La ventana daba al nordeste, por encima de una terraza cortada en diagonal en la cima de la torre. Arbustos y árboles pequeños en macetas gigantes se balanceaban al viento y la superficie de los estanques artificiales ondeaba con las acometidas y caricias del viento. La puerta corredera de uno de los bordes del enorme ventanal estaba abierta, no más de un dedo. Me pregunté si debería cerrarla. Si cambiaba el viento… ¿Y qué? Seguro que sir Jamie tenía un valet o un mayordomo o un comoquiera que se llame para encargarse de esas cosas. Iba a soltar de nuevo la cortina y dejarlo todo como estaba cuando vislumbré una figura entre las sombras cerca de uno de los bordes de la terraza donde una verja fina y recta segmentaba la vista.
Rayos. Mucho después pensé que debieron haber sido rayos los que iluminaron la escena, que se había tratado de una de esas tormentas y que cuando la vi por primera vez allí de pie había sido por cortesía de un rayo que iluminó la Misteriosa Figura entre las Sombras. Pero no. Solo eran las luces de la ciudad atenazada por la tormenta. A veces las situaciones no son lo bastante góticas.
Distinguía que era una mujer de pie, a unos cuatro metros de distancia, situada al abrigo del edificio, bajo un techo que cubría parte del jardín. Era una protección parcial, porque la veía sacudida por las rachas de viento arremolinado. Se la veía delgada, frágil y oscura. Tenía los brazos cruzados bajo el pecho. El viento tiraba del dobladillo de su vestido largo y cuando mi vista se adaptó a la oscuridad vi pequeños mechones de pelo azotándole la cara y revoloteando alrededor de su cabeza como llamas atenuadas, veloces.
Comprendí que probablemente sabía que la estaban observando —una rendija de luz iluminaba el enladrillado desde que había levantado la cortina— justo cuando giró la cabeza y me miró de frente. Se quedó quieta un momento, luego inclinó la cabeza a un lado. Reconocí a la mujer del vestido negro ajustado con la cara extraordinaria. No le veía los ojos.
Incluso entonces, en teoría, podría haberme limitado a soltar la cortina y dirigirme al piso de abajo y regresar con mi achispamiento a la fiesta. Pero muy pocas veces se presentan oportunidades así, pequeños montajes de la suerte. Incluso sin haber leído sobre escenas como aquella o haberlas visto en la televisión o el cine, incluso si nunca hubiera leído ni visto nada en la vida, el momento habría impuesto la necesidad de actuar de un modo determinado, de aprovechar la ocasión que se había presentado porque hacer cualquier otra cosa habría sido sencillamente reconocerse víctima de una tristeza terminal. O quizá me había tragado la fantochada de sir Jamie sobre lo de ser dos amantes del riesgo. En cualquier caso, lo que hice fue colar la mano por el hueco abierto entre el ventanal y el marco y empujar a un lado el pesado panel.
—Hola —dijo ella con voz apenas audible por encima del rugir de la tormenta.
—Te estás jugando la vida.
—¿Cómo dices?
Alcé la voz.
—La vida —dije casi gritando, sintiéndome ya como un idiota mientras se desvanecía el gran momento oculto bajo el ruido y la fuerza del viento—. Te la estás jugando.
—¿Sí? —preguntó como si acabara de comunicarle una noticia novedosa e importante.
Dios mío, pensé, menuda pánfila.
—Oye, ¿podría…?
Y señalé hacia el interior del dormitorio dándole a entender que la dejaría proseguir con cualquiera que fuera la naturaleza de su comunión con el tejado a la que estaba entregada.
Inclinó la cabeza llevándose una mano al oído. Meneó la cabeza.
—Mierda —dije por lo bajo, y salí a la terraza.
Bueno, ¿qué otra cosa podía hacer? Era guapa, el tipo con el que estaba se había marchado de la fiesta sin ella, yo tenía treinta y cinco años y empezaba a vigilar mi peso y a buscarme canas cada mañana y no estaba tan involucrado en otras historias como para no poder manejar la potencial complicación extra de enredarme con una mujer con aquel aspecto. Suponiendo que no fuera una pánfila y por pocas posibilidades que tuviera. La lluvia me salpicó la cara y el viento me despeinó.
