Para Roger
Gracias a Mic y Brad
—Me estoy quedando sin cobertura…
—¿Perdón?
—Da igual.
—¿Qué?
—Hasta luego.
Cerré el móvil.
Esto fue tres semanas antes del asunto del club Clout y Raine (perdón; el asunto del club Clout y «Raine») y el taxi y la carretera por debajo del puente ferroviario y la ventana y el incidente del puñetazo en la nariz y básicamente de toda la experiencia de la noche truculenta del West End al East End cuando comprendí que no sé qué malnacido o malnacidos quería o querían hacerme daño de verdad o incluso —y de acuerdo con sus propias amenazas— matarme.
Todo lo cual ocurrió no muy lejos de aquí (donde estamos empezando, donde iniciamos nuestra historia precisamente porque fue como el principio y el final de algo, un momento en el que todo el mundo sabía exactamente dónde estaba), todo ello probablemente a la vista, si no a un tiro de piedra, de este presente que destacamos. Quizá; no hay posible marcha atrás para comprobarlo porque el lugar desde el que empezamos ya no existe.
En fin, asocio lo que ocurrió en un sitio con lo que ocurrió en el otro, con cosas que empiezan y cosas que acaban y —como la primera pieza en una de esas impresionantes pero irremediablemente enfermas composiciones de dominó que baten récords mundiales y que la gente monta en canchas deportivas en las que un minúsculo acontecimiento desencadena toda una cascada de ramificaciones en abanico de derribos de varios acontecimientos minúsculos que acontecen tan rápido y seguido que se convierten en un único gran acontecimiento—, sencillamente y en general, con cosas que se ponen en marcha, que son propulsadas de su estado de reposo a un movimiento inquieto, temerario y creciente.
—¿Quién era? —Jo vino a buscarme al parapeto.
—Ni idea —mentí—. No he reconocido el número.
Me puso un vaso bajo en la mano. El whisky tenía hielo y una manzana tapaba el vaso como un trasero gordo de color verde rojizo sobre un retrete de cristal. La miré por encima de las gafas de sol.
Sacó un palito de apio de su bloody mary y brindamos entrechocando los vasos.
—Deberías comer algo.
—No tengo hambre.
—Ya. Por eso.
Jo era menuda, con el pelo negro y espeso —corto— y la tez muy pálida agujereada por diversos piercings. Tenía una boca grande de estrella de rock, que resultaba bastante adecuada puesto que trabajaba de relaciones públicas para la discográfica Ice House. Ese día recordaba vagamente a una Madonna de la época oscura, con medias negras, una minifalda de cuadros escoceses y una chaqueta de cuero vieja sobre una camiseta artísticamente rota. La gente, no solo los estadounidenses, solía llamarla mona y luchadora, aunque normalmente no más de una vez. Tenía genio, razón por la que mentí automáticamente sobre la llamada telefónica a pesar de que no había ningún motivo para hacerlo. Bueno, casi ninguno.
Levanté la manzana del vaso y le di un mordisco. Su aspecto era brillante y estupendo, pero no sabía a gran cosa. Jo probablemente tenía razón al decir que debía comer algo. Habíamos desayunado un zumo de naranja y un par de rayas de coca cada uno. Rara vez tomaba coca, pero tenía la teoría de que el peor momento para encocarte es a altas horas de la noche, cuando lo único que consigues es mantener el cuerpo en marcha más allá de la hora que quiere y por lo tanto tienes muchas posibilidades de desperdiciar el día siguiente; así que esnifaba de día e iba pasándome al alcohol a medida que anochecía y de este modo mantenía algo remotamente parecido al ritmo corporal normal.
