– ¡Oye, que él también se coló, ¿vale?! ¡Y yo soy tu hermana! Tengo derecho a saber qué está pasando… -Se interrumpió y puso carita de buena-. ¿Cómo lo has sabido?
– Porque él te vio. Pensó que eras yo, que me descolgaba de mi balcón.
– ¿Me confundió con…? -exclamó Janice, escandalizada-. ¡Venga ya! ¡No fastidies!
– ¡Janice! -grité, frustrada de que recurriera a su habitual descaro y me arrastrara consigo-. Me has mentido. ¿Por qué? Después de lo ocurrido, habría entendido que te colaras en mi habitación. Creías que te estaba escamoteando una fortuna.
– ¿En serio? -me miró, de pronto esperanzada.
Me encogí de hombros.
– ¿Por qué no somos sinceras la una con la otra para variar?
Las recuperaciones instantáneas eran especialidad de mi hermana.
– Perfecto -sonrió con picardía-, seamos sinceras. Para empezar, si no te importa… -meneó las cejas-, tengo más preguntas sobre lo de anoche.
Después de comprar unas provisiones en la tienda del pueblo, pasamos el resto de la tarde curioseando por la casa en busca de recuerdos de nuestra infancia. No ayudó que todo estuviera cubierto de polvo y de moho, que todos los tejidos tuvieran agujeros hechos por algún animal y que hubiera excrementos de rata en todas las grietas posibles (e imposibles). En el piso de arriba, las telarañas eran tan gruesas como cortinas de baño y, cuando intentamos abrir las contraventanas de la segunda planta para que entrase algo de luz, más de la mitad se descolgaron de los goznes.
– ¡Ufff! -exclamó Janice cuando una de las contraventanas se descolgó y se hizo trizas en el escalón de entrada, a medio metro de su Ducati-. Habrá que ligarse a un carpintero.
– ¿Y qué tal un fontanero? -propuse, quitándome algunas telarañas del pelo-. ¿O un electricista?
– Al electricista lígatelo tú, que tienes los cables cruzados -espetó.
Lo mejor fue cuando descubrimos la mesa de ajedrez desvencijada, en un rincón, escondida detrás de un roñoso sofá.
– ¿No te lo había dicho? -sonrió orgullosa, meciéndola con cuidado para asegurarse-. Ha estado aquí todo el tiempo.
Al atardecer, la limpieza estaba ya tan avanzada que decidimos trasladar el campamento al piso de arriba, a lo que en su día había sido un despacho. Sentadas a un viejo escritorio, la una frente a la otra, cenamos pan, queso y vino tinto a la luz de las velas mientras planeábamos lo siguiente. Ninguna de las dos quería volver a Siena, pero sabíamos que esa situación no era sostenible. Para que la casa volviera a ser habitable, habría que invertir mucho tiempo y dinero en papeleos y manitas y, aunque lo consiguiéramos, ¿cómo íbamos a vivir? Seríamos como fugitivas, siempre huyendo de nuestro pasado y endeudándonos cada vez más.
– Según lo veo yo -dijo Janice, rellenando las copas-, o nos quedamos aquí, que no podemos, o volvemos a Estados Unidos, que sería patético, o nos lanzamos a la caza del tesoro y a ver qué pasa.
– Olvidas que el libro no tiene ningún valor en sí -señalé-. Necesitamos el cuaderno de dibujo de mamá para descifrar el código secreto.
– Por eso mismo -dijo hurgando en su bolso- lo he traído. ¡Tachan! -Plantó el bloc en la mesa, delante de mí-. ¿Alguna otra pregunta?
Reí a carcajadas.
– ¿Te he dicho ya que te quiero?
Janice se esforzó por no sonreír.
– Tranquila, no te emociones.
Con el libro y el cuaderno, uno al lado del otro, no nos costó mucho descifrar el código, que, en realidad, no era tal, sino una lista bien escondida de números de página, línea y palabra. Mientras Janice cantaba los números garabateados en los márgenes del cuaderno, yo localizaba y leía en alto los fragmentos de Romeo y Julieta en los que nuestra madre había ocultado el mensaje que quería dejarnos. Rezaba así:
MI AMOR
ESTE VALIOSO LIBRO
ENCIERRA LA HISTORIA DORADA
DE
LA MAS PRECIADA
PIEDRA
AUNQUE TÚ ESTUVIERAS SOBRE LA INMENSA ORILLA DE UNOS MARES
LEJANOS, POR UNA JOYA ASÍ YO ME ARRIESGARÍA.
