Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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Forcejeé para levantarme y avancé a rastras. Me abrí paso como pude entre los escombros. Aparté a un lado retorcidas chapas de hierro de la techumbre. Yo era como un arado, como un bulldozer que fuera triturando en su avance, apartando cascotes a derecha e izquierda. Había demasiado polvo para ver nada salvo la luz del sol. Estaba allí mismo, frente a mí. La claridad delante, la oscuridad detrás. Seguí reptando.

Encontré la Mag-10. Tenía el cañón aplastado. La aparté a un lado y seguí arando. Vi a Marshall en el suelo, inmóvil. Le quité cosas de encima, lo agarré del cuello de la camisa y tiré de él hasta sentarlo. Lo arrastré hasta llegar a la pared delantera. Me puse de espaldas y me deslicé hacia arriba hasta notar el orificio horizontal. Me ahogaba y escupía polvo. Lo levanté, lo coloqué sobre la repisa y lo eché fuera. Luego me dejé caer yo. Me puse a cuatro patas, lo agarré nuevamente del cuello de la camisa y lo llevé a rastras. Fuera de la caseta se estaba despejando la nube de polvo. Los tanques estaban a unos doscientos metros a derecha e izquierda. Un montón de tanques. Metal caliente bajo el intenso sol. Nos habían rodeado formando un círculo, los motores al ralentí, los cañones horizontales, apuntando a objetivos al descubierto. Oí de nuevo dos detonaciones y un cañón destelló por la sacudida del retroceso. El obús pasó justo por encima de nosotros y se estrelló contra los restos de la caseta. Me llovió más polvo y hormigón sobre la espalda. Me eché boca abajo y me quedé quieto, atrapado en tierra de nadie.

Otro tanque disparó. Vi la sacudida del retroceso. Setenta toneladas meneadas con tanta fuerza que la parte delantera se levantó en el aire. El obús zumbó por encima de nosotros. Empecé a moverme, arrastrando a Marshall y deslizándome por la tierra como si nadara. No tenía ni idea de qué órdenes había dado por radio. Seguramente les había dicho que se iba y que no se preocuparan por los Humvee, que los Humvee valían como objetivo. Tal vez eso era lo que a los otros les resultaba difícil de creer.

Pero ahora no dejarían de disparar, porque no podían vernos. El polvo se dispersaba lentamente, como si fuera humo, y la visión desde el interior de un Abrams no es gran cosa. Es como mirar longitudinalmente a través de un tubo con un pequeño agujero cuadrado en el fondo. Empecé a apartar polvo a toda prisa, tosí y miré al frente con ojos entornados. Estábamos cerca de mi Humvee.

Parecía intacto.

Me puse en pie y arrastré a Marshall hasta el lado del acompañante, abrí la puerta y lo metí. Acto seguido pasé por encima de él y me planté en el asiento del conductor. Pulsé el botón rojo de encendido, metí primera y pisé el acelerador con tanta fuerza que el vehículo dio un brinco y la puerta se cerró de golpe. Encendí las luces largas y arremetí. Summer habría estado orgullosa de mí. Conduje recto hacia la hilera de tanques. Doscientos metros. Cien. Aferré el volante y a más de ciento veinte pasé como un bólido entre dos blindados.

Al cabo de un par de kilómetros aminoré la marcha. Un kilómetro después me paré. Marshall seguía con vida, pero estaba inconsciente y sangraba bastante. Yo había tenido buena puntería. Tenía en el omóplato una fea herida de bala de 9 mm, amén de cortes y magulladuras debidos al desplome del techo. La sangre se mezclaba con polvo de cemento formando una especie de pasta granate. Lo coloqué derecho en el asiento y lo sujeté fuerte con las correas. Después abrí el botiquín y le apliqué vendas de presión alrededor del omóplato y le inyecté morfina. Escribí M en su frente con un lápiz de betún, tal como está mandado en el campo de batalla. Así los médicos no le darían una sobredosis cuando llegara al hospital.

Luego bajé un rato a que me diera el aire. Anduve arriba y abajo por la pista, sin rumbo. Tosí, escupí y me sacudí el polvo todo lo que pude. Iba lleno de magulladuras y heridas debidas a la lluvia de escombros. Aún alcanzaba a oír los tanques disparar a tres kilómetros. Supuse que estarían esperando la orden de alto el fuego. Probablemente se quedarían sin munición antes de recibirla.

