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Anne Fortier: Juliet

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Anne Fortier Juliet

Juliet: краткое содержание, описание и аннотация

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Bautizada por la prensa americana como El código Da Vinci para mujeres, Juliet, el sensacional debut de Anne Fortier, transforma la inmortal historia de Romeo y Julieta en una trepidante aventura del siglo XXI. Una historia a caballo entre la Edad Media y la actualidad, un apasionante viaje al corazón de Italia que combina historia, intriga, misterio y romance. Juliet y su hermana, huérfanas desde pequeñas, se han criado con su tía en Virginia. Cuando ésta muere, Juliet se ve obligada a viajar a Italia para saber qué se esconde tras la enigmática herencia que ha recibido de ella. Pronto descubre que en realidad es italiana y que, además, es descendiente de las personas en las que se inspiró Shakespeare para escribir Romeo y Julieta. Dispuesta a conocer la verdadera identidad de sus padres y los secretos que rodean sus repentinas muertes, Juliet se ve envuelta en una peligrosa trama que enfrenta a las dos familias más poderosas de Siena desde la Edad Media. Descubre que una antigua maldición recae sobre ellas y que únicamente la búsqueda de un supuesto tesoro llamado, «Los ojos de Julieta» podría detenerla…Juliet puede ser la próxima víctima y sólo un hombre puede salvarla de su destino, pero ¿dónde está? «Esta novela lo tiene todo: Romeo y Julieta, la nobleza italiana y el mundo de la mafia, aventuras y valientes heroínas; documentos secretos y tesoros escondidos; amores apasionados y violentas venganzas que perduran a lo largo de los siglos. Un debut sensacional.» KATHERINE NEVILLE, autora de El ocho y El fuego.

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No cabía ignorar que nuestra odisea en la cripta de la catedral habría acabado de forma muy distinta de no ser porque el maestro-en un momento de lucidez- nos había reconocido cuando cruzábamos la piazza del Duomo esa noche, rodeadas de músicos y envueltas en banderolas. Nos vio antes que nosotras a él, pero, al reparar en las banderolas del Unicornio -el gran rival de nuestra contrada, la de la Lechuza-, había sabido en seguida que algo horrible estaba pasando.

Volvió aprisa a su estudio y llamó a la policía. Alessandro ya estaba en comisaría, interrogando a dos imbéciles napolitanos que, al intentar matarlo, se habían roto los brazos.

Por eso, de no haber sido por Lippi, la policía no nos habría seguido a la cripta, Alessandro no me habría salvado del río Diana y yo no estaría en el monasterio de fray Lorenzo en Viterbo, en todo mi esplendor.

– Lo siento, maestro -dije, levantándome-, pero tendremos que dejarlo para luego.

Mientras subíamos a toda prisa, no puede evitar reírme. Janice llevaba uno de los vestidos a medida de Eva Maria y, como es natural, le quedaba perfecto.

– ¿De qué te ríes? -espetó, aún enfadada conmigo por llegar tarde.

– De ti -le respondí risueña-. No sé cómo no me había dado cuenta antes de lo mucho que te pareces a Eva Maria. Incluso hablas como ella.

– ¡Muchas gracias! -me respondió-. Supongo que será mejor que hablar como Umberto… -Pero, antes de pronunciar siquiera las palabras, su rostro se ensombreció-. Lo siento.

– No lo sientas. Seguro que está aquí en espíritu.

Lo cierto era que no teníamos ni idea de qué había sido de Umberto. Nadie lo había visto desde que había empezado el tiroteo en la cripta de la catedral. Quizá había desaparecido bajo tierra, pero eso tampoco lo había visto nadie. Todos andaban ocupados buscándome a mí.

Tampoco se habían encontrado las cuatro joyas. A mi juicio, se las había tragado la tierra: había acogido en su seno los ojos de los amantes, como había recuperado la daga del águila.

Janice, en cambio, estaba segura de que Umberto se las había apropiado y había huido por los bottini para vivir una vida de lujo en Buenos Aires…, o donde fuera que se retiraran los mañosos. También Eva Maria, tras unos cuantos martinis de chocolate en la piscina del castello Salimbeni, había empezado a coincidir con ella. Umberto -nos dijo, ajustándose las gafas bajo la pamela- tenía la mala costumbre de desaparecer, a veces durante años, y llamarla de pronto, como si nada. Además, estaba segura de que, aunque su hijo hubiera caído al Diana, se habría mantenido a flote y se habría dejado arrastrar por la corriente hasta algún lago. ¡No podía ser de otro modo!

Para llegar hasta el santuario, tuvimos que pasar por un olivar y un vivero con colmenas. Fray Lorenzo nos había paseado por las tierras esa misma mañana y, al final, habíamos terminado en una rosaleda escondida, dominada por una rotonda de mármol.

