Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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– ¿Su objetivo?

– Yo quería prevención, naturalmente. Esa era la prioridad principal. Pero también tenía curiosidad, comandante. Quería ver quién parpadeaba primero.

Me entregó la carpeta.

– Usted es un investigador de una unidad especial -dijo-. En virtud del estatuto de la 110 goza de poderes extraordinarios. Está autorizado a detener a cualquier militar en cualquier parte, incluso a mí, aquí en mi despacho, si así lo decide. De modo que lea el expediente Argón. Comprobará que ahí se demuestra mi inocencia. Si al final coincide conmigo, investigue en otra parte.

Se levantó de la mesa. Nos estrechamos la mano otra vez. Luego él salió de la estancia, dejándome solo en su despacho, en el corazón del Pentágono, en plena noche.

Al cabo de media hora estaba de regreso en el coche, con Summer, que había apagado el motor para ahorrar gasolina. Parecía una nevera.

– ¿Qué tal? -preguntó.

– Un error crucial -dije-. El juego de la cuerda no era entre el subjefe y el jefe, sino entre el jefe y el secretario de Defensa.

– ¿Estás seguro?

Asentí.

– He visto el expediente. Incluye memorandos y órdenes que se remontan a nueve meses. Papeles diferentes, máquinas de escribir diferentes, bolígrafos diferentes, imposible falsificar todo eso en cuatro horas. Ha sido iniciativa del jefe del Estado Mayor desde el principio, y siempre ha sido legal.

– Entonces ¿cómo se lo ha tomado?

– Bastante bien -contesté-, dadas las circunstancias. Pero no creo que tenga ganas de ayudarme.

– ¿En qué?

– En el lío en que estoy metido.

– ¿Cuál es ese lío?

– Espera y verás.

Summer se quedó mirándome.

– ¿Ahora adónde? -preguntó.

– A California.

22

Para cuando llegamos al National, el motor del Chevy echaba humo. Lo dejamos en el aparcamiento de estancia larga y fuimos a pie hasta la terminal. Había aproximadamente kilómetro y medio. No pasaban autobuses lanzadera. Estábamos en plena noche y el lugar se hallaba prácticamente desierto. Ya en la terminal, tuvimos que apremiar a un empleado de una oficina interior. Le di el último de los bonos robados y él nos hizo una reserva en el primer vuelo de la mañana a Los Ángeles. Temamos una larga espera por delante.

– ¿Cuál es la misión? -inquirió Summer.

– Tres detenciones. Vassell, Coomer y Marshall.

– ¿Acusación?

– Homicidio en serie -dije-. La señora Kramer, Carbone y Brubaker.

Me miró fijamente.

– ¿Puedes demostrarlo?

Negué con la cabeza.

– Sé lo que sucedió exactamente. Sé cuándo, cómo, dónde y por qué. Sin embargo, no puedo demostrar nada, maldita sea. Tendremos que confiar en las confesiones.

– No lo conseguiremos.

– Lo he conseguido en otras ocasiones -señalé-. Hay métodos eficaces.

Summer parpadeó.

– Esto es el ejército, Summer -dije-. No una reunión social para hacer ganchillo.

– Díselo a Carbone y Brubaker.

– Necesito comer algo -dije-. Tengo hambre.

– No tenemos dinero -observó Summer.

En cualquier caso, la mayoría de los locales estaban cerrados. Quizá nos darían de comer en el avión. Acarreamos las bolsas hasta una sala de espera junto a un ventanal de seis metros a través del cual sólo se veía negra noche. Los asientos eran largos bancos de vinilo con apoyabrazos fijos cada sesenta centímetros para impedir que la gente se tumbara a dormir.

– Cuéntame -dijo ella.

– Aún hay varias posibilidades remotas y disparatadas.

– Prueba a ver.

– Muy bien, comencemos por la señora Kramer. ¿Por qué fue Marshall a Green Valley?

– Porque, por lógica, era el primer lugar donde podía buscar el maletín.