Durante todo el camino de regreso tuve en marcha el aire acondicionado 2-60. Marshall se despertó a mitad de camino. Vi su barbilla separarse del pecho. Miró al frente y luego a mí, a su izquierda. Iba atiborrado de morfina y tenía el brazo izquierdo inservible, pero aun así fui cauteloso. Si él manoteaba el volante con la mano buena, podía sacar el vehículo del camino. Y a lo mejor pisábamos material sin detonar o atropellábamos una tortuga. Así que con la mano derecha le di un golpe de revés justo entre los ojos. Fue un buen tortazo. Volvió a dormirse. «Anestesia manual.» Permaneció inconsciente el resto del trayecto.

Fui directamente al hospital de la base. Llamé a Franz desde el departamento de las enfermeras y solicité un pelotón de guardias. Aguardé a que llegaran y luego prometí ascensos y medallas a todos los que ayudaran a que Marshall conociera por dentro la sala de un tribunal. Les dije que le leyeran los derechos en cuanto se despertara. Y que estuvieran atentos para impedir un eventual suicidio. A continuación les dejé y conduje hasta la oficina de Franz. Mi uniforme de campaña estaba perdido y acartonado por el polvo, y conjeturé que la cara, las manos y el cabello no tendrían mejor aspecto, pues a Franz se le escapó la risa en cuanto me vio.

– Imagino que es duro detener a un chupatintas -dijo.

– ¿Dónde está Summer? -pregunté.

– Mandando télex al Cuerpo de Auditores Militares. Hablando con gente por teléfono.

– He perdido tu Beretta -dije.

– ¿Dónde?

– En un sitio en el que un grupo de arqueólogos tardaría cien años en encontrarla.

– ¿Qué tal está mi Humvee?

– Mejor que el de Marshall -contesté.

Cogí mi bolsa y encontré una habitación vacía en el Cuartel de Oficiales de Visita, donde tomé una larga ducha caliente. A continuación trasladé todas las cosas de los bolsillos a otro uniforme de campaña limpio y tiré a la basura el viejo. Me senté un rato en la cama; inspirando y espirando lentamente. Después regresé al despacho de Franz. Allí estaba Summer, radiante. Sostenía un nuevo expediente que ya contenía un montón de papeles.

– Vamos por el buen camino -explicó-. El Cuerpo de Auditores dice que las detenciones estaban justificadas.

– ¿Has iniciado el proceso?

– Dicen que necesitan confesiones.

No respondí.

– Mañana nos hemos de reunir con los fiscales del caso -añadió-. En D.C.

– Tendrás que hacerlo tú -señalé-. Yo no estaré.

– ¿Por qué no?

No contesté.

– ¿Te encuentras bien?

– ¿Vassell y Coomer han hablado? -pregunté.

Summer negó con la cabeza.

– No han dicho una palabra. Esta noche el Cuerpo de Auditores Militares los llevará en avión a Washington. Les han asignado abogados.

– Aquí falla algo -dije.

– ¿Qué?

– Ha sido todo demasiado fácil.

Pensé un momento.

– Hemos de regresar a Fort Bird -dije-. Ahora mismo.

Franz me prestó cincuenta pavos y me dio dos bonos de viaje en blanco. Los firmé y Leon Garber los aceptó pese a encontrarse nada menos que en Corea. Después Franz nos acompañó a Los Ángeles. Cogió un vehículo del parque porque su Humvee estaba lleno de sangre de Marshall. Como había tráfico ligero, tardamos poco. Entramos. Canjeé los bonos por asientos en el primer vuelo a Washington. Facturé la bolsa. Esta vez no quería acarrearla. Despegamos a las tres de la tarde. Habíamos estado en California exactamente ocho horas.

24

Al recorrer las franjas horarias hacia el este perdíamos las horas ganadas al ir hacia el oeste. Cuando aterrizamos en Washington National eran las once. Recogí la bolsa en la cinta transportadora y tomamos la lanzadera hasta el aparcamiento de estancia larga. El Chevy estaba esperando en el mismo sitio donde lo habíamos dejado. Llené el depósito con parte de los cincuenta dólares de Franz. Luego Summer condujo hasta Fort Bird. Fue tan deprisa como de costumbre y cogió la misma y consabida ruta, la I-95, y pasamos junto a nuestros familiares puntos de referencia. El edificio de la policía estatal, el lugar donde hallaron el maletín, el área de descanso, el cruce en trébol, el motel, el bar de striptease. Cruzamos la puerta principal de Fort Bird a las tres de la mañana. La base estaba tranquila. Una niebla nocturna lo envolvía todo y nada se movía.

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