No respondí.
El teniente coronel se puso en pie.
– Puede hablarlo con su abogado.
Eché una mirada al capitán. Al parecer, él era mi abogado. El teniente coronel salió andando pesadamente y cerró la puerta a su espalda. El capitán se inclinó desde la silla, me estrechó la mano y me dijo su nombre.
– Debería prestar atención al teniente coronel -dijo-. Le está ofreciendo una salida legal de un kilómetro de ancho. Todo esto es una farsa.
– Yo me la he buscado -dije-. Ahora he de atenerme a las consecuencias.
– Se equivoca. Nadie quiere fastidiarle. Willard forzó la cuestión, eso es todo. Así que debemos cumplir con las formalidades.
– ¿Cuáles son?
– Lo único que ha de hacer es negarlo todo. De esa manera impugna el testimonio de Carbone, y como él no está presente para ser interrogado, no puede usted ejercer el derecho que le confiere la Sexta Enmienda a tener un careo con el testigo, con lo que está garantizado el archivo de las actuaciones.
Me quedé quieto.
– ¿Cómo se haría? -pregunté.
– Usted firma una declaración jurada igual que hizo Carbone. Él dice blanco, usted dice negro. Problema resuelto.
– ¿En papel oficial?
– Podemos hacerlo aquí mismo. Su cabo puede escribir la declaración a máquina y actuar como testigo.
Asentí.
– ¿Y la alternativa? -pregunté.
– Estaría usted chalado si pensara en la alternativa.
– ¿Qué pasaría?
– Significaría declararse culpable.
– ¿Qué pasaría? -repetí.
– ¿Con una declaración efectiva de culpabilidad? Pérdida de rango y de paga con efectos retroactivos a la fecha del incidente. Los de Asuntos Civiles no nos permitirían bajar de ahí.
No dije nada.
– Sería degradado a capitán. En la PM regular, naturalmente, porque en la 110 no le querrían más. Ésta es la breve respuesta. Pero estaría usted loco si llegara siquiera a planteárselo. Todo lo que ha de hacer es negarlo.
Me quedé allí sentado y pensé en Carbone. Treinta y cinco años de edad, dieciséis de servicio. Infantería, divisiones aerotransportadas, Rangers, Delta. Dieciséis años duros. No había hecho nada salvo ocultar algo que jamás hubiera tenido que ocultar. Y tratar de avisar a su unidad de una amenaza. No había nada malo en ninguna de las dos acciones. Pero estaba muerto. Muerto en el bosque, en una mesa de autopsias. Luego pensé en cara de mapa, puesto que el granjero me daba bastante igual. No había para tanto por una nariz rota. Pero lo de cara de mapa fue mucho estropicio. Aunque bien es cierto que no era uno de los ciudadanos más refinados de Carolina del Norte. No me daba la impresión de que el gobernador le tuviera en una lista para concederle uno de esos premios al buen ciudadano.
Pensé en esos tíos un buen rato. Carbone y cara de mapa. Luego pensé en mí. Comandante, una estrella, investigador de primera de una unidad especial, que apuntaba a lo más alto.
– Muy bien -dije-. Llame al coronel.
El capitán se levantó de la silla y abrió la puerta. La mantuvo abierta para que pasara su superior. La cerró a su espalda. Se sentó de nuevo a mi lado. El teniente coronel pasó despacio delante de nosotros y se sentó frente a la mesa.
– Bien -dijo-. Terminemos con esto. La acusación carece de fundamento, ¿vale?
Lo miré. No dije nada.
– ¿Y bien?
«Vas a hacer lo que hay que hacer.»
– La acusación es correcta -señalé.
Me fulminó con la mirada.
– La denuncia es precisa -añadí-. En todos sus detalles. Sucedió exactamente como dijo Carbone.
– Por Dios -soltó el teniente coronel.
– ¿Se ha vuelto loco? -dijo el capitán.
– Es probable -contesté-. Pero Carbone no era ningún embustero. Esto no debería ser lo último que constara en su historial. Merece algo más. Estuvo aquí dieciséis años.
