Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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– ¿Ahora adónde? -preguntó Summer.

– Al cuartel Delta -dije.

Condujo hasta la puerta de la antigua cárcel y el centinela nos franqueó el paso. Dejamos el coche en el aparcamiento principal. Vi en la oscuridad el Corvette rojo de Trifonov. Solo, cerca de la pared de la manguera de agua. Parecía reluciente.

– ¿A qué venimos aquí? -inquirió Summer.

– Tenemos un caso endeble. Insististe en ello y tenías razón. Es muy endeble. Los análisis forenses en el coche del Estado Mayor fueron de cierta ayuda, pero en realidad nunca transcendimos lo puramente circunstancial. De hecho, no podemos colocar a Vassell y Coomer en ninguna escena del crimen, al menos no de una forma inapelable. No podemos demostrar que Marshall haya tocado siquiera la barra de hierro. No podemos demostrar que no se comiera el yogur a modo de tentempié. Y desde luego no podemos demostrar que Vassell y Coomer le ordenaran que hiciera nada. En último caso podrían declarar que Marshall iba por libre.

– ¿Por tanto?

– Fuimos y detuvimos a dos oficiales de alto rango que están doblemente protegidos de una acusación endeble y circunstancial. ¿Qué debería haber sucedido?

– Pues tenían que haberse resistido.

Asentí.

– Tendrían que haberlo tomado a broma. Deberían haberse reído, o mostrado ofendidos. Tenían que haber proferido amenazas y soltado bravatas. Deberían habernos echado. Pero no hicieron nada de eso. Se limitaron a seguir sentados mansamente. Y su silencio era como una declaración de culpabilidad. Ésta fue mi impresión. Así lo entendí yo.

– También yo -señaló Summer.

– Entonces ¿por qué no nos plantaron cara?

Ella se quedó un rato callada.

– ¿Remordimientos de conciencia? -sugirió.

Meneé la cabeza.

– No me vengas con ésas.

Summer se quedó callada otro rato.

– Mierda -soltó-. Tal vez están simplemente esperando. Quizá van a desmontar la acusación delante de todo el mundo. Mañana, en D.C., con sus abogados. Para hundirnos. Para ponernos en nuestro sitio. A lo mejor es una venganza.

Negué nuevamente con la cabeza.

– ¿De qué les acusé?

– De conspiración para cometer homicidio.

Asentí.

– Creo que no me entendieron bien.

– Era inglés corriente.

– Entendieron las palabras, pero no el contexto. Yo hablaba de una cosa y ellos creyeron que hablaba de otra. Pensaron que me refería a algo totalmente distinto. Se declararon culpables de la conspiración equivocada, Summer. Se declararon culpables de algo que saben que puede demostrarse más allá de toda duda fundada.

Summer guardó silencio.

– El orden del día -proseguí-. Sigue por ahí, ellos no llegaron a recuperarlo. Carbone los traicionó. Ellos abrieron el maletín en la I-95 y el orden del día no estaba. Había desaparecido.

– Entonces ¿dónde está?

– Te lo enseñaré -dije-. Por eso hemos regresado. Así podrás utilizarlo mañana en D.C. Para que apuntale las demás cosas en que somos endebles.

Salimos del coche. Cruzamos hasta la puerta del alojamiento. Entramos. Yo podía oír el sonido de los hombres durmiendo, oler el aire rancio de los dormitorios. Recorrimos pasillos y doblamos esquinas hasta llegar al dormitorio de Carbone. Entramos y encendimos la luz. Estaba vacío y no habían tocado nada. Nos acercamos a la cama. Alargué la mano hasta el estante. Pasé los dedos por los lomos de los libros. Saqué el recuerdo de los Rolling Stones. Lo sostuve en alto y lo agité.

Cayó sobre la cama un orden del día de cuatro páginas.

Lo miramos fijamente.

– Brubaker le dijo que lo escondiera -precisé.

Lo cogí y se lo di a Summer. Apagué la luz y salimos al pasillo. Nos encontramos frente a frente con el joven sargento de la barba. Iba en camiseta y calzoncillos. Y descalzo. Por el olor que desprendía, unas cuatro horas antes había estado bebiendo cerveza.

– Vaya, vaya -dijo-. Mira a quién tenemos aquí.

No dije nada.