En el centro del templo se hallaba la estatua de bronce de tamaño natural de un monje, con los brazos abiertos en señal de amistad. El fraile nos explicó que así era como a los hermanos les gustaba imaginar al fray Lorenzo original, y que sus restos estaban enterrados bajo la estatua. Era un lugar de paz y contemplación, nos dijo, pero, por ser quienes éramos, haría una excepción.

Cerca ya del santuario, con Janice a remolque, me detuve un instante para tomar aire. Estaban todos allí, esperándonos -Eva Maria, Maléna, el primo Peppo con la pierna escayolada y una docena más de personas cuyos nombres empezaba a aprenderme- y, junto a fray Lorenzo, Alessandro, tenso e irresistible, mirando ceñudo el reloj.

Al ver que nos acercábamos, meneó la cabeza y me dedicó una sonrisa medio de reproche, medio de alivio. En cuanto pudo, me agarró, me dio un beso en la mejilla y me susurró al oído:

– Me parece que tendré que encadenarte en la mazmorra.

– Qué medieval te pones -repliqué, zafándome de su abrazo con fingido pudor al ver que teníamos público.

– Lo que tú me inspiras.

– Scusi? -Fray Lorenzo nos miró con las cejas enarcadas, impaciente por dar comienzo a la ceremonia, y yo, dejando mi réplica para después, me volví obediente hacia el fraile.

No nos casábamos porque creyéramos que debíamos hacerlo. Esa ceremonia nupcial en el santuario de Lorenzo no era sólo por nosotros, sino también para demostrar a los demás que, en efecto, estábamos hechos el uno para el otro, algo que los dos sabíamos hacía mucho tiempo. Además, Eva Maria exigía una oportunidad de celebrar el regreso de sus nietas desaparecidas, y Janice se habría puesto muy triste si no le hubiéramos asignado un papel glamuroso en aquello. Así que se habían pasado la tarde repasando el guardarropa de Eva Maria en busca del vestido perfecto de dama de honor mientras nosotros retomábamos mis clases de natación en la piscina.

Sin embargo, aunque nuestra boda no fuese más que una confirmación de las promesas que ya nos habíamos hecho, me conmovió la espontaneidad de fray Lorenzo y ver a Alessandro a mi lado, escuchando con atención el sermón del fraile.

Allí de pie, cogida de su mano, comprendí de pronto por qué -toda la vida- me había atormentado el miedo a morir joven. Siempre que había intentado imaginar mi futuro más allá de la edad a la que había muerto mi madre, no había visto más que oscuridad. Por fin tenía sentido. Esa oscuridad no era la muerte, sino la ceguera; ¿cómo iba a saber que algún día despertaría -como de un sueño- a una vida cuya existencia desconocía?

La ceremonia prosiguió en italiano, con gran solemnidad, hasta que el padrino, Vincenzo -el marido de Maléna-, le entregó los anillos a fray Lorenzo. Al reconocer el anillo del águila, el fraile hizo una mueca de exasperación y dijo algo que desató la carcajada general.

– ¿Qué ha dicho? -le susurré a Alessandro.

Aprovechando la ocasión para besarme el cuello, Alessandro me respondió en voz baja:

– Ha dicho: «¡Santa Madre de Dios!, ¿cuántas veces voy a tener que hacer esto?»

Cenamos en el claustro del monasterio, al abrigo de un enrejado cubierto de enredadera. Cuando empezó a anochecer, los hermanos entraron a buscar lámparas de aceite y velas de cera de abeja recogidas en recipientes de cristal artesanales, y el resplandor dorado de las mesas pronto ahogó la fría luz trémula del firmamento estrellado.

Era gratificante estar sentada junto a Alessandro, rodeada de personas que, de otro modo, jamás se habrían reunido. Tras los reparos iniciales, Eva Maria, Pia y el primo Peppo habían logrado llevarse estupendamente y desprenderse al fin de los viejos malentendidos familiares. ¿Qué mejor ocasión para hacerlo? A fin de cuentas, eran nuestros padrinos.

No obstante, la mayoría de los invitados no eran ni Salimbeni ni Tolomei, sino amigos sieneses de Alessandro y miembros de la familia Marescotti. Yo ya había ido a cenar con tus tíos varias veces -por no hablar de sus primos, que vivían en la misma calle-, pero era la primera vez que veía a sus padres y a sus hermanos de Roma.

Alessandro me había advertido que su padre, el coronel Santini, no era un gran entusiasta de la metafísica, y que su madre sólo le contaba lo estrictamente necesario de la herencia Marescotti. No pudo alegrarme más que ninguno de los dos quisiera conocer la historia de nuestro noviazgo y, aliviada, ya le había apretado la mano a Alessandro bajo la mesa cuando su madre se inclinó para susurrarme con un guiño de complicidad:

– Cuando vengáis a vernos, me cuentas lo que ocurrió de verdad, ¿eh?

– ¿Has estado alguna vez en Roma, Giulietta? -inquirió el coronel Santini, extinguiendo por un momento el resto de las conversiones con su potente voz.

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