La habitación quedó en silencio, los tres sentados sin más. Ellos estaban pensando en un montón de papeleo. Yo en volver a ser capitán y en despedirme de la unidad especial. Pero no había sido una gran sorpresa. Lo veía venir desde que cerré los ojos en el avión y comenzaron a caer las fichas de dominó una tras otra.
– Tengo una petición que hacer -dije-. Quiero que se incluya una suspensión de dos días. A contar desde ahora.
– ¿Por qué?
– Tengo que asistir a un funeral. Y no quiero pedirle permiso a mi oficial al mando.
El coronel apartó la mirada.
– Concedida -dijo.
Regresé a mi alojamiento y llené la bolsa con todas mis pertenencias. Hice efectivo un cheque en el economato y dejé cincuenta y dos dólares en un sobre para la sargento. Le envié por correo cincuenta a Franz. Recogí de la oficina del forense la barra de hierro utilizada por Marshall y la dejé junto a la que había tomado prestada de la tienda. Luego me dirigí al parque móvil de la PM y busqué un vehículo. Me sorprendió ver todavía aparcado el de alquiler de Kramer.
– Nadie nos ha dicho qué hacer con él -explicó el encargado.
– ¿Cómo es eso?
– Dígamelo usted, señor. Era su caso.
Yo quería algo discreto, y el pequeño Ford rojo sobresalía entre todos los negros y caquis. Sin embargo, pensé que en el mundo exterior la situación sería al revés. Ahí fuera el pequeño Ford rojo no atraería ninguna mirada.
– Ya lo devolveré -dije-. Voy a Dulles de todos modos.
Como no era un vehículo del ejército, no hubo papeleo.
Salí de Fort Bird a las 10.20 y puse rumbo al norte, hacia Green Valley. Iba mucho más despacio que antes, pues el Ford es un coche lento y yo un conductor también lento, al menos en comparación con Summer. No paré a almorzar. Llegué a la comisaría de policía a las 15.15. Encontré a Clark en su escritorio de la sala de detectives. Le dije que el caso estaba cerrado y que Summer le daría los detalles. Cogí la barra que él tenía en préstamo y recorrí los quince kilómetros hasta Sperryville. Me metí por la estrecha callejuela y aparqué delante de la ferretería. Habían cambiado el cristal del escaparate. La lámina de contrachapado ya no estaba. Agarré las tres barras bajo el brazo, entré y se las devolví al viejo del mostrador. Subí de nuevo al coche y salí de la ciudad, en dirección a Washington D.C.
En la Beltway tomé una pequeña salida circular en el sentido contrario a las agujas del reloj y busqué la peor zona de la ciudad que pudiera encontrar. Había muchas opciones. Elegí una plaza limitada por cuatro almacenes en estado ruinoso con callejones intercalados. Hallé lo que quería en el tercer callejón. Vi a una prostituta demacrada salir de un portal decrépito. Entré pasando por su lado y vi a un tipo con sombrero que tenía lo que yo buscaba. Hizo falta un minuto para que surgiera un entendimiento tácito. Pero al final el dinero limó las diferencias, como ocurre siempre en todas partes. Compré un poco de marihuana, unas cuantas anfetas y dos chinas de crack. Vi que el tipo del sombrero no quedaba impresionado por las cantidades. Me percaté de que me clasificaba como simple aficionado.
Luego conduje hasta Rock Creek (Virginia). Llegué justo antes de las cinco. Estacioné a cien metros de los cuarteles de la Unidad Especial 110, en una cuesta, desde donde podía mirar por encima de la valla que rodeaba el aparcamiento. Distinguí el coche de Willard sin dificultad. El mismo me lo había descrito con detalle. Un Pontiac GTO clásico. Estaba allí mismo, cerca de la salida de atrás. Me recliné pesadamente en el asiento, mantuve los ojos bien abiertos y esperé.
Willard salió a las 17.15. Horario de los bancos. Subió al Pontiac y salió dando marcha atrás. Yo tenía la ventanilla un poco bajada y oí el ruido sordo del tubo de escape. Un sonido de V-8 bastante bueno. Supuse que a Summer le habría gustado. Anoté mentalmente que si algún día me tocaba la lotería le compraría un GTO.
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