Al ver que el monje se quedaba sin munición, el bandolero se irguió con aire triunfante, cogió el cuchillo que llevaba en la boca y le mostró la longitud del acero a su tembloroso blanco.
– ¡Deteneos, en nombre de Cristo! -exclamó fray Lorenzo, anteponiendo su rosario-. ¡Tengo amigos en el cielo que os harán caer muerto al instante!
– ¿Ah, sí? ¡No los veo por ninguna parte!
Justo entonces se levantó la tapa del ataúd y su ocupante -una joven de cabello alborotado y ojos llameantes con aspecto de ángel vengador- se incorporó en su interior, visiblemente consternada. Sólo verla bastó para que el bandido soltara el cuchillo, horrorizado, y se volviera, pálido como un muerto. Sin dudarlo un instante, el ángel se incorporó en la caja, cogió el cuchillo y lo retornó de inmediato al cuerpo de su propietario, tan cerca de la ingle como su rabia le permitió acertar.
Entre alaridos de dolor, el hombre herido perdió el equilibrio y cayó de la carreta, haciéndose aún más daño. Con las mejillas encendidas de emoción, la muchacha se volvió y sonrió a fray Lorenzo, y habría salido del ataúd si él no se lo hubiese impedido.
– ¡No, Giulietta! -le insistió, empujándola hacia adentro-. ¡Por los clavos de Cristo, quedaos donde estáis y guardad silencio!
Fray Lorenzo bajó la tapa sobre el rostro indignado de la joven y miró alrededor, intentando averiguar qué había sido del otro jinete. Por desgracia, ése, más juicioso que su compañero, no tenía intención de abordar la carreta en marcha a semejante velocidad. En cambio, se adelantó para sujetar los arneses y detener así a los caballos, y, para angustia de fray Lorenzo, la artimaña funcionó. Medio kilómetro más allá, los caballos fueron reduciendo a medio galope, luego al trote y finalmente se detuvieron por completo.
Sólo entonces se acercó el bandido a la carreta y, cuando lo hizo, fray Lorenzo pudo ver que se trataba nada menos que del capitán espléndidamente vestido, que aún sonreía satisfecho y parecía haber salido indemne de la pendencia. El sol poniente lo dotaba de un halo dorado completamente inmerecido, y a fray Lorenzo le sorprendió el contraste entre la luminosa belleza del campo y la absoluta brutalidad de sus moradores.
– A ver qué os parece esto, fraile -empezó el bandido con sorprendente delicadeza-: os perdono la vida, de hecho, podéis incluso llevaros esta estupenda carreta y estos nobles caballos, sin peajes, a cambio de la muchacha.
– Aprecio vuestra generosa oferta -replicó fray Lorenzo frunciendo los ojos al sol-, pero he jurado proteger a esta noble dama y no puedo permitir que os la llevéis. Si lo hiciera, ambos arderíamos en el infierno.
– ¡Bah! -El bandolero conocía bien la excusa-. Esa joven es tan dama como vos o como yo. De hecho, ¡tengo la fuerte sospecha de que no es más que una furcia Tolomei!
Se oyó un alarido de indignación procedente del interior del ataúd y fray Lorenzo puso en seguida el pie sobre la tapa para impedir que se abriera.
– La dama es de gran importancia para mi señor Tolomei, eso es cierto, como también lo es que cualquier hombre que le ponga la mano encima llevará la guerra a los suyos -declaró el fraile-. Dudo que vuestro señor, Salimbeni, desee un conflicto así.
– ¡Ah, sermones de monje! -El bandido se aproximó a la carreta, y sólo entonces se extinguió su halo-. No me amenacéis con la guerra, frailecillo, que es lo que mejor se me da.
– ¡Os suplico que nos dejéis marchar -lo instó fray Lorenzo, alzando trémulo el rosario con la esperanza de que atrapase los últimos rayos de sol-, o juro por estas cuentas sagradas y por las heridas de Nuestro Señor Jesucristo que los ángeles del cielo bajarán a robarles el aliento a vuestros hijos mientras duermen!
