– ¿Cómo has dicho que se llama el otro?
– Mosse, capitán Ryan Mosse.
– A ese no lo conozco. En todo caso me informaré y veré que logro encontrar. ¿Cómo lo hago para hacerte llegar el informe?
– Tengo una dirección privada de correo electrónico, aquí en Monaco. Te mando enseguida un mensaje para que la tengas. Sera mejor que no me mandes nada a la central de policía; es un asunto que prefiero mantener al margen de las investigaciones oficiales. Ya tenemos bastantes complicaciones. Esto quiero arreglarlo por mi cuenta.
– Está bien. Enseguida me pongo a trabajar.
– Te lo agradezco, Cooper.
– No tienes por qué. Para ti, lo que sea. Eh… ¿Frank?
– ¿Sí?
– Me alegro por ti.
Frank sabía muy bien a qué se refería su amigo. No quiso quitarle la ilusión.
– Lo sé, Cooper. Adiós.
– Suerte, Frank.
Cortó la comunicación y arrojó sobre la cama el teléfono inalámbrico. Se levantó y, desnudo como estaba, fue al cuarto de baño. Evitó mirar su reflejo en el espejo. Abrió el grifo de la ducha e hizo correr el agua. Entró en el receptáculo y se acurrucó en el suelo, sintiendo el golpe del agua fría en la cabeza y la espalda. Se estremeció y esperó el alivio del chorro que poco a poco se volvía tibio. Se irguió y comenzó a enjabonarse. Mientras el agua arrastraba la espuma, trató de abrir su mente. Intentó dejar de ser él mismo y transformarse en otro, alguien sin forma y sin rostro, al acecho en alguna parte.
Una idea comenzó a abrirse camino.
Si era verdad lo que sospechaba, la pobre Arijane Parker había sido en verdad una de las muchachas más desafortunadas de la tierra. Le invadió la amargura. Una muerte inútil, salvo en la mente retorcida del asesino.
Cerró el grifo y el chorro de agua cesó. Permaneció un instante goteando, mirando el agua que se iba en un pequeño remolino por el desagüe.
«Yo mato…»
Tres puntos suspensivos, tres muertos. Y no había terminado. En algún rincón de su cerebro había algo que trataba desesperadamente de salir a la luz, un detalle encerrado en una habitación oscura, que golpeaba con fuerza contra una puerta cerrada e intentaba hacerse oír.
Salió de la ducha y cogió el albornoz del perchero que había a su derecha. Repasó mentalmente sus conclusiones. No era una certeza, sino una hipótesis muy razonable, que restringía el campo de las investigaciones sobre las posibles víctimas. Todavía no sabían por que, no sabían cómo ni cuándo, pero por lo menos podían conjeturar quién.
Sí era así. No se equivocaba.
Salió del cuarto de baño y atravesó el dormitorio en penumbra. Se encontró en la sala iluminada por una puerta cristalera que daba a un balcón y se dirigió a la habitación que era el estudio del propietario del piso, donde había un ordenador. Se sentó al escritorio sacó la funda de protección y encendió el aparato. Se quedó un instante observando el teclado, y luego se conectó a internet. Afortunadamente, Ferrand, el dueño de la casa, no tenía nada que esconder, al menos en ese ordenador, y había dejado la contraseña en la memoria. Envió a Cooper un mensaje con la dirección de correo electrónico a la que debía mandarle la información que necesitaba. Apagó el aparato y fue a vestirse, aún sumido en sus pensamientos, estudiándolos desde nuevas perspectivas para ver si hacían agua en alguna parte. En ese momento sonó el teléfono.
– ¿Diga?
– Frank, habla Nicolás.
– Justamente iba a llamarte. Se me ha ocurrido una idea; no es gran cosa, pero podría ser un punto de partida.
– ¿Qué?
– Creo haber comprendido el objetivo de nuestro hombre.
– ¿Es decir?
– Lo que le interesa son los hombres. Jochen Welder y Alien Yoshida. Ellos eran sus verdaderas víctimas.
– ¿Y dónde encaja Arijane Parker, entonces?
