Siena, quizá más que cualquier otra población de la Toscana, fue víctima de intensas enemistades familiares durante toda la Edad Media, y Tolomei y Salimbeni se encontraban enfrentados de un modo que recuerda mucho a la rivalidad entre los Capuleto y los Montesco de la obra de Shakespeare.
Dicho esto, me he tomado algunas libertades a la hora de retratar al señor Salimbeni como un maltratador, y no sé si al doctor Antonio Tasso, de Monte dei Paschi di Siena -que tuvo la bondad de enseñarle a mi madre el palazzo Salimbeni y transmitirle su gloriosa historia-, le agradará la idea de que haya instalado una cámara de tortura en el sótano de su loable institución.
Tampoco se alegrarán mucho mis amigos Gian Paolo Ricchi, Darío Colombo, Alex Baldi, Patrizio Pugliese y Cristian Cipo Riccardi de que haya convertido el antiguo Palio en algo tan violento, pero, teniendo en cuenta lo poco que se sabe de su versión medieval, confío en que sean condescendientes.
Espero que santa Catalina me perdone por implicarla en la leyenda de la señora Mina y la maldición del muro, así como en la historia del comandante Marescotti y Romanino, donde aparece como bebé de la familia de Benincasa. Ambos escenarios son inventados, si bien he tratado de ser fiel al espíritu de sus primeros años en Siena, su asombrosa personalidad y los milagros que se le atribuyen.
La arqueóloga Antonella Rossi Pugliese tuvo la amabilidad de llevarme de paseo por el casco antiguo de Siena, y fue ella quien me inspiró la inmersión en los misterios de la Siena subterránea: las cuevas de los bottini, la cripta perdida de la catedral y los restos de la peste bubónica de 1348. Atendiendo a una sugerencia suya, mi madre visitó el antiguo hospital de Santa Maria della Scala, donde descubrió la habitación de santa Catalina, así como la entrada a la fosa común de la plaga medieval.
Las partes menos macabras de la investigación de mi madre sobre la historia de Siena fueron posibles sobre todo gracias a la Biblioteca Comunale degli Intronati, el Archivio dello Stato y la Librería Ancilli -de donde sale, por cierto, la ficha que Juliet encuentra en el compartimento secreto del cofre de su madre-, pero también agradecemos la valiosa información del profesor Paolo Nardi, del dominico Alfred White y del jesuíta John W. Pech, así como el legado literario del difunto Johannes Jorgensen, poeta y periodista danés cuya biografía de Santa Catalina nos ofrece una visión cautivadora de la Siena del siglo XIV. También el Museo della Contrada della Civetta y la policía municipal de Siena nos han sido tremendamente útiles, esta última más que nada por no arrestar a mi madre durante sus múltiples investigaciones clandestinas de los sistemas de seguridad de los bancos y similares.
A propósito de actividades ilícitas, aprovecho para disculparme con el director Rosi, del hotel Chiusarelli, por permitir que se le atribuya un robo a su hermoso establecimiento. Que yo sepa, nunca se ha violado la seguridad del hotel, y su director tampoco se entrometería jamás en los asuntos de sus huéspedes ni se atrevería a tocar sus pertenencias.
Además, querría hacer hincapié en que el maestro Lippi -que existe en la realidad- no es tan excéntrico como lo he pintado. Tampoco tiene un taller desordenado en el centro de Siena, sino un impresionante estudio en un antiguo castillo Tolomei, en el campo. Confío en que me disculpe la licencia poética.
Dos amigos de Siena han sido particularmente atentos y generosos con su conocimiento de la zona: el abogado Alessio Piscini ha sido una fuente inagotable de sabiduría sobre la contrada dell'Aquila y la tradición del Palio, y el autor Simone Berni ha sufrido pacientemente un aluvión de preguntas sobre los usos italianos y la logística sienesa. Debo decir que si, a pesar de todo, se ha colado en el libro algún error fáctico, es culpa mía y no de ellos.
Me gustaría también hacer extensivo mi agradecimiento a las siguientes personas ajenas a Siena: a mi amiga y compañera de batalla del Institute for Humane Studies, Elisabeth McCaffrey, y a mis hermanas del club de lectura Jo Austin, Maureen Fontaine, Dará Jane Loomis, Mia Paséale, Tamie Salter, Monica Stinson y Alma Valevicius, que tuvieron la amabilidad de comentar mi primer borrador.
Dos personas han sido cruciales para que esta historia se convierta en libro: mi agente, Dan Lazar, cuyo entusiasmo, diligencia y sabiduría lo han hecho todo posible, y mi editora, Susanna Porter, que, con su devoción y su pericia ha logrado pulir y dar consistencia a la obra sin enredarme. Ha sido un honor y un privilegio trabajar con ambos.
Agradezco inmensamente la ayuda y el apoyo tremendos de toda la gente maravillosa de Writers House y Random House, dos casas (me atrevo a decir) de idéntica dignidad. Maja Nikolic, Stephen Barr, Jillian Quint y Libby McGuire, sobre todo, han sido indispensables para la publicación de este libro. Quiero dar las gracias en especial a Iris Tupholme, de HarperCollins Canadá, por sus sustanciosos consejos sobre la novela.
Por último, le estoy más que agradecida a mi marido, Jonathan Fortier, sin cuyo amor, respaldo y sentido del humor jamás podría haber escrito este libro, y sin el que aún seguiría dormida sin saberlo siquiera.
Le he dedicado Juliet a mi increíble madre, Birgit Mailing Eriksen, por su generosidad y dedicación infinitas, y por haber pasado casi tanto tiempo investigando la historia como yo escribiéndola. Espero que la novela satisfaga plenamente sus expectativas.
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