Con un poco de suerte, Pia Tolomei -quienquiera que fuese- aún viviría allí y estaría deseando hablar con la hija de Diana Tolomei, y lo bastante lúcida para recordar por qué.
La piazzetta del Castellare era como una pequeña fortaleza en el interior de la ciudad, nada fácil de encontrar. Tras pasar de largo varias veces, descubrí que se entraba por un pasaje cubierto, que al principio había ignorado creyéndolo el acceso a un patio privado. Una vez dentro de la piazzetta, me vi atrapada entre edificios altos y silenciosos y, al levantar la vista a todas aquellas contraventanas cerradas de las paredes que me rodeaban, creí lógico que se hubiesen cerrado en algún momento de la Edad Media y jamás hubieran vuelto a abrirse.
En realidad, de no haber sido por el par de Vespas aparcadas en un rincón, el gato atigrado apostado a la entrada de una casa y la música proveniente de la única ventana abierta, habría supuesto que los edificios se habían desocupado hacía tiempo y abandonado a las ratas y los fantasmas.
Saqué el sobre que había encontrado en el cofre de mi madre y volví a mirar la dirección. Según mi plano, estaba en el lugar correcto, pero, al examinar los portales, no encontré ningún Tolomei junto a los timbres, ni ningún número que coincidiera con el consignado en mi carta. Para ser cartero en aquellas tierras, pensé, la clarividencia debía de ser un requisito fundamental.
Sin saber muy bien qué hacer, empecé a tocar todos los timbres, uno por uno. Me disponía a pulsar el cuarto cuando una mujer abrió las contraventanas del piso situado encima de mí y me gritó algo en italiano.
En respuesta, agité la carta.
– ¿Pia Tolomei?
– ¿Tolomei?
– ¡Sí! ¿Sabe dónde vive? ¿Sigue aquí?
La mujer señaló una puerta al otro lado de la piazzetta y dijo algo que no podía significar más que «Pruebe ahí».
Sólo entonces reparé en una puerta más contemporánea, de espurio pomo blanco y negro, en el muro del fondo; la tenté y se abrió. Ignorando si en Siena sería de recibo colarse así en casas ajenas, me detuve un instante, pero, a mi espalda, la mujer de la ventana -que debía de creerme boba- no paraba de instarme a que entrara, así que entré.
– ¿Hola? -Precavida, crucé despacio el umbral y me quedé mirando a la fría oscuridad.
Cuando mis ojos se adaptaron, vi que me encontraba en un vestíbulo de techo muy alto, rodeada de tapices, pinturas y antigüedades expuestas en vitrinas de cristal. Solté la puerta y grité:
– ¿Hay alguien en casa? ¿Señora Tolomei?
Sólo oí la puerta encajarse a mi espalda. Sin saber muy bien cómo proceder, avancé por el pasillo, mirando las antigüedades a mi paso. Entre ellas, había una colección de banderolas verticales con imágenes de caballos, torres y mujeres que se parecían mucho a la Virgen María. Algunas eran muy antiguas y estaban descoloridas, otras eran modernas y llamativas; al llegar al final del pasillo, caí en la cuenta de que aquél no era un domicilio particular, sino una especie de museo o establecimiento público.
Por fin oí unos pasos irregulares y una voz grave que llamaba impaciente:
– ¿Salvatore?
Me volví para ver a mi involuntario anfitrión salir de la habitación contigua, apoyándose en una muleta. Era un anciano, debía de tener más de setenta, y el gesto adusto lo hacía parecer mayor aún.
– ¿Salva…? -Se detuvo en seco al verme y añadió algo que no me sonó muy cordial.
– Ciao! -saludé, a la vez nerviosa y atenta, y sostuve en alto la carta como quien sostiene un crucifijo ante un noble transilvano, por si acaso-. Busco a Pia Tolomei. Conoció a mis padres. Soy Giulietta Tolomei -añadí señalándome-. To-lo-mei.
El anciano se me acercó, apoyándose con fuerza en la muleta, y me arrebató la carta. Miró con recelo el sobre y le dio la vuelta varias veces para releer las direcciones del destinatario y del remitente.
– Mi esposa la envió hace muchos años -dijo al fin en un inglés asombrosamente fluido-. A Diane Tolomei. Era mi… mi tía. ¿Dónde la ha encontrado?
