Las dos nos quedamos mirando sus manos, impregnadas de sangre, o algo muy parecido.
– ¡Joder, Jules! -exclamó Janice-, ¿has matado a alguien? ¡Aaarrr-ggg! ¿Qué es esto? -Se olisqueó las manos con manifiesta aprensión-. Tiene pinta de ser sangre. No me digas que es tuya, porque, como lo sea, ¡vuelvo ahora mismo y convierto a ese tío en una pieza de arte moderno!
No sé por qué, su mueca beligerante me hizo reír, quizá porque aún no me acostumbraba a que saliese en mi defensa de ese modo.
– ¡Ya era hora, niña! -dijo olvidando su enfado en cuanto me vio sonreír por fin-. Me tenías preocupada. No vuelvas a hacerlo.
Juntas, cogimos mi bolso y lo volcamos. De allí salió mi ropa, y Romeo y Julieta, que, por suerte, no había sufrido grandes daños. El misterioso frasquito verde, sin embargo, se había hecho añicos, probablemente cuando, en mi huida, había tirado el bolso por encima de la verja.
– ¿Qué es esto? -Janice cogió un pedazo de cristal y lo examinó en su mano.
– Eso es el frasquito del que te he hablado -dije-, el que Umberto le dio a Alessandro, con el que se cabreó tanto.
– Aja. -Janice se limpió las manos en la hierba-. Al menos sabemos qué había dentro: sangre. Mira tú por dónde. Tal vez tenías razón y son todos vampiros. Quizá esto era una especie de tentempié de media mañana…
Nos sentamos un rato a valorar las opciones, entonces cogí el cencío y lo miré agobiada.
– ¡Qué lástima! ¿Cómo se limpia la sangre de la seda antigua?
Janice lo cogió por un lado y entre las dos lo estiramos para examinarlo. Lo cierto era que las manchas no eran sólo del frasquito, pero eso no se lo iba a decir, claro.
– ¡La madre del cordero! -dijo Janice de repente-. Ahí está, Jules: la sangre no se va. Así era exactamente como querían ver el cencío. ¿No lo entiendes?
Me miró nerviosa, pero a mí debió de quedárseme cara de lela.
– ¡Como ocurría antes -se explicó-, cuando las mujeres inspeccionaban las sábanas del lecho nupcial después de la noche de bodas! Me apuesto el cuello… -cogió un par de trozos del frasquito roto, incluido el corcho- a que esto es, o era, lo que en las agencias de boda llamamos «insta-virgen». No es sólo sangre, es sangre mezclada con otra cosa. Toda una ciencia, créeme.
Al ver mi expresión, Janice se echó a reir.
– Sí, sí, aún se hace. ¿No me crees? ¿Acaso piensas que sólo se fiscalizaban las sábanas en la Edad Media? ¡Qué va! Tal vez no lo has notado, pero algunas culturas todavía son medievales. Piénsalo bien: si vuelves a un pueblo perdido en el monte para casarte con tu primo el cabrero, pero resulta que ya te has cepillado a Fulano, Mengano y Zutano…¿qué haces? Lo más probable es que al cabrero y a tus suegros no les haga mucha ilusión que ya se te hayan pasado por la piedra. Solución: te apañan en una clínica privada. Te lo ponen todo en su sitio y repites el dichoso ritual, sólo por complacer a tu público. O bien te llevas a la fiesta un frasquito de esto. Mucho más barato.
– Venga ya… -protesté.
– ¿Sabes lo que creo? -prosiguió Janice con los ojos brillantes-. Que te la han jugado. Te han drogado, o al menos lo han intentado, y esperaban que estuvieras grogui después del colocón con fray Lorenzo y el dream team para poder coger el cencío, pringarlo de la cosa ésta y que pareciera que el bueno de Romeo te había desflorado.
Eso me dolió, pero ella no pareció darse cuenta.
– Lo curioso es que podrían haberse ahorrado las molestias -siguió, demasiado absorta en su lascivo argumento para reparar en lo que me incomodaba el tema y su forma de tratarlo-. Porque vosotros ibais a mojar el churro de todas formas. Igual que Romeo y Julieta. ¡Ñaca-ñaca! Del baile al balcón y del balcón a la cama en cincuenta páginas. ¿Qué queríais?, ¿batir un récord?
