Lee Child - El Enemigo

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Año nuevo, 1990. El muro de Berlín acaba de caer, y con él, termina la guerra fría. El mundo se enfrenta a una nueva era político-militar. Ese mismo día, Jack Reacher, un oficial de la polícia militar destinado en Carolina del Norte, recibe una llamada que le comunica la muerte de uno de los soldados de la base en un motel de la zona. Aparentemente, se trata de una muerte natural: sin embargo, cuando se descubre que la víctima era un general influyente, Reacher, ayudado por una joven afroamericana, que también es soldado, iniciará una investigación.

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– Pregúntale si se lo va a comer -dije.

– No puedo.

– Tiene la obligación de ser caritativa -puntualicé-. Ser monja consiste en eso.

– No puedo -repitió Summer.

– Sí puedes.

Exhaló un suspiro.

– Muy bien, aguarda un minuto.

Pero perdió su oportunidad. Esperó demasiado. La monja rompió el envoltorio y empezó a zamparse el bocadillo.

– Maldición -solté.

– Lo lamento -dijo Summer.

La miré fijamente.

– ¿Qué has dicho?

– Que lo lamento.

– No, antes. Lo último que has dicho.

– Que no podía preguntárselo.

Meneé la cabeza.

– No, antes de que llegara el desayuno.

– Que era un caso muy endeble.

– Antes.

Vi que rebobinaba la cinta mentalmente.

– He dicho que si tú no hubieras ignorado a Willard, Vassell y Coomer se hubieran salido con la suya.

Asentí. Pensé en ello durante un minuto. Luego cerré los ojos.

Volví a abrirlos en Los Ángeles. Me despertó el ruido sordo y el chirrido de los neumáticos en la pista. Acto seguido, la propulsión hacia atrás aulló y los frenos me lanzaron bruscamente contra el cinturón. Fuera se veían las primeras luces del día. El amanecer parecía beige, como a menudo ocurre allí. Por los altavoces, una voz dijo que en California eran las siete de la mañana. Habíamos estado dirigiéndonos hacia el oeste durante dos días enteros y cada período de veinticuatro horas equivalía por término medio a uno de veintiocho. Yo había dormido un rato y no estaba cansado, pero aún tenía hambre.

Abandonamos lentamente el avión y fuimos a recoger el equipaje. Ahí los chóferes se encontraban con la gente. Miré alrededor. Calvin Franz no había enviado a nadie. Había venido él mismo. Eso me alegró. Franz era una imagen grata. Sentí como si fuéramos a estar en buenas manos.

– Tengo noticias para ti -dijo.

Le presenté a Summer. Él le estrechó la mano y le cogió la bolsa. Supuse que como gesto de cortesía y como manera de darnos prisa. Su Humvee estaba estacionado en zona prohibida. No obstante, la policía estaba bastante lejos. Los Humvee verdinegros de camuflaje suelen producir este efecto. Subimos. Dejé que Summer se sentara delante, en parte por ser amable y en parte porque quería estirarme en la parte de atrás. Estaba agarrotado del viaje.

– Encontraron el Grand Marquis -dijo Franz.

Aceleró el enorme turbo-diesel y se alejó del bordillo. Fort Irwin estaba al norte de Barstow, que se halla a unos cincuenta kilómetros del área de la ciudad. Calculé que tardaría una hora en llevarnos a través del tráfico matutino. Summer le observaba conducir. Evaluación profesional. Ella seguramente habría tardado treinta y cinco minutos.

– En Andrews -añadió Franz-. Abandonado el día cinco.

– Cuando hicieron volver a Marshall a Alemania -dije.

Franz asintió sin desviar la vista.

– Eso pone su registro de entrada. Aparcado por Marshall con una referencia al Cuerpo de Transporte en la etiqueta. Lo remolcamos hasta el FBI para ganar tiempo. Nos debían algunos favores. El Bureau trabajó toda la noche. Al principio de mala gana, pero luego con interés. El caso parece relacionado con algo que están investigando.

– Brubaker -dije.

Asintió de nuevo.

– En la alfombrilla del maletero había restos de Brubaker. Concretamente, sangre y masa cerebral. Habían frotado con toallitas de papel, pero no lo suficiente.

– ¿Algo más? -pregunté.

– Muchas cosas. Había sangre de un origen distinto, rastros de una mancha traspasada, quizá de la manga de una chaqueta o de la hoja de un cuchillo.