– Diane era mi madre -señalé, y mi voz sonó extrañamente monótona en la inmensa habitación-. Soy Giulietta, la mayor de sus gemelas. Quería venir a Siena… para ver dónde vivía… ¿La recuerda?
El anciano tardó en hablar. Me miró a la cara con los ojos llenos de asombro, luego alargó la mano y me acarició la mejilla para asegurarse de que era de verdad.
– ¿Pequeña Giulietta? -dijo al fin-. ¡Ven aquí! -Me cogió por los hombros y me envolvió en un abrazo-. Soy Peppo Tolomei, tu padrino.
No supe qué hacer. Yo no era de las que iban por ahí abrazando a la gente -eso se lo dejaba a Janice-, pero no me importó que aquel anciano entrañable lo hiciera.
– Lamento la intrusión… -empecé; luego me interrumpí, sin saber qué más decir.
– ¡No, no, no, no, no!… -Peppo le quitó importancia-. ¡Me alegro tanto de que estés aquí! ¡Ven, voy a enseñarte el museo! Éste es el museo de la contrada de la Lechuza… -No sabía bien por dónde empezar, y daba vueltas con su muleta en busca de algo impresionante que mostrarme. Paró al ver mi expresión-. ¡No! ¡No quieres ver el museo! ¡Quieres hablar! ¡Sí, tenemos que hablar! -dijo alzando los brazos, y a punto estuvo de tirar una escultura con la muleta-. Quiero que me lo cuentes todo. Mi esposa… Vamos a verla. Se pondrá muy contenta. Está en casa… ¡Salvatore! ¿Dónde se habrá metido…?
Cinco minutos después salía disparada de la piazzetta del Castellare en la parte trasera de un escúter rojo y negro. Peppo me había ayudado a montar con la galantería con que un mago ayudaría a su joven asistente a meterse en la caja que se propone serrar en dos y, en cuanto me hube agarrado bien a sus tirantes, salimos pitando por el pasaje cubierto, sin frenar para nada.
Peppo había insistido en cerrar en seguida el museo y llevarme a casa con él para que conociese a su esposa, Pia, y a todo el que anduviera por allí. Yo había aceptado encantada, dando por sentado que la casa de la que hablaba estaba a la vuelta de la esquina. Cuando enfilamos a toda velocidad el Corso y pasamos el palazzo Tolomei, fui consciente de mi error.
– ¿Está lejos? -grité, agarrándome todo lo fuerte que podía.
– ¡No, no, no! -contestó Peppo, casi atropellando a una monjita que empujaba la silla de ruedas de un anciano-. ¡Tranquila! ¡Los llamaremos a todos y celebraremos una gran reunión familiar!
Ilusionado, empezó a describirme a todos los miembros de la familia que yo pronto conocería, aunque el viento casi no me permitía oírlo. Tan distraído iba que, a la altura del palazzo Salimbeni, pasamos por en medio de un puñado de guardias de seguridad, obligándolos a apartarse de un salto.
¡Ayyy! -exclamé, preguntándome si Peppo era consciente de que íbamos a terminar celebrando la reunión familiar en el trullo.
No obstante, los guardias no hicieron ademán de detenernos, sino que se limitaron a vernos pasar como un perro bien atado ve a una ardilla cruzar la calle tan tranquila. Por desgracia, uno de ellos era el ahijado de Eva Maria, Alessandro, que seguramente me reconoció, porque se volvió para mirar mis pies al viento, intrigado quizá por el paradero de mis chanclas.
– ¡Peppo! -grité, agarrándome más fuerte a los tirantes de mi padrino-. No quiero que me arresten, ¿vale?
– ¡Tranquila! -volvió una esquina y aceleró mientras hablaba-: ¡Voy demasiado de prisa para la policía!
Al poco cruzamos la puerta antigua de una ciudad como un caniche salta a través de un aro y, veloces, nos introdujimos de lleno en el escenario de un verano toscano.
En la moto, mientras contemplaba el paisaje por encima de su hombro, deseé poder sentirme como en casa, notar que por fin había vuelto a mi tierra, pero todo lo que me rodeaba era nuevo para mí: el cálido aroma a hierba y especias, la perezosa ondulación de los campos…, hasta la colonia de Peppo tenía un componente extraño que me resultaba absurdamente atractivo.
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