Carlos Sisí - Hades Nebula

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Tras sobrevivir a la devastadora pandemia que ha asolado el mundo y con la esperanza de ahondar en el misterio del Necrosum, el pequeño grupo de supervivientes de Carranque llega finalmente a la Alhambra de Granada, donde el aparato militar ha instalado uno de los últimos bastiones de resistencia de la Humanidad. Sin embargo, una vez allí descubrirán que las cosas no son cómo les habían prometido y los protagonistas deberán afrontar una realidad aún peor que todo lo que habían conocido hasta entonces.
El autor se sirve de los muertos vivientes para describir situaciones de extrema dureza y dramatismo, explorando la complejidad del ser humano cuando se encuentra cara a cara con el terror en un mundo manifiestamente hostil, y lanzando al lector, en definitiva, a una montaña rusa de sensaciones que desemboca en la conclusión final.

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Mientras escuchaban, acuclillados contra la pared del foso, vio una forma conocida que, sin embargo, se le escapaba. Sobresalía de entre la ceniza: un palo alargado de formas curvilíneas en cuya punta relucía un pomo de color blanco. Ya había visto antes algo así, pero ¿dónde?

Por fin lo comprendió, y su verdadera naturaleza se le reveló con una contundencia abrumadora. Era un fémur, un fémur quebrado por el calor que, de alguna forma, había sobrevivido a las llamas, y ahora despuntaba como un símbolo funerario. Más allá había otros restos: aquello no eran trozos de una vasija, sino costillas, y lo de más allá no era una roca blanca con estrías irregulares, sino la mitad de un cráneo.

Era una pira funeraria; probablemente, el lugar donde aquellos sádicos se deshacían de los cadáveres que ya no les proporcionaban diversión.

– Creo que han pasado… -susurró Víctor.

Dozer asintió; también él lo creía. Los sonidos de los pasos se habían desvanecido con la misma rapidez con la que habían llegado. Se asomó por el borde del foso y vio que la explanada estaba tan vacía como antes. Era el momento de aprovechar la oportunidad, porque o mucho se equivocaba, o los cuatro hombres se habían dividido en grupos de dos para darles caza por ambos lados del complejo. Si era así, el camino estaba expedito.

Abandonaron el foso, arrastrando la barriga y el pecho sobre la tierra para encaramarse a su parte más alta, y echaron a correr otra vez. Unos momentos más tarde, llegaban a algo nuevo: un sendero que se alejaba del lugar siguiendo una trayectoria sinuosa. La tierra tenía perfectamente marcada las huellas de unas grandes ruedas. Dozer se detuvo y alargó el brazo derecho para frenar la carrera de Víctor.

– ¿Qué…?

– Mira…

Siguió las huellas hasta el edificio, y descubrió que se perdían bajo un listón de chapa, como la reja de un escaparate. En su parte superior había un mecanismo para que éste se enrollara. Si las huellas no mentían, aquel era el acceso al garaje que habían estado buscando.

– Su coche -dijo Dozer-. Está ahí dentro…

A Víctor se le iluminaron los ojos al escuchar aquello.

– El coche… ¡Mis cosas!

– Tenemos una oportunidad.

Se acercaron al portón y descubrieron que no estaba cerrado. Tenía sentido, porque ningún zombi tenía la capacidad para manipular la reja: hacían falta al menos dos personas para levantarla sin que se descompensara.

– ¡Ayúdame! -pidió Dozer, agachándose para agarrar uno de los extremos.

Resultó que la reja no era tan pesada como había temido: la mantenían bien engrasada pese al polvo que reinaba en el lugar. Pero al aplicar el primer empellón, crujió terriblemente, y el sonido se elevó por encima del silencio, grave y arrastrado como la pesada lápida de piedra de un nicho.

– Dios… -dijo Víctor, retirando las manos como si hubiera hecho sonar una bocina de alarma.

– ¡Tira, no te pares ahora, sigue tirando!

CRAAAAAAANK .

Dozer miraba a uno y otro lado mientras la reja se enrollaba en sus rieles, haciendo caer una nube de polvo blancuzco sobre su cabeza.

CRAAAAAAANK .

– ¡Un poco más! -dijo Víctor.

Pero Dozer sentía el peligro en el aire. Lo percibía con la misma claridad que un gallo percibe los primeros rayos del sol.

– ¡No hay tiempo! ¡Adentro, adentro!

