Giorgio Faletti - Yo Mato

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Un locutor de Radio Montecarlo recibe una noche durante su programa una llamada telefónica asombrosa alguien revela que es un asesino El hecho se pasa por alto, como una broma de pésimo gusto, sin embargo, al día siguiente un famoso piloto de formula uno y su novia aparecen en su barco, muertos y horrendamente mutilados Se inicia así una serie de asesinatos, cada uno precedido de una llamada a Radio Montecarlo con una pista musical sobre la próxima victima, cada uno subrayado por un mensaje escrito con sangre en el escenario del crimen, que es al mismo tiempo una firma y una provocación «Yo mato»
Para Frank Ottobre, agente del FBI, y Nicolás Hulot, comisario de la Sürete monegasca, comienza la caza de un escurridizo fantasma que tiene aterrorizada a la opinión publica nunca hubo un asesino en serie en el principado de Monaco Ahora lo hay, y de su búsqueda nadie va a salir indemne Yo mato es un thriller pleno de acción e intriga, con un desarrollo narrativo tan maduro como absorbente Eso ha bastado -y ha sobrado- para situar a su autor entre los nombres mas importantes del genero y a su obra como un autentico fenómeno editorial

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La voz es impaciente y temerosa a la vez.

«¿Cómo me queda, Vibo? ¿Me dejas ver?»

El hombre se aleja un paso y contempla, inseguro, el resultado de su trabajo.

– Espera. Espera solo un instante. Falta algo…

El hombre se acerca a la mesa de noche, abre el cajón y retira un peine y un pequeño espejo. Regresa junto al muerto con la ansiedad de un pintor que vuelve a un cuadro incompleto, al que solo falta una última y definitiva pincelada de color para convertirse en una obra maestra.

Con el peine arregla la cabellera de la máscara, ya opaca, sin brillo como para darle un toque de la vida que ya no tiene. El hombre es padre y madre en este momento. Es la abnegación sin tiempo y sin límite. En sus gestos hay una ternura y un afecto infinitos, como si albergara dentro de sí vida y calor suficientes para los dos, como si la sangre de sus venas y el aire de sus pulmones alcanzaran para él y el cuerpo sin memoria que está tendido en el ataúd de cristal.

Levanta el espejo ante el rostro del muerto, con expresión de triunfo.

– ¡Listo!

Un instante de silencio, de estupefacción. La guitarra deshilachada de Jimi Hendrix evoca el campo de batalla recorrido por el silencio de la muerte. Evoca las heridas de todas las guerras y la búsqueda de sentido de todos los que han muerto por valores sin valor.

Una lágrima de emoción cae del rostro del hombre sobre el rostro del cadáver cubierto por la máscara. Parece una lágrima de alegría del muerto.

«Vibo, ahora también yo soy guapo. Tengo cara, como todos los demás.»

Sí. Paso, eres verdaderamente guapo, mucho más que todos los demás.

«No sé cómo agradecértelo, Vibo. No sé qué habría hecho sin ti. Primero…»

Hay emoción en la voz. Hay gratitud y añoranza. Hay el mismo afecto y la misma abnegación que en los ojos del hombre.

«Primero me has liberado de mi mal y ahora me has regalado… me has regalado esto, un rostro nuevo, un rostro guapísimo. ¿Cómo podré recompensarte?»

No debes ni siquiera decirlo, ¿entendido? No debes decirlo jamás. Lo he hecho por ti, por nosotros, porque los demás están en deuda con nosotros y deben restituirnos todo lo que nos han robado. Haré lo que sea para resarcirte por lo que te han hecho, te lo prometo…

Como si quisiera subrayar toda la amenaza contenida en esta promesa, la música se transforma de golpe en la energía arrasadora de «Purple Haze»; la mano de Hendrix atormenta las cuerdas de metal en su carrera ruidosa hacia la libertad y la aniquilación.

El hombre baja la tapa, que se cierra sin ruido sobre la guía de goma. Se acerca al compresor apoyado en el suelo y pulsa el botón. Con un zumbido la máquina se pone en marcha y comienza a aspirar el aire del interior del ataúd. Por efecto del vacío, la máscara se adhiere aún mejor al rostro del muerto y provoca una leve arruga a un lado, que da al cadáver la expresión de una sonrisa satisfecha.

El hombre se dirige hacia la cama, se quita la camiseta negra que lleva y la arroja sobre una banqueta apoyada contra la estructura de hierro de la cama. Continúa desvistiéndose hasta quedar desnudo. Desliza el cuerpo atlético entre las sábanas, apoya la cabeza en la almohada y permanece tendido boca arriba mirando el techo, en la misma posición que el cuerpo tendido en el ataúd iluminado.

