograba de forma natural ser una de las personas más amables y corteses que conocía. Ignoraba qué era lo que Frank estaba buscando, pero deseó que lo encontrara deprisa, para que tuviera un poco de paz.

– Eres un muchacho de oro, Frank -dijo Céline, levantando su vaso para brindar por él-.Y tu esposa es una mujer con suerte. Lamento que no haya venido contigo esta vez, pero nos veremos la próxima. La llevaré de compras, ¡y que tiemble tu cuenta corriente!

Frank, sin pestañear siquiera, mantuvo la sonrisa. Solo una sombra pasó velozmente por sus ojos, pero se disolvió enseguida en el calor de la mesa. Levantó su vaso y respondió al brindis.

– Vale. Ya sé que no hablas en serio. Eres la mujer de un policía, y sabes que después del tercer par de zapatos corres el riesgo de que te acusen de irresponsable.

Céline rió de nuevo y el momento pasó. Una a una se habían encendido las luces de la costa, que en la noche marcaban la frontera entre la tierra y el mar. Los tres siguieron durante un rato saboreando la excelente comida y bebiendo buen vino, en un balcón suspendido en la oscuridad, donde una luz ambarina marcaba la frontera entre ellos y el vacío.

Eran dos hombres, dos centinelas montando guardia en un mundo en guerra donde la gente mataba y moría, a los que por unas horas una mujer en paz transportaba a un mundo amable en el que nadie podía morir.

23

Frank se detuvo en la plazoleta central de Eze, al lado de un cartel que prometía la llegada de un taxi. En la parada no se veía ningún vehículo. Miró a su alrededor. A pesar de ser casi medianoche, había mucho movimiento. Llegaba el verano y los turistas comenzaban a afluir a la costa, a la caza de vistas pintorescas que pudieran llevarse a casa esmeradamente registradas en un carrete de fotos.

Vio que una gran berlina oscura atravesaba despacio la plaza y se dirigía hacia él. El coche se detuvo a su altura. Se abrió la puerta del conductor y bajó un hombre. Era al menos un palmo más alto que Frank, de complexión robusta pero de movimientos ágiles. Tenía la cara cuadrada y el pelo castaño cortado al estilo militar. El hombre rodeó el coche y se detuvo ante él. Sin motivo aparente, Frank tuvo la impresión de que bajo la chaqueta de buen corte llevaba una pistola. No sabía quién era, pero de inmediato pensó que era un tío peligroso.

El hombre lo miró con unos inexpresivos ojos de color avellana. Frank calculó que debía de tener más o menos su edad, algunos años más, quizá.

– Buenas noches, señor Ottobre -dijo en inglés.

Frank no mostró sorpresa alguna. Una señal de respeto cruzó los ojos del hombre, pero enseguida se volvieron neutros.

– Buenas noches. Veo que ya sabe mi nombre.

– El mío es Ryan Mosse y soy estadounidense, como usted.

Frank le pareció reconocer el acento de Texas.

– Encantado.

La afirmación contenía una pregunta implícita. Con la mano, Mosse le indicó el automóvil.

– Si tiene usted la gentileza de aceptar dar un paseo por Montecarlo, en el coche hay una persona que quisiera hablarle.

Sin esperar la respuesta, fue a abrir la puerta posterior. Frank observó que en el interior había una persona. Vio unas piernas de hombre con pantalón oscuro, pero no le fue posible distinguir el rostro.

Frank miró a Mosse a los ojos. También él podía ser un tipo peligroso, y era mejor que el otro lo supiera.

– ¿Existe alguna razón particular por la que debería aceptar su invitación?

– La primera es que se evitaría una caminata de varios kilómetros hasta su casa, visto que los taxis son difíciles de encontrar a esta hora. La segunda es que la persona que querría hablar con usted es un general del ejército de Estados Unidos. La tercera, que esta conversación podría ayudarle a resolver un problema que le tiene a mal traer en este momento…

Sin mostrar la menor emoción, Frank dio un paso hacia la puerta abierta y subió al coche. El hombre sentado dentro era bastante mayor, pero parecía cortado por el mismo patrón. Su físico era más pesado, a causa de la edad, pero transmitía la misma sensación de fuerza que el otro. El pelo, completamente canoso, aunque todavía tupido, lucía el mismo corte militar. En la tenue luz del coche, Frank vio que le observaban un par de ojos azules que destacaban, extrañamente juveniles, en el rostro bronceado y arrugado. Le recordaron a los de Homer Woods, su jefe. Pensó que si ese hombre le hubiera dicho que era su hermano no se habría sorprendido en absoluto. Llevaba una camisa clara, abierta en el cuello, arremangada. En el asiento delantero, Frank vio una chaqueta del mismo color que los pantalones.

Fuera, Mosse cerró la puerta.

– Buenas noches, señor Ottobre. ¿Puedo llamarle Frank?

– Por ahora creo que bastará con «señor Ottobre», ¿ monsieur…? -Frank usó adrede esta palabra en francés.

El rostro del hombre se iluminó con una sonrisa.

– Veo que la información que me han dado sobre usted era correcta. Puedes arrancar, Ryan.

Mosse, mientras tanto, había vuelto al volante del coche. El automóvil se puso en marcha con suavidad, y el viejo volvió a dirigirse a Frank.

– Disculpe la grosería con la que lo hemos abordado. Me llamo Nathan Parker y soy general del ejército de Estados Unidos.

Frank estrechó la mano que le tendía. El apretón del hombre era decidido, pese a su edad. Frank imaginó que debía de hacer ejercicio diariamente para tener ese físico y esa fuerza. Guardó silencio, esperando.

– Y soy el padre de Arijane Parker.

Los ojos del general buscaron en los de Frank una muestra de sorpresa, sin encontrarla. Pareció satisfecho. Se apoyó en el respaldo del asiento y cruzó las piernas en el limitado espacio del vehículo.

– Adivinará usted por qué estoy aquí.

Apartó un instante la mirada, como si observara algo por la ventanilla. Fuera lo que fuese, quizá solo él lo veía.

– He venido a encerrar el cuerpo de mi hija en un ataúd y a llevarla de nuevo a Estados Unidos. El cuerpo de una mujer degollada como un animal en el matadero.

Nathan Parker se volvió otra vez hacia él. A la luz huidiza de los faros de los coches con que se cruzaban, Frank distinguió el centelleo de sus ojos. Se preguntó si los encendía la ira o el dolor.

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