Así que apenas habíamos probado el almuerzo de bodas y era probable que debiéramos forzarnos a comer un poco, simplemente para mantener el equilibrio. Por otra parte, la manzana no resultaba apetecible. La dejé en el parapeto de ladrillos, que me llegaba a la altura del pecho. La manzana se bamboleó y rodó hasta el borde. La cogí y la coloqué bien para que no cayera al asfalto del aparcamiento abandonado que había abajo, a una distancia de unos treinta metros. Un aparcamiento que, de hecho, no estaba abandonado del todo: mi amigo Ed había aparcado su reluciente Porsche nuevo de color amarillo en un extremo, cerca de la puerta. Casi todos los demás habían aparcado en la calle anormalmente tranquila y vacía del otro lado de la vieja fábrica.
Kulwinder y Faye vivían en esta parte todavía por descubrir del East End londinense, al norte de Canary Wharf, desde hacía un par de años, conscientes de que demolerían aquel lugar en cualquier momento. El edificio de ladrillo rojo tenía más de cien años. Originalmente allí se trabajaba el plomo; sobre todo se fabricaban soldaditos y perdigones (cosa que, por lo visto, requería una torre de gran altura desde la que se escupían gotas de plomo fundido a una gran piscina). De ahí la altura del lugar: ocho plantas de techo alto, ocupadas en su mayoría por artistas desde hacía una docena de años.
Kulwinder y Faye habían alquilado la mitad de la última planta y la habían transformado en un inmenso loft al estilo neoyorquino: desnudo, amplio y lleno de ecos. Era blanco como una galería de arte y en realidad no contaba con habitaciones reconocibles de inmediato; en su lugar había lo que la gente del teatro habría llamado «espacios». Principalmente un gran espacio, minimalista, pero de un minimalismo carísimo y muy estudiado.
Sin embargo, al final algún proyectista había obtenido permiso para edificar, y en una o dos semanas tirarían abajo todo el lugar. Kul y Faye ya se habían comprado una casa en Shoreditch. La compra parecía haber intensificado la necesidad de reafirmar su compromiso y decidieron casarse esa mañana; Jo y yo éramos dos de la cincuentena de invitados a la ceremonia (no pude acudir, tenía trabajo) y al posterior banquete en el loft. Aunque, tal como decía, no comimos gran cosa.
Fruncí el ceño y hundí los dedos en el vaso para sacar el hielo. Dejé los relucientes cubitos en el muro de ladrillo.
Jo se encogió de hombros.
—Me lo han dado así, cari —dijo.
Bebí un sorbo de whisky helado y miré en dirección al río, inapreciable desde allí. La terraza estaba dispuesta de sur a este, con vistas ensombrecidas por las nubes dispersas que se cernían sobre las torres de Canary Wharf y la interminable llanura de Essex. Un viento frío me entumeció los dedos mojados.
No me gustaba quejo me llamara «cari». Aunque sonora afectuoso. A veces también decía «boile» cuando quería decir baile. Se había criado en una zona pija de Manchester, pero hablaba como si procediera de algún lugar situado entre Manhattan y Mayfair.
Miré cómo los cubitos de hielo se deshacían formando charcos sobre los ladrillos y me pregunté si no habría también pequeños detalles míos que empezaban a molestarla.
Lancé los rombos de hielo por la borda, hacia el asfalto resquebrajado del aparcamiento.
—Ken, Jo. ¿Qué tal? —Kulwinder se acercó a nosotros.
—Muy bien, Kul —le dije.
Kulwinder llevaba un elegante traje negro con una camisa blanca de cuello Nehru. Su piel lucía tan rica y lustrosa como la miel oscura; tenía los ojos grandes y húmedos, normalmente los protegía tras unas Oakley de montura plateada. Kulwinder era promotor de conciertos y una de esas personas que dan rabia porque tienen estilo sin proponérselo, en especial cuando retomaba alguna moda antigua que la gente tenía medio olvidada pero que, recuperada por alguien como Kulwinder, de pronto nos gustaba mucho a todos.
—¿Todavía soportas la vida de casado?
Sonrió.
—De momento va bien.
—Bonito traje —dijo Jo, palpándole la manga.
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