Se agacharon para escabullirse por el hueco que habían dejado y se encontraron de bruces con el Roña Muñinator , que esperaba en el mismo sitio donde lo había visto la primera vez. Visto desde atrás era aún peor: encima del mecanismo de polea que alguien había montado fundiendo las placas de agarre a la carrocería, había un cráneo de un toro, cuidadosamente emplazado en su sitio. La fila de dientes parecía sonreírles con terca animadversión.

Ahora por favor, por favor, mamá, Uri, quien sea, por favor, el último favor… haced que las llaves estén puestas. Por favor, que estén puestas

Subieron a la cabina de un salto (Víctor en el asiento del copiloto) y Dozer no se atrevió a mirar la toma del contacto. En lugar de eso cerró los ojos, tragó saliva y tanteó con mano temblorosa. Fueron unos segundos eternos mientras la mano buscaba en el aire, indecisa, como si estuviera internándose en la madriguera de una serpiente. Pero por fin, el tacto ligeramente frío y metálico de un manojo de llaves recayó sobre su palma abierta.

– ¡SÍ! -gritó, inundado de una súbita alegría. Una lágrima resbaló por su mejilla, dejando un surco de piel limpia.

– ¡Arráncalo! -le pedía Víctor, mientras miraba atrás, esperando quizá ver a Malacara aparecer bajo la reja con la escopeta en la mano y esa mirada neutra y fría que conocía tan bien.

Pero Malacara no apareció, ni ninguno de los otros. Dozer giró la llave del contacto y el Roña despertó a un infierno de pistones y cilindros que se ponían en marcha con un estrépito inenarrable. El motor se sacudió con una fuerza demoledora, haciendo vibrar toda la cabina. Víctor no pudo evitar dejar escapar una exclamación de sorpresa.

– ¡Por Dios santo!

Dozer metió la primera y pisó el acelerador, impulsando el engendro metálico hacia delante. Calculó mal la exacerbada potencia de la máquina y el Roña se precipitó hacia delante, partiendo en dos una de las estanterías. Una lluvia de embellecedores, llantas y baterías cayó sobre el capó, produciendo un estrépito ensordecedor.

– ¡Qué hijo de puta! -soltó Dozer.

Por fin, maniobró como pudo para sortear la viga central (la misma a la que había estado atado hasta hacía poco rato) y dirigió el morro hacia la puerta de entrada. Estaba todavía a medio subir, pero si aquella máquina infame no era capaz de arremeter contra ella, nada lo haría.

Apretó el acelerador a fondo y embistió.

– ¡NOOOO! -chillaba Muñeco mientras corría hacia la entrada del garaje. Estaba escuchando la poderosa batería de motores del Roña volver a la vida con su acostumbrada fanfarria, un sonido potente y atroz a un mismo tiempo-. ¡MI ROÑA NOO!

– ¡MUÑECO! -gritó Malacara a su espalda, adivinando lo que iba a pasar a continuación.

Pero era demasiado tarde. Muñeco amaba aquella máquina más que a ninguna otra cosa en el mundo, y la posibilidad de perderla le cegaba. La había construido diligentemente durante los últimos dos meses, utilizando todos los conocimientos de mecánica que estaban a su alcance, y un poco más. En Tepito le llamaban el Rey, pero con la mecánica del Roña se había erigido en Dios.

Se plantó delante de la reja, con los brazos extendidos, como si pudiera vetar de alguna forma la salida del vehículo.

Y entonces la reja saltó por los aires, como la cola prensil de una serpiente pitón. Sus rodamientos le golpearon en la cara con una fuerza brutal y la cabeza se separó de su cuello, saliendo despedida a una velocidad endiablada. Un borbotón de sangre se elevó en el aire como el agua de una fuente. Casi al instante, el todoterreno emergió del garaje como una bestia que surge de su cueva, presta para despedazar. El Roña pasó por encima del cuerpo del mexicano, que crujió como un saco de piñas bajo una prensa y se perdió bajo las ruedas, donde se enredó en formas imposibles. La sangre salió despedida en todas direcciones. Una vez más, Frankenstein había asesinado a su creador.

Malacara vio cómo el Roña caía otra vez sobre el suelo y se alejaba, derrapando salvajemente mientras intentaba recobrar el control envuelto en una nube de polvo.

Mucho tiempo después, cuando se le encontraba con un par de cervezas de más en el cuerpo, Malacara podía jurar, poniendo la mano sobre las Sagradas Escrituras, que la cabeza cercenada de Muñeco, ya en el suelo, seguía la trayectoria de su Roña a medida que se perdía de vista.

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