Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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Tomé aire.

Oficiales de alto rango.

Hostigamiento.

«Podrías ser tú quien acabase en la cárcel.»

– General Vassell -dije-, coronel Coomer. Les detengo bajo la acusación de violar el Código de Justicia Militar al conspirar con otros para cometer homicidio. -Contuve el aliento.

Sin embargo, ninguno de los dos reaccionó. Ninguno habló. Se dieron por vencidos sin más. Parecían simplemente resignados. Como si por fin hubiera sucedido lo inevitable. Como si desde el principio hubieran estado esperando este momento. Como si todo el tiempo hubieran sabido que ocurriría. Solté el aire. En la reacción de una persona ante una mala noticia se supone que hay diversas fases. Congoja, furia, negación. Pero aquellos tipos ya habían pasado por todas. Estaba claro. Se encontraban en el final del proceso, estrellados contra la cruda realidad.

Indiqué a Summer que procediera con las formalidades. El Código de Justicia Militar prescribía una serie de cosas que había que decir en voz alta. Montones de consejos y advertencias. Summer lo hizo mejor de lo que yo lo habría hecho. Voz clara y estilo profesional. Ni Vassell ni Coomer contestaron. Nada de bravatas, ni súplicas ni enfáticas alegaciones de inocencia. Se limitaron a asentir cuando tocaba hacerlo. Finalmente, se levantaron de los sillones sin necesidad de pedírselo.

– ¿Esposas? -me preguntó Summer.

Asentí con la cabeza.

– Desde luego -confirmé-. Y llevémoslos al calabozo andando. Que los vean todos. Son una vergüenza para el ejército.

Un soldado me dio las indicaciones oportunas para ir a prender a Marshall. Al parecer estaba instalado en una caseta de observación cerca de una diana en desuso. Me describió la diana como un tanque Sheridan obsoleto. Supuse que estaría bastante hecho polvo, y que la caseta se hallaría en mejor estado. El soldado me advirtió que no me saliera de las rutas establecidas para evitar material sin detonar y tortugas del desierto. Si atropellaba proyectiles sin explotar, moriría; si atropellaba alguna tortuga, el Departamento de Medio Ambiente me soltaría una reprimenda.

Exactamente a las 9.30 me puse al volante del Humvee de Franz y abandoné el cuartel solo. No quise esperar a Summer. Ella estaba ocupada con Vassell y Coomer. Me parecía estar al final de un largo viaje, y quería acabar de una vez. Cogí prestada una pistola, pero no fue una decisión acertada.

23

Fort Irwin abarcaba tanta extensión del Mojave que podía ser un convincente doble de los inmensos desiertos de Oriente Medio o, si no tenemos en cuenta el calor y la arena, de las interminables estepas del este de Europa. Lo cual significaba que, antes de haber recorrido una décima parte del trayecto hasta el Sheridan, me hallaba ya hacía rato fuera del campo visual de los principales edificios de la base. A mi alrededor sólo había terreno vacío. El Humvee era algo insignificante. Estábamos en enero, por lo que no había reflejo trémulo debido al calor, pero aun así la temperatura era bastante alta. Apliqué lo que en el manual extraoficial del Humvee se conocía como aire acondicionado 2-60, esto es, abrir las dos ventanillas y conducir a sesenta por hora. Así se conseguía una ventilación aceptable. En general, debido a su volumen, ir a sesenta en un Humvee parece bastante, pero en aquella inmensidad parecía parado.

Al cabo de una hora iba aún a sesenta y aún no había encontrado la caseta. El campo de tiro era interminable. Aquélla era una de las grandes zonas militares del mundo. Eso seguro. Quizá los soviéticos tenían algún sitio más grande, pero me extrañaría. Willard seguramente lo sabía. Sonreí para mis adentros y seguí conduciendo. Superé una loma y ante mí apareció una llanura vacía. Un punto en el horizonte acaso fuera la caseta. Una nube de polvo a unos ocho kilómetros al oeste, tal vez tanques en movimiento.