—Ken Nott. Encantado de conocerte. —Le ofrecí la mano.
Ella la miró un momento y luego la aceptó.
—Celia. Merrial. ¿Qué tal?
Tenía una voz suave, con un leve deje probablemente francés.
—¿Estás bien aquí fuera? —pregunté.
—Sí. ¿Pasa algo?
—¿Cómo?
—¿Por que esté aquí? ¿Pasa algo? ¿Se puede?
Descorazonado, comprendí que no me había reconocido de antes, de la fiesta. Por lo visto me había tomado por un guardia de seguridad de Mouth Corporation dedicado a arrastrarla de vuelta al territorio destinado a la diversión de la planta baja.
—No tengo ni idea —admití—. Soy un civil más. —No íbamos a ninguna parte. Lo mejor era excusarse e irse de allí. Era absurdamente pronto para escapar de una situación con potencial, pero un instinto que en una situación normal habría obviado me decía que olvidara todo aquello—. Escucha. Si estás bien, te dejo sola. Simplemente… bueno, ya sabes, te he visto ahí fuera y… —Ni siquiera manejaba con gracia la retirada.
No me hizo caso. Volvió a ladear la cabeza, socarrona. Frunció el ceño y dijo:
—Ah. Tu nombre me suena.
—¿Ahora sí?
—Trabajas en la radio —dijo retirándose un mechón de pelo que se le había enganchado en la boca. Tenía la boca pequeña y carnosa—. Me dijeron que vendrías. —Sus dientes se vieron muy blancos cuando me sonrió tímidamente, con recelo—. Escucho tu programa.
Ahí me atrapó. En lo que a mi ego respecta, aquello equivalía a confesarse mi fan número uno. A la vez, un leve tizne de decepción tiñó mi satisfacción. Por muy inteligentes, ricos, extraordinariamente influyentes y con un rendimiento superior a la media que supusiera a mis oyentes, para una mujer como aquella no era lo bastante exótico escuchar mi programa de la radio diurna con toques pop y cuñas comerciales metidas con calzador. Entre las diez y las doce de la mañana aquella mujer debería estar perfeccionando su técnica para interpretar fugas de Bach en su piano de cola o recorriendo galerías mientras preparaba un borrador de su tesis, deteniéndose delante de grandes lienzos, asintiendo sabiamente. Debería ser del tipo de oyente de Radio Three, me dije para mis adentros; desde luego, no debería escuchar ninguna emisora con un signo de exclamación en el nombre.
Lo siento, no alcanzas el nivel mínimo aceptable de misterio que mi recalentada y hondamente desgraciada sensibilidad romántica exige. Muy Groucho. Pobre estúpido.
—Me siento muy halagado —le dije.
—¿Sí? ¿Por qué?
Contesté con una pequeña sonrisa. Nos golpeó una ráfaga de viento, duchándonos de lluvia y haciéndonos oscilar juntos como si bailáramos al son aporreante de la tormenta.
—Bueno, me halaga conocer a alguien que admite oír mi programa de usar y tirar, de un simplismo terminal. Y tú…
—¿De veras? ¿De verdad te parece simplista y desechable?
Yo iba a decir algo del estilo «Y tú eres la criatura más sobrecogedoramente bella de esta fiesta compuesta en su mayoría de criaturas sobrecogedoramente bellas, cosa que hace especialmente gratificante tu interés por mí», pero ella cometió la temeridad de interrumpir mi discurso profesional y tomarse en serio mi charla. No sabía qué era peor.
—Bueno, puede ser simplista, desde luego —dije—. Y cuando eso ocurre, no es más que una radio local, aunque sea una radio local londinense. Tampoco es Noam Chomsky.
—Admiras a Noam Chomsky —dijo asintiendo y apartándose otro mechón de pelo de la boca. El viento ululaba en torno al edificio, salpicándonos a ambos con gotas de lluvia. Era abril y no hacía demasiado frío, pero aun así allí actuaba una buena cantidad del factor viento helado—. Lo has mencionado varias veces.
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