Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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– ¿Quién es Wavell? -preguntó Summer.

– Un antiguo mariscal de campo británico -contesté-. De la Segunda Guerra Mundial. Después fue virrey de la India. En la Gran Guerra había perdido un ojo.

Bajo la cita de Wavell había otra nota a lápiz con una caligrafía distinta. Seguramente de Coomer. Decía: «¿Voluntarios? ¿Yo? ¿Marshall?» Esas tres palabras estaban rodeadas por un círculo y conectadas mediante un trazo largo con el encabezamiento: «L.M.A., La Milla Adicional.»

– ¿De qué va todo esto? -preguntó Summer.

– Lee -dije.

Debajo de la cita de Sun Tzu había una lista de dieciocho nombres. Yo conocía a la mayoría. Eran comandantes de batallones clave de divisiones de Infantería de prestigio, como la 82 y la 101, así como importantes miembros del Estado Mayor del Pentágono y otros oficiales. Se apreciaba una curiosa mezcla de rangos y edades. En realidad no había oficiales jóvenes, si bien la lista no se limitaba a personas mayores. También incluía algunos valores en alza. Algunas opciones obvias, algunos inconformistas poco convencionales. Ciertos nombres no me decían nada. Correspondían a personas de las que no había oído hablar jamás. Por ejemplo, había un tipo llamado Abelson. Yo no sabía quién era Abelson. Era el único nombre que tenía una señal a lápiz.

– ¿Para qué es la señal? -preguntó Summer.

Llamé a mi sargento.

– ¿Ha oído hablar de un tal Abelson? -le pregunté.

– No.

– Averigüe quién es -dije-. Será de coronel para arriba.

Volví a la lista. Aun siendo corta no costaba interpretar su significado. Era una lista de dieciocho huesos clave de un enorme esqueleto en evolución. O dieciocho nervios clave de un sistema neurológico complejo. Si se les excluía, cierta parte del ejército resultaría perjudicada. Hoy, seguro, pero lo más importante es que también mañana. Debido a los valores en alza, a causa de la evolución detenida. Y por lo que yo sabía de aquellos cuyos nombres reconocía, la parte del ejército que saldría perjudicada era exclusivamente la que comprendía unidades ligeras. Más concretamente, las unidades ligeras que miraban hacia el siglo xxi y no las que miraban hacia el xix. En un ejército de un millón de hombres, dieciocho no parecía un número elevado. No obstante, era una muestra seleccionada con cuidado. Se habían llevado a cabo análisis profundos, se habían elegido objetivos precisos. Los que movían los hilos, los pensadores y los estrategas. Los valores consagrados. Si uno quería una lista de dieciocho militares cuya presencia o ausencia tuviera que marcar la diferencia en el futuro, ahí estaba, toda mecanografiada y tabulada.

Sonó el teléfono. Conecté el altavoz y oímos la voz de la sargento.

– Abelson era el tipo de los helicópteros Apache -dijo-. Los helicópteros de combate, los que hacen ese tamborileo tan particular.

– ¿Era? -dije.

– Murió el día antes de Nochevieja. En Heidelberg, Alemania. Atropellado por un coche que se dio a la fuga.

Colgué.

– Ahora que lo pienso, Swan lo mencionó de pasada -dije.

– La señal -dijo Summer.

Asentí.

– Uno fuera, diecisiete me quedan.

– ¿Qué significa L.M.A.?

– Es viejo argot de la CIA -expliqué-. Significa acabar con los prejuicios extremos.

Summer arrugó el entrecejo.

– Asesinar, vamos -precisé.

Nos quedamos callados un rato. Miré otra vez las ridículas citas. «El enemigo. Cuando se tiene la espalda contra la pared. La prueba suprema del coraje de un jefe. El test más seguro de su fuerza de voluntad.» Intenté imaginar qué clase de disparatada y egocéntrica calentura podía impulsarles a añadir citas tan ampulosas a una lista de hombres que querían asesinar para conservar sus empleos y su prestigio. Ni siquiera podía empezar a entenderlo. Así que me di por vencido y reuní otra vez las cuatro hojas mecanografiadas y volví a meter las grapas en sus agujeros originales. Cogí un sobre del cajón y las metí dentro.