Seguí por el camino. A sesenta. Detrás de mí se levantaba una cola de polvo. El aire que entraba por las ventanillas era caliente. El llano tendría unos cinco kilómetros de ancho. El punto del horizonte se convirtió en una mota y a medida que me acercaba fue haciéndose más grande. Al cabo de un kilómetro y medio distinguí dos formas diferentes. El viejo tanque a la izquierda, la caseta de observación a la derecha, y el propio Humvee de Marshall en medio, aparcado a la sombra de la construcción, que era un simple cuadrado de bloques con logos y estrechos orificios horizontales por ventanas. El tanque era un viejo M551, un trozo de aluminio blindado, ligero, que había iniciado su andadura como vehículo de reconocimiento. Pesaba aproximadamente cuatro veces menos que un Abrams y era exactamente una de esas cosas de las que, según gente como el teniente coronel Simon, dependía el futuro. Había prestado servicio en algunas divisiones aerotransportadas. No era una mala máquina. Sin embargo, ese ejemplar estaba demasiado deteriorado. Llevaba protecciones inferiores de contrachapado para simular una especie de blindado soviético de una generación anterior.

Seguí por la pista y me deslicé con el motor al ralentí hasta detenerme a unos cincuenta metros de la caseta. Abrí la puerta y salí al calor. Supuse que la temperatura era inferior a veinticinco grados, pero después de haber estado en Carolina del Norte, Francfort y París, me sentí como en Arabia Saudí.

Vi a Marshall observándome por un orificio.

Yo sólo le había visto una vez y no cara a cara. El día de Año Nuevo, en el Grand Marquis, frente al cuartel de Fort Bird, en la oscuridad, tras un cristal teñido de verde. Entonces lo había clasificado como tipo alto, lo que luego corroboró su expediente. Ahora parecía igual. Alto, robusto, piel cetrina. Pelo negro grueso y abundante, muy corto. Llevaba uniforme de camuflaje para el desierto y estaba algo encorvado para mirar por el orificio.

Me quedé de pie junto al Humvee. Él me observaba en silencio.

– ¡Marshall! -grité.

Nada.

– ¿Está usted solo? -pregunté.

Nada.

– ¡Policía Militar! -grité más fuerte-. Que todo el personal salga inmediatamente de esa estructura.

Nada. Marshall seguía observándome. Supuse que estaba solo. Si hubiera habido alguien más habría salido. Nadie más tenía por qué temer nada de mí.

– ¡Marshall! -grité de nuevo.

De pronto desapareció. Retrocedió y se confundió con las sombras del interior. Empuñé la pistola prestada, una Beretta M9 nueva. En mi cabeza sonaba un viejo mantra de la instrucción: «Jamás confíes en un arma que no has probado personalmente.» La amartillé. Un fuerte chasquido en la quietud del desierto. Advertí la nube de polvo al oeste, quizás un poco más grande y algo más cerca que antes. Quité el seguro a la Beretta.

– ¡Marshall! -chillé.

Oí muy débilmente una voz baja y a continuación una chirriante ráfaga de interferencias de radio. En el techo de la caseta no había ninguna antena. Marshall tenía una radio portátil de campaña.

«¿A quién pretendes llamar, Marshall? -le dije mentalmente-. ¿A la Caballería?» Y luego pensé: «La Caballería. Un regimiento de Caballería blindada.» Me volví hacia la nube de polvo y comprendí cómo estaban las cosas. Me hallaba solo en el quinto pino con un asesino probado. Él se encontraba en una caseta y yo al descubierto. Mi compañera era una mujer de cuarenta y cinco kilos que en ese momento estaba a unos ochenta kilómetros. Y los camaradas de él avanzaban en tanques de setenta toneladas justo por debajo del horizonte visible.

Me aparté del camino y rodeé la caseta hacia el este. Volví a ver a Marshall. Él se había desplazado de un orificio a otro y me observaba. Sólo eso.

– Salga, comandante -grité.

Hubo un largo silencio. Luego él gritó a su vez:

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