VE CON
EL ESPECTRAL CONFESOR
DE ROMEO
FUERA SACRIFICADA SU VIDA ANTES DE LO QUE CORRESPONDERIA
BUSCAD, INQUIRID
CON APEROS
NECESARIOS PARA ABRIR LOS SEPULCROS
CON CAUTELA DEBE HACERSE
AQUÍ YACE JULIETA
COMO UNA POBRE PRISIONERA
MUCHOS CIENTOS DE AÑOS
BAJO
LA REINA
MARIA
DONDE
ESTRELLAS DIMINUTAS
ILUMINAN EL ROSTRO DEL CIELO
ACÉRCATE PUES
A LA ESCALERA DE
SANTA
MARÍA
ENTRE UNA HERMANDAD DE MONJAS SANTAS
UNA CASA DONDE HUBIESE CONTAGIO DE LA PESTE, CON LAS PUERTAS
SELLADAS
UNA SEÑORA
SANTA
OCA
VISITANDO
LA ALCOBA
DE LA ENFERMA
ESTE SANTUARIO
ES
LA ENTRADA DE PIEDRA
A LA
ANTIGUA CÁMARA
TRAEDME EN SEGUIDA UNA BARRA DE HIERRO
PARA ACABAR
CON LA CRUZ
¡MOVEOS, CHICAS!
Al llegar al final del largo mensaje, nos dejamos caer en el asiento y nos miramos perplejas, nuestro entusiasmo inicial en suspenso.
– Vale, tengo dos preguntas -dijo Janice-. Una: ¿por qué no hemos hecho esto antes? Y dos: ¿qué fumaba mamá? -Me miró furiosa y alargó el brazo para coger su copa de vino-. Entiendo que escondió el código secreto en «este valioso libro» y que, de algún modo, es un mapa del tesoro para encontrar la tumba de Julieta y «la más preciada piedra», pero… ¿dónde hay que cavar? ¿Qué leches es eso de la peste y la barra de hierro?
– Me parece que habla de la catedral de Siena -dije hojeando el texto para releer algunos pasajes-. «Reina María» sólo puede ser la Virgen. Y lo de las «estrellas diminutas» que «iluminan el rostro del cielo» me recuerda al interior de la cúpula de la catedral, pintada de azul con estrellitas doradas. -La miré, de pronto entusiasmada-. ¿Te imaginas que la tumba está ahí? Lippi dijo que Salimbeni los había enterrado en «el más sagrado de los lugares», ¿recuerdas? ¿Qué podría ser más sagrado que la catedral?
– Tiene sentido -coincidió Janice-, pero ¿qué me dices de lo de la peste y lo de la «hermandad de monjas santas»? ¿Qué tiene eso que ver con la catedral?
– «La escalera de Santa María»… -mascullé, hojeando el libro-, «una casa sellada, infestada por la peste…, una señora santa…, oca…, visitando la alcoba del enfermo…». -Dejé que se cerrara el libro y me recosté en la silla, tratando de recordar la historia que me había contado Alessandro sobre el comandante Marescotti y la peste-. A lo mejor te parece una chorrada pero… -titubeé y miré a Janice, cuyos ojos muy abiertos rebosaban fe en mi habilidad para resolver acertijos-, durante la peste, poco después de la muerte de Romeo y Giulietta, eran tantos los fallecidos que no podían enterrarlos a todos. Así que, en Santa Maria della Scala, «escalera» en italiano, el hospital que hay frente a la catedral, donde «una hermandad de monjas santas» cuidaba de los enfermos durante la plaga…, bueno…, decidieron emparedar a los muertos.
Janice hizo un aspaviento.
– Así que creo -seguí- que buscamos una «alcoba» con una «cama» en ese hospital, Santa Maria della Scala…
– …en la que durmiera la «señora» del «santo» de la «oca» -propuso-, o quien fuera el tipo ese.
– O «la santa señora» de Siena nacida en la contrada de la «oca», santa Catalina…
– ¡Vaya! -exclamó Janice con un silbido de admiración.
– …que, casualmente, tenía una habitación en ese hospital, donde dormía cuando trabajaba hasta tarde «visitando a los enfermos». ¿No lo recuerdas? Fue lo que nos leyó el maestro Lippi. Te apuesto un zafiro y una esmeralda a que allí encontraremos «la entrada de piedra a la cámara».
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