Apaga la luz. De la otra habitación llega solo la claridad atenuada de los LED rojos y verdes de los aparatos electrónicos, furtivos como ojos de gato en un cementerio.

La música ha terminado.

En el silencio sepulcral, el hombre vivo se hunde en un sueño sin sueños, como el de los muertos.

22

Frank y Hulot llegaron a la plaza central de Eze Village, tras dejar atrás la fábrica de perfumes Fragonard. Frank recordó con el corazón compungido que Harriet había comprado algunos frascos de esencias en el viaje que realizaron ambos a Europa. Volvió a ver su cuerpo delgado y pleno bajo la tela del ligero vestido de verano mientras tendía la muñeca para recibir las gotas de agua de Colonia de muestra. Volvió a verla frotándose esa parte con la mano y esperar que el líquido se evaporara, antes de sentir, casi con sorpresa, el aroma combinado de la piel con el perfume.

Era uno de esos perfumes el que llevaba el día que…

– ¿Estás aquí, o debo ir a buscarte?

La voz de Nicolás apagó de golpe las imágenes que Frank tenía ante los ojos. Se dio cuenta de que estaba completamente abstraído.

– No, estoy aquí. Solo un poco cansado.

En realidad, el más cansado de los dos era Nicolás. Tenía los ojos inflamados y enrojecidos del que ha pasado una noche de insomnio y tiene la imperiosa necesidad de una ducha tibia y una cama fresca, en ese orden. Frank había subido al Pare Saint-Román y había dormido algunas horas por la tarde, pero él se había quedado en el despacho para terminar todo el trabajo burocrático que la investigación policial conlleva. Cuando lo dejó en la central, Frank había pensado que el día en que los policías ya no estuvieran obligados a perder la mitad de su tiempo rellenando papeles se salvarían a la vez las selvas amazónicas y muchas posibles víctimas de criminales.

Ahora iban a cenar a casa de Hulot y su mujer, Céline. Dejaron atrás el aparcamiento, los restaurantes y las tiendas de souvenirs , doblaron a la izquierda y cogieron la calle que llevaba a la parte más alta de la zona. Un poco más abajo de la iglesia que domina Eze se alzaba la casa de Nicolás Hulot; era un chalet de revoque claro y tejados oscuros, construido en equilibrio sobre el valle. Frank se había preguntado muchas veces de qué recursos habría echado mano el arquitecto para impedir que la fuerza de gravedad lo hiciera rodar cuesta abajo.

Aparcaron el Peugeot y Frank siguió a Nicolás mientras abría la puerta. Entraron en la casa. Frank se quedó de pie en el recibidor, mirando alrededor. Nicolás cerró la puerta a sus espaldas.

– Céline, hemos llegado.

La cabeza morena de la señora Hulot asomó por la puerta de la cocina, al final del pasillo.

– Hola, querido. Hola, Frank. Sigues tan guapo como siempre, por lo que veo. ¿Cómo estás?

– Hecho polvo. Lo único que puede reanimarme es tu cocina. Y a juzgar por el aroma, me parece que hay grandes probabilidades de curación.

La señora Hulot esbozó una sonrisa que iluminó su rostro bronceado. Salió de la cocina secándose las manos con un trapo.

– Ya está casi listo. Nic, ofrécele a Frank algo para beber mientras esperáis. Estoy un poco retrasada. He perdido mucho tiempo ordenando la habitación de Stephane. Le he dicho mil veces que trate de ser un poco más ordenado, pero no hace caso. Cuando sale siempre deja su cuarto hecho un desastre.

Volvió a la cocina con un revoloteo de faldas. Frank y Nicolás se miraron. En los ojos del comisario apareció la sombra de una pena que no terminaría jamás.

Stéphane, el hijo veinteañero de Céline y Nicolás Hulot, había muerto unos años atrás, a consecuencia de un accidente automovilístico, tras un largo coma. La mente de Céline se había negado a aceptar su muerte. Seguía siendo la mujer de siempre, dulce, inteligente y graciosa, sin que su personalidad se hubiera alterado en nada. Simplemente se comportaba como si Stéphane anduviera a diario por la casa, en vez de ser una foto y un nombre en la lápida de un cementerio. Tras visitarla algunas veces, los médicos consultados habían aconsejado a Hulot que siguiera el inofensivo juego de su esposa; creían que, en definitiva, aquello la protegía de daños psíquicos más graves.

Frank, que conocía el problema de Céline Hulot, se había adaptado a la situación desde su primer viaje a Europa. Lo mismo hizo Harriet cuando ambos estuvieron de vacaciones en la Costa Azul.

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