– ¡Serán bienvenidos! -El bandido desenvainó la espada de nuevo-. Tengo muchos, no puedo alimentarlos a todos. -Pasó la pierna por encima de la cabeza del caballo y saltó a bordo de la carreta con la agilidad de un bailarín. Al ver que el otro retrocedía aterrado, rió-. ¿Qué os sorprende tanto? ¿De veras pensabais que os iba a dejar vivir?
El bandolero alzó la espada para atacar y fray Lorenzo cayó rendido de rodillas, aferrado al rosario en espera del espadazo que pondría fin a sus plegarias. Era cruel morir a los diecinueve, sobre todo sin testigo alguno de su martirio, salvo su Padre celestial, no conocido precisamente por correr al auxilio de sus hijos moribundos.
Aquí, sentaos aquí, querido primo Capuleto, que a ambos nos pasó el tiempo de la danza.
No recuerdo hasta dónde leí esa noche, pero los pajarillos ya habían empezado a cantar cuando me quedé traspuesta en medio de un océano de papeles. Ya sabía la relación que había entre los distintos documentos del cofre de mi madre: todos eran -cada uno a su manera- versiones preshakespearianas de Romeo y Julieta. Mejor aún, los textos del año 1340 no eran ficción, sino relatos de primera mano de los acontecimientos originarios de la famosa obra.
Aunque aún no había aparecido en su propio diario, el misterioso maestro Ambrogio, al parecer, había conocido en persona a los homólogos de carne y hueso de algunos de los personajes con peor estrella de la literatura universal. No obstante, lo cierto era que, de momento, sus escritos no cuadraban mucho con la tragedia de Shakespeare; claro que habían transcurrido más de dos siglos y medio entre los sucesos reales y la obra del poeta, tiempo suficiente para que la historia pasara por muchas manos.
Deseando compartir mi hallazgo con alguien que supiera apreciarlo -no a todo el mundo iba a hacerle gracia descubrir que, durante siglos, millones de turistas habían invadido la ciudad equivocada en busca del balcón y de la tumba de Julieta-, llamé a Umberto al móvil en cuanto me di una ducha matinal.
– ¡Enhorabuena! -exclamó apenas le dije que había logrado convencer al presidente Maconi para que me entregase el cofre de mi madre-. ¿Y qué?, ¿ya eres rica?
– Pues… -respondí, echando un vistazo al desorden de mi cama-. Dudo que el tesoro esté en el cofre. Si es que hay un tesoro…
– Claro que hay un tesoro -repuso Umberto-, ¿por qué si no iba a esconderlo tu madre en una caja de seguridad? Mira bien.
– Hay algo más… -Hice una breve pausa, buscando un modo de decírselo sin parecer idiota-. Creo que estoy emparentada con la Julieta de Shakespeare.
Supongo que era lógico que Umberto riera, pero me fastidió de todos modos.
– Sé que suena raro -proseguí interrumpiendo su risa-, pero ¿cómo explicas si no que nos llamemos igual, Giulietta Tolomei?
– Querrás decir Julieta Capuleto -me corrigió Umberto-. Lamento desilusionarte, Principessa, pero me temo que no era un personaje real…
– ¡Claro que no! -espeté, deseando no habérselo contado-. Pero parece que la historia estaba inspirada en personas de carne y hueso… ¡Bah, no importa! ¿Qué tal todo por ahí?
Cuando colgué, empecé a ojear por encima las cartas italianas que mi madre había recibido hacía más de veinte años. Seguramente aún vivía alguien en Siena que hubiera conocido a mis padres y pudiera responderme a todas las preguntas que tía Rose había eludido constantemente. No obstante, sin saber nada de italiano, no podía distinguir las cartas de amigos de las de familiares; mi única pista era que una de ellas comenzaba con «Carissima Diana…», y estaba firmada por una tal Pia Tolomei.
Desplegué el plano de la ciudad que había comprado el día anterior, con el diccionario, y, después de buscar un rato la dirección garabateada en el reverso del sobre, logré al final ubicarla en una plaza minúscula del centro de Siena, la piazzetta del Castellare. Se hallaba en el corazón de la contrada de la Lechuza, el territorio de mi familia, a escasa distancia del palazzo Tolomei, donde me había reunido con el presidente Maconi el día anterior.
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