Me miró emocionada, como esperando la palmadita en el lomo y la chuchería de premio por ser tan lista.
– ¿Es humanamente posible ser más vulgar que tú? -protesté.
Janice sonrió como si ése fuera el mayor elogio que podía hacerle.
– Probablemente no. Si lo que buscas es poesía, vuelve a rastras con tu pollo.
Me recosté en el quicio de la puerta y cerré los ojos. Cada vez que mencionaba a Alessandro, aunque fuese en medio de alguna de sus ordinarieces, me asaltaban recuerdos de la noche anterior -algunos dolorosos; otros, no- que me distraían de la realidad presente. Si le pedía que parase, con toda seguridad haría lo contrario.
– Lo que no entiendo es para qué querían el frasquito -dije, decidida a cambiar de tema y aclarar la situación-. Si de verdad hubieran querido poner fin a la maldición de los Tolomei y los Salimbeni, lo último que habrían hecho es «simular» la noche de bodas de Romeo y Giulietta. ¿En serio creían que podían engañar a la Virgen?
Janice frunció los labios.
– Tienes razón. No tiene sentido.
– A mi modo de ver -proseguí-, al único a quien han engañado de este modo, aparte de a mí, es a fray Lorenzo. O, mejor dicho, lo habrían engañado si hubieran usado lo del frasquito.
– Pero ¿por qué iban a querer embaucar a fray Lorenzo? -exclamó-. Es un carcamal. Salvo que… -me miró arqueando las cejas- el fraile tenga algo que ellos no tienen. Algo importante. Algo que quieran. Como…
Me incorporé de golpe.
– ¿La tumba de Romeo y Julieta?
Nos miramos.
– Me parece que ésa es la conexión -dijo Janice, asintiendo despacio con la cabeza-. Cuando lo hablamos en el taller de Lippi, pensé que estabas grillada, pero igual tengas razón. Parte del rollo de redimir los pecados implica directamente la tumba y la estatua físicas, reales. ¿Y si, tras asegurarse de que Romeo y Giulietta están juntos al fin, los Tolomei y los Salimbeni tienen que ir a la tumba y arrodillarse ante la estatua?
– Pero la maldición decía que debían «arrodillarse ante la Virgen»…
– ¿Y qué? -Janice se encogió de hombros-. La estatua se parece a una de la Virgen. Lo que pasa es que no saben dónde está. Sólo lo sabe fray Lorenzo, por eso lo necesitan.
Guardamos silencio un rato mientras hacíamos cabalas.
– ¿Sabes qué? -dije al fin, acariciando el cencío-. No creo que él lo supiera.
– ¿Quién?
La miré, empezando a ruborizarme.
– Ya sabes…, él.
– ¡Venga ya, Jules! -protestó-. Deja de defender a ese capullo. Lo viste con Umberto. Además… -aunque intentaba suavizar el tono, no estaba acostumbrada y le costaba-, te siguió cuando huías para pedirte que le dieras el libro. Claro que lo sabía.
– Pero, si tú estás en lo cierto -dije, sintiendo una absurda necesidad de defenderlo-, habría seguido el plan y no habría…, bueno, ya sabes.
– ¿Iniciado un contacto carnal? -propuso Janice en plan cursi.
– Exactamente -asentí-. Ni se habría sorprendido tanto cuando Umberto le dio el frasquito. De hecho, el frasquito lo habría tenido él.
– ¡Cielo! -me miró por encima de la montura de unas gafas imaginarias-, se ha colado en tu habitación del hotel, te ha mentido y te ha robado el libro de mamá para dárselo a Umberto. Ese tío es un mamón, y me da igual que esté muy bien dotado y sepa hacer uso de su dotación; para mí, y perdona la vulgaridad, sigue siendo un cabronazo. Y tu estupendísima mafiosa…
– A propósito de mentiras y de colarse en mi habitación -dije mirándola fijamente-, ¿por qué no me dijiste que habías sido tú quien me había puesto la habitación patas arriba?
– ¿Cómo? -exclamó asombrada.
– ¿Vas a negar que me desvalijaste tú la habitación y le echaste la culpa a Alessandro? -le pregunté con frialdad.
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