Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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Puse el Ford en marcha. Willard abandonó el aparcamiento y giró hacia mí. Me agaché y lo dejé pasar. Luego esperé un momento, hice el cambio de sentido y fui tras él. Era fácil seguirle. Con la ventanilla bajada podría haberme guiado sólo por el sonido. Willard conducía bastante despacio, como en un desfile, casi por el centro de la carretera. Yo me quedé bastante atrás y dejé que apareciera en sus retrovisores el tráfico normal. Se dirigió al este, hacia las zonas residenciales de D.C. Supuse que tendría algo alquilado en Arlington o Maclean de su época en el Pentágono. Esperé que no fuera un apartamento. Probablemente sería una casa, con un garaje para el potente coche. Y eso sería bueno, pues una casa era más fácil.

Era una casa. Estaba en una zona urbanizada al norte de Arlington. Muchos árboles, la mayoría pelados, algunos de hoja perenne. Las parcelas eran irregulares. Los caminos de entrada, largos y curvos. Los jardines se veían descuidados. La calle debía de haber tenido un letrero que rezara: «Sólo funcionarios del gobierno de renta media solteros o divorciados.» Era un lugar así. No exactamente idílico, pero mejor que un área suburbana bien arreglada con jardines delanteros contiguos llenos de niños berreando y madres ansiosas.

Seguí conduciendo y aparqué a un kilómetro. Aguardé a que oscureciera.

Esperé hasta las siete. Salí y eché a andar. Había niebla y nubes bajas. Ni estrellas ni luna. Yo llevaba uniforme de campaña para zona boscosa. El Pentágono me había convertido casi en invisible. Supuse que a esa hora el lugar aún estaría bastante vacío. Supuse que un montón de funcionarios de renta media tendrían la ambición de llegar a funcionarios de renta alta, por lo que seguirían sentados a sus escritorios intentando impresionar a quienquiera que debieran impresionar. Tomé la calle que corría paralela a la de Willard y vi dos patios descuidados uno al lado de otro. En ninguna de las dos casas había luz. Tomé el primer camino de entrada, rodeé la casa y fui directamente al patio de atrás. Me detuve. No ladró ningún perro. Luego caminé a lo largo de la valla limítrofe hasta que vi el patio trasero de Willard. Estaba lleno de hierba arrancada y amontonada. En el centro se apreciaba una parrilla de barbacoa oxidada y abandonada. En términos militares, el sitio no estaba cuadrado, sino hecho un revoltijo.

Forcé una estaca de la cerca y así pude pasar. Crucé el patio y bordeé el garaje hasta la puerta principal. En el porche no había luz. Desde la calle la vista era regular. No perfecta, pero tampoco mala del todo. Llamé al timbre. Percibí ruido dentro, una breve pausa y luego pasos. Retrocedí. Willard abrió la puerta sin vacilación alguna. Quizás estaba esperando comida china. O una pizza.

Le di un puñetazo en el pecho para echarlo hacia atrás. Entré tras él y cerré la puerta de un taconazo. Era una casa deprimente. El ambiente estaba cargado. Willard se había quedado agarrado al poste de la escalera, respirando de forma entrecortada. Le aticé en la cara y lo derribé. Se levantó sobre las manos y las rodillas y le propiné una patada en el culo. Le seguí dando hasta que él entendió la indirecta y empezó a arrastrarse hacia la cocina todo lo deprisa que pudo. Llegó, se dio la vuelta y acabó sentado en el suelo con la espalda apretada contra un armario. Su rostro reflejaba miedo, desde luego, pero también perplejidad, como si no pudiera creer que yo estuviera haciendo eso, como si pensara: «¿Pertenece esto al ámbito de las acusaciones de indisciplina?» Su esquema burocrático no era capaz de asimilarlo.

– ¿Ha sabido algo de Vassell y Coomer? -le pregunté.

Asintió, rápido y asustado.

– ¿Recuerda a la teniente Summer? -inquirí.

Asintió nuevamente.

– Ella me hizo notar algo -dije-. En cierto modo algo obvio. Dijo que si yo no le hubiera ignorado a usted, ellos se habrían salido con la suya.