– Ha estado por ahí desde el día uno -observé-. Y el día cuatro ellos creían que había desaparecido para siempre. No se hallaba en el maletín ni en el cadáver de Brubaker. Por eso estaban resignados. Hace una semana abandonaron. En la búsqueda habían matado a tres personas y no lo habían encontrado. De modo que estaban simplemente allí sentados, sin dudar de que tarde o temprano aparecería y les mordería el culo.

Deslicé el sobre sobre la mesa.

– Utilízalo -dije-. Utilízalo en D.C. Utilízalo para clavar su piel en la maldita pared.

Ya eran las cuatro de la madrugada, y Summer salió inmediatamente para el Pentágono. Me acosté y dormí cuatro horas. Me desperté a las ocho. Me quedaba una cosa por hacer, y no me cabía duda de que también a mí iban a hacerme una cosa que seguía pendiente.

25

Llegué a mi oficina a las nueve de la mañana. La sargento del niño pequeño ya se había marchado. La había sustituido el cabo de Luisiana.

– Han venido a verle los del Cuerpo de Auditores -dijo. Señaló con el pulgar la puerta-. Les he dejado pasar directamente.

Asentí. Miré por si había café hecho. No había. «Empezamos mal». Abrí la puerta y entré. Dos tíos, uno sentado en una silla para visitas, el otro sentado a mi mesa. Ambos de uniforme clase A. Los dos lucían en las solapas distintivos del Cuerpo de Auditores. Una guirnalda cruzada por un sable y una flecha. El de la silla era capitán. El de mi mesa, teniente coronel.

– ¿Dónde me siento? -dije.

– Donde quiera -dijo el teniente coronel.

No repliqué.

– He visto los télex mandados desde Irwin -prosiguió-. Mi sincera enhorabuena, comandante. Ha hecho usted un trabajo excepcional.

No dije nada.

– Y he oído algo del orden del día de Kramer -añadió-. Acabo de recibir una llamada de la oficina del jefe del Estado Mayor. Esto es un resultado aún mejor. Justifica por sí mismo la operación Argón.

– No han venido ustedes a hablar del caso -dije.

– No -dijo-, en efecto. Este tema se está tratando en el Pentágono, con su teniente.

Cogí otra silla de visitas y la coloqué contra la pared, bajo el mapa. Me senté, alcé la mano por encima de la cabeza y empecé a juguetear con las chinchetas. El teniente coronel se inclinó hacia delante y me miró. Esperaba, como si quisiera que hablara primero yo.

– ¿Piensa pasárselo bien con esto? -pregunté.

– Es mi trabajo -dijo.

– ¿Le gusta su trabajo?

– No siempre -repuso.

No comenté nada.

– Este caso es una ola en la playa -agregó-. Como una enorme ola que barre la arena y luego retrocede sin dejar ni rastro.

Seguí callado.

– Salvo que ésta sí ha dejado algo -prosiguió-. Un enorme y feo desecho en la orilla al que hemos de poner remedio.

Aguardó a que yo hablara. Pensé en seguir callado como un muerto. En obligarle a hacer todo el gasto. Pero finalmente me encogí de hombros y me di por vencido.

– Una denuncia por brutalidad -dije.

Asintió.

– El coronel Willard nos lo notificó. Es una situación embarazosa. Si bien puede entenderse que el uso no autorizado de bonos de viaje guarda relación con la investigación, no sucede lo mismo con la denuncia. Porque los dos civiles agredidos no tienen relación alguna con el asunto.

– Me informaron mal -dije.

– Me temo que eso no cambia los hechos.

– Su testigo está muerto.

– Dejó firmada una declaración jurada. Eso vale para siempre. Es como si estuviera declarando en la sala del tribunal.

No hablé.

– Todo se reduce a una simple cuestión de hecho -explicó el teniente coronel-. A una respuesta sencilla: sí o no. ¿Hizo usted lo que afirmaba Carbone en la denuncia?

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