Iain Banks - Aire muerto

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Ken McNutt es un locutor de radio londinense que se fragua enemistades por doquier, debido a la insaciable sátira social y política que despliega a través de las ondas. En una de las muchas fiestas de la alta sociedad a las que asiste conoce a Celia, una mujer misteriosa y atractiva que le relata, entre otras cosas, un accidente que la convirtió para siempre en dos personas distintas. Poco después, se entera de que ella es una mujer casada con un mafioso, y a partir de ese momento su vida entera en una vorágine de aventuras y peligros.

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Me quedé mirándolo.

—Es posible que entre ese montón de sandeces haya algo de verdad —admití. Ed se rió espasmódicamente— Pero sigues sin explicarme cómo puedes salir por el otro lado de un significado lexicológico aceptado de un término claro y nada ambiguo como «malo».

—Como las botellas de Kline, ¿no?

—¿Como qué?

—Las botellas de Kline. Son como botellas cuadrimensionales que solo existen en el ciberespacio, tío.

—¿Qué cojones tiene eso que ver?

—Mi vieja me hizo un sombrero con forma de botella de Kline cuando era crío.

—¿Vas colocado?

—Ji, ji, ji. No, pero, oye, la boca de una botella de Kline se tuerce sobre sí misma y regresa dentro de la botella, ¿no?

—Tal vez te sorprenda, y desde luego a mí me tiene desconcertado, pero más o menos sé de qué me hablas.

—Bueno, pues como el significado que estábamos hablando antes, ¿no? Sale de sí mismo y luego regresa. Claro como el agua, diría yo. Es que no atiendes, Ken.

Me quedé sin palabras. Al final me recuperé lo suficiente para hablar:

—¿De verdad tenías un sombrero con forma de botella de Kline, locazo? ¿O eso me lo he imaginado?

—Mi mamá seguía un curso de la universidad a distancia, ¿vale? Geometría y eso. Así que decidió hacerme una botella de Kline de punto y le salió una especie de gorro a lo Bob Marley. Un puto desastre. Además, una vez me obligó a llevarlo al cole porque estaba muy orgullosa del gorro; me acompañó a la puerta del cole y todo para que no lo perdiera por casualidad.

—Confío en que tus colegas hicieran lo que hay que hacer y te dieran una buena.

—¡Ja! Sí, eso también. —Ed cabeceó con una expresión nostálgica y feliz en la cara—. Desde entonces detesto las mates.

Permanecimos en silencio un minuto o así. Luego dije:

—Oye, acabamos de pasar junto a un coche de la pasma sin que te haga parar.

—Porque se han imaginado que conducías tú.

—Claro; hombre blanco al volante en el asiento derecho. Suficiente para engañar al pasma medio, te lo garantizo.

— ’Xacto. ¿Por qué crees que me he ofrecido a llevarte en coche?

—¡Cabrón! ¡Me estás explotando!

—Ji, ji, ji.

4. EN AUSENCIA DE ESA PEQUEÑA COINCIDENCIA DE CARACTERES

—No, no; estoy a favor de que haya muchas más cámaras de circuito cerrado. Deberían estar por todos lados, y sobre todo en las comisarías.

Craig, que liaba un porro en la mesa de la cocina, suspiró.

—Lo digo en serio —le aseguré—. ¿Cultura de cantina? Parece interesante. Veamos. Cobertura total; incluso en los lavabos. Se acabó eso de negros o asiáticos atizándose en los lavabos, estrangulándose y dándose cabezazos y echándole después la culpa a nuestros acérrimos defensores de la decencia.

—Las escaleras —sugirió Craig—. No te olvides de las escaleras.

—Hostia, sí, las escaleras; hará falta que Sky ofrezca una buena cobertura de la liga desde las escaleras; como mínimo arriba y abajo del todo. Con la opción, muy importante, de la cámara subjetiva, naturalmente, la Cámara del Jugador.

—Cámara del Prisionero.

—Cámara del Sospechoso. Cámara del Preso. —Asentí vigorosamente, con la intensa concentración en los detalles totalmente triviales del que va colocado hasta los huesos—. Cámara Criminal.

—Plim, plan, bim, ban —resolló Craig entre risas.

—¿Qué?

—¿Todavía no tienes Sky? —preguntó Craig, levantando el porro para lamer el papel de fumar.

—¿Has dicho en serio…? En fin, da igual. ¿Qué? ¿Sky? De ninguna manera —repuse con vehemencia—. No pienso darle al mierda ese del tal Murdoch ni un duro de… la guita que tan poco me cuesta ganar.

Me había mudado al Bella del templo el año anterior. El barco llevaba deshabitado muchos años, de modo que solo tenía televisión normal y Craig intentaba convencerme de que instalara Sky TV desde la mudanza.