Willard me miraba fijamente.

– Y eso me hizo pensar -dije-. ¿Qué es lo que ignoré exactamente?

Él no dijo nada.

– Le juzgué mal y le pido disculpas -proseguí-. Porque creí que estaba ignorando a un gilipollas arribista y entrometido. Pensé que estaba desobedeciendo a un gerente empresarial idiota, nervioso, remilgado y sabelotodo. Pero no era eso. Yo estaba haciendo caso omiso de algo muy distinto.

Willard me miraba de hito en hito.

– Usted no se sintió violento por lo de Kramer -añadí-. A usted le daba igual que yo hostigara a Vassell y Coomer. Usted no hablaba en nombre del ejército cuando quiso que lo de Carbone se informara como un accidente. Usted estaba haciendo el trabajo que le habían encomendado. Alguien quería que se encubrieran tres homicidios, y le pusieron aquí para hacerlo en su nombre. Usted tomó parte en un encubrimiento premeditado, Willard. Eso es lo que hizo. Y eso es lo que yo pasé por alto. Porque, vamos, ¿qué demonios estaba haciendo usted, si no, al ordenarme que no investigara un homicidio? Era un encubrimiento, y estaba planeado, organizado y decidido con mucha antelación. Se decidió el día dos de enero, cuando Garber fue trasladado y llegó usted. Le pusieron ahí para que lo que ellos pretendían hacer el día cuatro estuviera bajo control. No había otro motivo.

Siguió callado.

– Creí que ellos querían ahí a un incompetente para que las cosas siguieran su curso natural. Pero querían algo más que eso. Pusieron ahí a un amigo.

No replicó.

– Debería usted haberse negado -proseguí-. Si lo hubiera hecho no se habrían salido con la suya, y Carbone y Brubaker estarían vivos.

No dijo nada.

– Usted les mató, Willard. Tanto como ellos.

Me puse en cuclillas a su lado. Él se apretó más contra el armario. Tenía pintada la derrota en los ojos. No obstante, hizo un último intento.

– No puede demostrar nada -soltó.

Ahora fui yo quien no dijo nada.

– Tal vez fue sólo incompetencia -agregó-. ¿Ha pensado en ello? ¿Cómo va a demostrar la intención?

Seguí callado. Él endureció la mirada.

– No está tratando usted con idiotas -dijo-. No hay pruebas en ninguna parte.

Saqué del bolsillo la Beretta de Franz, la que había traído del Mojave. No la había perdido. Había hecho todo el camino conmigo desde California. Por eso en aquella ocasión facturé el equipaje. No permiten llevar armas en la cabina, a no ser que tengas autorización escrita.

– Esta pipa figura en una lista como destruida -expliqué-. Oficialmente ya no existe.

Él la miró fijamente.

– No sea tonto -dijo-. No puede demostrar nada.

– Usted tampoco está tratando con ningún idiota -solté.

– No lo entiende. Era una orden. Desde arriba. Estamos en el ejército. Obedecemos órdenes.

Negué con la cabeza.

– Esta excusa jamás le sirvió a ningún soldado en ninguna parte.

– Era una orden -repitió.

– ¿De quién?

Cerró los ojos y meneó la cabeza.

– Da igual -señalé-. Sé perfectamente quién fue. Y sé que no puedo llegar hasta él. Estando donde está, no. Pero sí puedo llegar hasta usted. Usted puede ser mi mensajero.

Abrió los ojos.

– No hará eso -dijo.

– ¿Por qué no se negó?

– No podía. Era el momento de escoger equipo. ¿No lo entiende? Todos tendremos que hacerlo.

Asentí.

– Supongo que ya lo estamos haciendo.

– Sea listo -dijo-. Por favor.

– Pensaba que usted era una manzana podrida -observé-. Pero veo que todo el cesto está estropeado. Las que menos abundan son las manzanas buenas.

Me miró con los ojos abiertos de par en par.

– Me han arruinado la vida -dije-. Usted y sus malditos amigos.

– ¿Arruinado? ¿En qué sentido?

– En todos los sentidos.

Me puse en pie. Retrocedí. Quité el seguro de la Beretta.

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