– La pobre ha servido solo como conejillo de Indias. Era la primera vez que ese maniático desollaba a alguien, y quería tener con quien practicar antes de dedicarse al verdadero trabajo, es decir, la cabeza de Jochen Welder.
El silencio del otro lado indicaba que Hulot estaba pensando. Poco después hizo oír su voz otra vez.
– Si es así y excluimos a las mujeres el círculo de las posibles víctimas se restringiría bastante…
– Exacto, Nicolás. Hombres de alrededor de los treinta, treinta y cinco años, famosos y de buen aspecto. No es gran cosa, pero me parece un avance. No hay miles de personas que respondan a esa descripción.
– Es una hipótesis que vale la pena tener en cuenta.
– También porque por el momento no tenemos otra mejor… ¿por qué me llamabas?
– Frank, estamos hasta el cuello. ¿Has leído los periódicos?
– No.
– No hay un solo periódico en toda Europa que no dedique la primera página a este asunto. Llegan periodistas de televisión de todas partes. Roncaille y Durand están oficialmente en pie de guerra. Deben de haber soportado presiones espantosas, desde el ministro del Interior hasta el propio príncipe.
– Me imagino. Alien Yoshida no era un cualquiera.
– Y que lo digas. Roncaille me ha dicho que ha intervenido el cónsul de Estados Unidos en Marsella, como portavoz de vuestro gobierno. Si no obtenemos algo, temo que mi cabeza corra serio peligro. Y tenemos otro problema…
– ¿Cuál?
– Jean-Loup Verdier. Está derrumbándose. Una multitud de periodistas prácticamente se ha instalado frente a su casa. Lo mismo en la radio. Bikjalo está contentísimo, porque el programa tiene una audiencia digna de la Fórmula Uno. Jean-Loup, en cambio, está asustado y quiere suspender el programa.
– ¡Por Dios, no puede hacer eso! Es nuestro único contacto con el asesino.
– Eso lo sabemos nosotros, pero ¡ve a explicárselo tú! He intentado ponerme en su pellejo, y no puedo evitar darle la razón. No podemos perderle. Si ese loco se queda sin interlocutor, tal vez decida suspender las llamadas. No dejará de matar, pero ya no tendremos el menor indicio. Y si encuentra a otro, tal vez en otra radio o quién sabe dónde, pasará un tiempo antes de que logremos reorganizar la vigilancia. Y eso significará más muertos.
Debemos hablarle, Frank. Y quisiera que lo hicieras tú.
– ¿Por qué?
– Porque tú tienes sobre él más influencia de la que tengo yo. Es solo una sensación, pero «FBI» causa más efecto que «Süreté publique)›
– Está bien. Me visto y voy para allá.
– Te mando un coche. Nos vemos en casa de Jean-Loup.
– Vale.
Mientras decía las últimas palabras, Frank ya se dirigía al dormitorio. Escogió al azar una camisa y un par de pantalones, se puso los calcetines y los zapatos y una chaqueta sin forro, de tela ligera Sin mirar, se guardó en los bolsillos lo que había sacado la noche anterior, mientras pensaba cómo plantear el asunto a Jean-Loup Verdier. Se estaba derrumbando, y era comprensible. Debían encontrar la manera de convencer a ese muchacho. Se dio cuenta de que pensaba en Jean-Loup como «ese muchacho», aunque probablemente tenía pocos años menos que él.
Frank se sentía mucho más viejo. Ciertamente si se es policía se envejece mucho más pronto. Quizá algunos ya nacen viejos y lo descubren en el contacto con otra gente que sigue más uniformemente el hilo del tiempo. Si así era, acaso para Jean-Loup Verdier ese hilo se había cortado de golpe.
Salió al pasillo y llamó el ascensor. Mientras lo esperaba cerró con llave la puerta del piso. Las puertas se abrieron sin ruido a su espalda, lanzando un haz de luz más viva en la claridad mortecina del pasillo.
Subió y pulsó el botón de planta baja. Iban a atraparle, de esto estaba seguro. Antes o después cometería un error y le cogerían. El problema era cuántas víctimas habría hasta que llegara ese momento.
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