—Ya —musitó Craig—. supongo que para un seguidor del Clydebank no tiene sentido.

—Que te jodan. Huno.

Craig y yo teníamos el desagradable pero reconfortante hábito de retomar nuestro estereotipo cultural del Macho Escocés de la costa Oeste cuando nos veíamos, de ahí que charláramos de fútbol. Craig era un nariz azul, un huno, un fan de los Rangers. Casi su único defecto, en realidad; a menos que le tuvieras en cuenta su participación en un matrimonio largo y tormentoso (y en virtud de la solidaridad masculina y del estereotipo cultural mencionado anteriormente, a ese respecto estaba obligado a echarle casi toda la culpa a Emma sin más consideraciones).

Era principios de mayo de 2001, un par de semanas después de la fiesta de sir Jamie en su apartamento molón de lo alto de la Limehouse Tower. Estábamos sentados en la cocina de la casa familiar de Highgate, una elegante casa adosada de tres plantas con un gran invernadero y una amplia zona cubierta en el jardín. Para entonces Emma tenía su propia casa, un piso con jardín en una planta baja a un par de calles de allí. Nikki vivía con Craig pero pasaba alguna que otra noche en casa de Emma. Solían ser las noches en que yo visitaba a Craig y teníamos la oportunidad de liberar al adolescente que Craig —padre y marido a los dieciocho— había abandonado de modo demasiado repentino y yo —disoluto, todavía solo pero con compromisos varios a los treinta y cinco— nunca había acabado de sacarme de encima.

De manera que escuchábamos música, nos fumábamos unos porros, bebíamos cerveza —o vino, cada vez más— y charlábamos de mujeres y, por supuesto, de fútbol. Para mi desgracia yo era, al menos en teoría, hincha del Clydebank (podría haber sido peor; podría haber sido aficionado del Dumbarton). El Clyde era el club más cercano al lugar donde me crié, en las remilgadas calles de la soleada Helensburg con sus vistas al sur; una ciudad demasiado de clase media para tener algo tan proletario como un equipo de fútbol propio. Por otra parte, el club de rugby ejercía de centro social casi a la par con el club de golf. Clyde es uno de esos equipos al menos un nivel por debajo de los grandes clubes escoceses que se encuentran otro nivel por debajo de los dos grandes, Celtic y Rangers. Craig había heredado su bufanda de los Rangers de su padre. Eran unos hunos pijos; no eran fanáticos ni anticatólicos, pero estaban totalmente comprometidos con su equipo.

—Ser de un equipo como el Clydebank tiene sus compensaciones —le dije a Craig al tiempo que encendía el porro y expulsaba el humo en la cocina a oscuras.

De pronto tuve una visión de Nikki al día siguiente, olisqueando el aire y abriendo las ventanas de la cocina y el invernadero adyacente. «¡Papá!» Aunque en estos tiempos diría: «¡Craig!».

—¿Compensaciones? —preguntó Craig llevándose la mano libre a la oreja—. ¡Escucha! ¿Es ese el sonido de alguien aferrándose a la última esperanza? ¡Vaya que si lo es! —Me limité a mirarle. De hecho lo que oía era Moby haciéndose el interesante y el profundo en la minicadena de la cocina—. ¿Qué compensaciones? ¿Tener que viajar hasta Cappielow para ver los partidos que jugáis en casa o visitar East Fife?

—No —contesté obviando los insultos—. Quiero decir que te prepara para la vida de hincha del equipo nacional.

—¿Que qué? —dijo Craig, como si por un momento fuera londinense.

—Piénsalo —le dije aceptando el porro—. Gracias. Si eres de un equipo como el Clydebank te acostumbras a las decepciones… —Hice una pausa para darle una calada al porro y seguí hablando entre nubes de humo—. La carrera truncada por la copa, los buenos jugadores (los rarísimos jugadores buenos de verdad) que se venden antes de que tengan oportunidad de hacer algo por el club más que poner en evidencia que el resto del equipo son unos pobres paletos, la angustia de mitad de temporada a medida que se hunden entre las posiciones inferiores de la liga, incluso, a largo plazo, los ascensos ocasionales de los que sabes que probablemente acabarán en descenso al año siguiente; sencillamente las aburridas y evidentes demostraciones de ineptitud futbolística mientras estás sentado congelándote durante dos horas consciente de que has apoquinado veinte libras por ver a dos pandillas de palurdos correteando por un campo enlodado dándose patadas unos a otros o, por lo que se ve, compitiendo a ver quién lanza la pelota más alta fuera del campo de juego mientras los tipos que te rodean insultan y descalifican a pleno pulmón a su propio equipo y a los demás hinchas. —Di otra calada honda y le devolví el porro.

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