– Pero no lo era -dije-. Era casi el último. Kramer apenas había parado por allí en cinco años. Sus colegas del Estado Mayor debían de saberlo. Habían viajado con él muchas veces. No obstante, tomaron la decisión al punto y Marshall fue directamente hacia allí. ¿Por qué?

– Porque Kramer les dijo que allí era donde iba.

– Exacto -confirmé-. Les dijo que estaría con su esposa para ocultar que se vería con Carbone. De todos modos, ¿por qué tenía que decirles nada?

– No lo sé.

– Porque hay cierta clase de personas a las que hay que decirles algo.

– ¿Quiénes son? -preguntó.

– Supongamos que tenemos a un tipo rico que viaja con su amante. Si va a pasar una noche fuera, tiene que decirle algo. Y si le dice que se pasará por casa de su esposa para guardar las apariencias, la amante ha de aguantarse. Porque es algo con lo que se cuenta alguna que otra vez. Forma parte del trato.

– Kramer no tenía ninguna amante. Era gay.

– Tenía a Marshall.

– ¡No! -exclamó-. Imposible.

– Kramer estaba engañando a Marshall, que era su principal amante -confirmé-. Estaban enrollados. Marshall no era oficial del servicio de información, pero Kramer lo designó como tal para tenerlo cerca. Eran pareja, pero Kramer no se cortaba. Conoció a Carbone en algún sitio y también empezó a verse con él. Así, en Nochevieja, Kramer le dijo a Marshall que iba a ver a su mujer y éste le creyó. Como haría la amante del tipo rico. Por eso Marshall fue a Green Valley. Estaba seguro de que Kramer había ido allí. Fue él quien dijo a Vassell y Coomer dónde estaba Kramer, pero éste le estaba engañando. Como suele ocurrir en las relaciones de pareja.

Summer se quedó callada, con la mirada fija en la noche.

– ¿Esto afecta a lo que ha pasado aquí? -preguntó.

– Creo que un poco sí. Me parece que la señora Kramer habló con Marshall. Ella seguramente lo reconoció de la época que había pasado en Alemania. Probablemente lo sabía todo sobre él y su esposo. Las esposas de los generales suelen ser bastante listas. Quizá sabía incluso que había otro hombre en escena. Tal vez estaba cabreada y se burló de Marshall sobre el particular. Algo como: «Tú tampoco puedes tener a tu hombre, ¿eh?» Quizá Marshall se volvió loco y la atizó hasta matarla. A lo mejor por eso no se lo dijo enseguida a Vassell y Coomer, porque el daño colateral no tenía que ver sólo con el robo, sino también con una discusión. Por eso dije que a la señora Kramer no la mataron sólo por el maletín. Creo que ella murió en parte porque se mofó de un tipo celoso que perdió los estribos.

– Es sólo una conjetura.

– La señora Kramer está muerta. Eso es un hecho.

– Pero lo demás no.

– Marshall tiene treinta y un años y no ha estado casado.

– Eso no demuestra nada.

– Lo sé -dije-. Y no hay pruebas en ninguna parte. Ahora mismo una prueba es un bien escaso.

Summer reflexionó.

– Entonces ¿cómo ocurrió?

– Vassell y Coomer se pusieron a buscar el maletín en serio. Nos llevaban ventaja porque sabían que estaban buscando a un hombre, no a una mujer. Marshall regresó en avión a Alemania el día dos y registró el despacho y la residencia de Kramer. Y encontró algo que lo llevó hasta Carbone. Un diario, o acaso una carta o una foto. O un nombre y un número en una agenda. Lo que fuera. Tomó otro avión el día tres y elaboraron un plan. Llamaron a Carbone y le hicieron chantaje. Le propusieron un canje para la noche siguiente. El maletín por la carta, la foto o lo que fuera. Carbone aceptó porque no quería publicidad y en todo caso ya había llamado a Brubaker para darle los detalles del orden del día. No tenía nada que perder y sí mucho que ganar. Tal vez aquello ya le había pasado antes. Quizá más de una vez. El pobre había sido gay en el ejército durante dieciséis años. Pero esta vez no le funcionó. Porque Marshall lo mató durante el intercambio.

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