– Me han despertado con tanto hablar -dijo-. Y con tanto encender y apagar la luz.

Seguí callado. El sargento echó un vistazo a la celda de Carbone.

– ¿Nueva visita a la escena del crimen?

– No fue aquí donde murió.

– Ya sabe a qué me refiero.

Entonces sonrió y vi que apretaba los puños. Le lancé hacia la pared con el antebrazo izquierdo. Dio con la cabeza en el hormigón y sus ojos se volvieron vidriosos por un instante. Mantuve el brazo con fuerza y horizontal contra su pecho. Apuntalé el codo en su bíceps derecho y con la mano le aferré el izquierdo. Lo tenía inmovilizado contra la pared. Me eché sobre él con todo mi peso. Seguí apretando hasta que el tipo empezó a respirar con dificultad.

– Hazme un favor -dije-. Esta semana lee el periódico cada día.

Acto seguido rebusqué en mi bolsillo con la mano libre y encontré la bala, la que él había llevado a mi oficina con mi nombre grabado. La sostuve por la base entre el índice y el pulgar. Bajo la tenue luz del pasillo despedía un brillo dorado.

– Vigila con esto -dije.

Le mostré la bala. Y luego se la metí por la nariz.

Mi sargento, la del niño, se hallaba sentada a su mesa. Estaba preparando café. Serví dos tazones y los llevé a mi despacho. Summer llevaba el orden del día a modo de trofeo. Quitó las grapas y extendió sobre mi escritorio las cuatro hojas una al lado de la otra.

Eran originales mecanografiados. No copias hechas con papel carbón, ni faxes ni fotocopias. Eso estaba claro. Entre las líneas y en los márgenes había anotaciones y correcciones a lápiz. Eran tres caligrafías diferentes. Supuse que la mayoría era de Kramer, pero sin duda también de Vassell y Coomer. Había sido un primer borrador de circular. Esto también estaba claro. Y había sido objeto de mucha reflexión y análisis.

La primera hoja era un examen de los problemas a los que se enfrentaba el Cuerpo de Blindados. Las unidades integradas, la pérdida de prestigio. La posibilidad de ceder el mando a otros. Era pesimista pero también convencional. Y según el jefe del Estado Mayor, atinado.

La segunda y la tercera hojas contenían más o menos lo que yo le había anticipado a Summer. Propuestas para desacreditar a adversarios clave, sacando el máximo partido de los trapos sucios de los otros. Algunas anotaciones al margen daban a entender algo respecto a esto último, y en conjunto todo parecía muy interesante. Me pregunté cómo habían reunido esa clase de información. Y me pregunté si alguien del Cuerpo de Auditores investigaría por ahí. Seguramente sí. Las investigaciones son así, empiezan tomando cualquier dirección al azar.

Había ideas para campañas de relaciones públicas, la mayoría bastante flojas. Esos tíos no se habían mezclado con lo público desde que habían cogido el autobús Hudson arriba para iniciar su año plebeyo en West Point. Luego había referencias a los grandes proveedores de Defensa. Y también ideas sobre iniciativas políticas en el Departamento del Ejército y en el Congreso. Algunas de las ideas políticas se enlazaban con las referencias a los contratistas. Ahí se insinuaban algunas relaciones bastante sutiles. Estaba claro que el dinero fluía en una dirección y los favores en la otra. Aparecía el nombre del secretario de Defensa. Se daba casi por sentado su apoyo. De hecho, en una línea su nombre estaba subrayado y en una anotación al margen se leía: «comprado y pagado». En conjunto, las tres primeras hojas estaban llenas de todo ese rollo que cabría esperar de militares arrogantes muy implicados en el statu quo. Todo era turbio, sórdido y desesperado, desde luego. Pero nada por lo que uno pudiera ir a la cárcel.

Eso venía en la cuarta hoja.

La cuarta hoja tenía un encabezamiento curioso: «L.M.A., La Milla Adicional». Debajo había una cita mecanografiada de El arte de la guerra de Sun Tzu: «No presentar batalla al enemigo cuando se tiene la espalda contra la pared significa perecer.» Al lado, en el margen, había un apéndice a lápiz cuya letra atribuí a Vassell: «Mientras, en el desastre, la serenidad es la prueba suprema del coraje de un jefe, la resolución en sus acciones es el test más seguro de su fuerza de voluntad. Wavell.»

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