– De Carbone -dije-. De cuando Marshall iba en el maletero. ¿Encontraron algún cuchillo?

– No. Pero las huellas de Marshall están por todo el maletero.

– No me extraña -comenté-. Se pasó allí varias horas.

– Bajo la alfombrilla había una sola placa de identificación -agregó Franz-. Como si se hubiera roto la cadena y se hubiera caído una.

– ¿De Carbone? -dije.

– Claro.

– Aficionados -comenté-. ¿Algo más?

– Cosas normales. Era un coche descuidado. Muchos pelos y fibras, envoltorios de comida rápida, latas de refresco, todo eso.

– ¿Y envases de yogur?

– Uno -contestó Franz-. En el maletero.

– ¿Fresa o frambuesa?

– Fresa. Las huellas de Marshall están en la lengüeta. Al parecer se tomó un tentempié.

– Lo abrió -expliqué-, pero no se lo comió.

– Había también un sobre vacío -prosiguió Franz-. Dirigido a Kramer, del XII Cuerpo, en Alemania. Correo aéreo, con el matasellos de hace un año. Sin remitente. Como los que contienen fotos; pero en éste no había nada.

Guardé silencio. Franz me estaba mirando por el retrovisor.

– ¿Alguna de estas noticias es buena? -preguntó.

Sonreí.

– Acabamos de pasar de la fase especulativa a la circunstancial.

– Un gran salto para el género humano -señaló él.

Luego dejé de sonreír y aparté la vista. Me puse a pensar en Carbone, en Brubaker, en la señora Kramer. Y en mi madre. A principios de 1990 se estaba muriendo gente en todo el mundo.

Al final tardamos más de una hora en llegar a Fort Irwin. Sería cierto lo que se decía sobre las autopistas de Los Ángeles. La base tenía el mismo aspecto de siempre, ajetreada como de costumbre. Ocupaba una enorme extensión del desierto de Mojave. Según una dinámica alterna, siempre había allí algún regimiento de Caballería blindada que actuaba como el equipo de casa cuando llegaban otras unidades a hacer maniobras. Había un verdadero ambiente de pretemporada de equipo de baloncesto. Siempre hacía buen tiempo y la gente se lo pasaba bien jugando al sol con sus caros y enormes juguetes.

– ¿Quieres ocuparte del asunto enseguida? -preguntó Franz.

– ¿Los estás vigilando?

Asintió.

– Discretamente.

– Pues entonces desayunemos primero.

Un club de oficiales del ejército norteamericano es el destino ideal para gente que llega hambrienta tras desayunar en un avión. El aparador tenía un kilómetro de largo. El mismo menú que en Alemania, si bien el zumo de naranja y las fuentes de fruta parecían más auténticas. Comí tanto como un regimiento de fusileros, y Summer más. Franz ya había desayunado. Me abastecí de todo el café que pude y luego eché la silla hacia atrás, ahíto.

– Muy bien -dije-. Vamos allá.

Fuimos al despacho de Franz y él hizo una llamada a sus hombres. Marshall había ido al campo de tiro, pero Vassell y Coomer estaban en una sala del Cuartel de Oficiales de Visita. Franz nos llevó allí en su Humvee. Brillaba el sol y el aire era cálido y polvoriento. Podían olerse las espinosas y pequeñas plantas del desierto, que crecían hasta donde alcanzaba la vista.

El Cuartel de Oficiales de Visita de Fort Irwin había corrido a cargo del mismo constructor de moteles que había conseguido el contrato del XII Cuerpo en Alemania. Hileras de habitaciones idénticas en torno a un patio de arena. En un lado, unas instalaciones comunes. Televisión, mesas de pimpón, salones. Franz nos indicó una puerta y nos encontramos con Vassell y Coomer, sentados juntitos en un par de sillones de cuero. Reparé en que sólo les había visto una vez, en mi despacho de Fort Bird. Esto parecía no guardar proporción con lo mucho que había pensado en ellos.

Ambos lucían uniformes de campaña nuevos y recién planchados, con el modificado camuflaje del desierto, el diseño conocido como «pastilla de chocolate». Parecían tan falsos como cuando llevaban el verde de zona boscosa. Aún parecían miembros del Rotary Club. Vassell seguía calvo y Coomer todavía llevaba gafas.

Los dos levantaron la vista hacia mí.

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