El espectro empezó a mover los brazos en el aire, haciendo muecas con la boca. Dozer lo cogió otra vez de la chaqueta y lo empujó contra el corredor por el que habían venido. El leproso dio varias zancadas, propulsado por la inercia del movimiento, y continuó avanzando en aquella dirección, agitando los brazos y dando tumbos contra las paredes.
Jadeante, Dozer apoyó las manos contra las rodillas, intentando recuperar el ritmo de la respiración. No había hecho tanto esfuerzo, pero estaba débil y el corazón bombeaba a toda prisa, henchido de adrenalina.
– ¡No mames! -exclamó Muñeco-, ¡pero qué onda!
– Eeeeeh… -dijo el tuerto, rascándose la cabeza.
– Eso ha sido muy raro -comentó Malacara. Se había incorporado y estaba mirando a Dozer fijamente.
– ¡Qué dicen! ¡Acábenla, cabrones, ha sido de madre!, ¡qué puto pinche resultó ser el pendejo!
Dozer levantó la vista brevemente.
Lo han visto, pero no saben qué es. Aún no se lo explican, porque no han visto nada igual en su puta vida de pinches-pendejos-lo-que-sea. Aún podemos hacerlo. Aún puedo mantener a Víctor con vida y llegar al otro lado. Y después… después ya veremos .
– Víctor…
– Iba… iba a por mí… joder -musitó éste.
– Sí, Víctor. Quién sabe lo que les pasa a esas cosas por esos cerebros podridos que tienen. Vamos, ¡tenemos que seguir!
Al otro lado de donde estaban oyeron al zombi dando tumbos contra los estantes, pero no se detuvieron a escuchar más. Se pusieron en marcha, aun a sabiendas de que el laberinto estaba lleno de zombis. Mientras sigamos encontrándolos de uno en uno estaremos bien , pensaba Dozer. De uno en uno, estaremos bien …
Pero algunos metros más allá se encontraron en un ramal donde tres espectros esperaban en actitud desafiante, con los brazos trocados en garras monstruosas. Dos de ellos miraban al techo, donde las lonas de plástico se hinchaban y se relajaban con cierta parsimonia al son del viento.
– Por aquí no… -susurró Dozer, antes de que los muertos lo descubrieran. Víctor retrocedió rápidamente. Se frotaba las manos persistentemente, como si tuviera frío.
– ¡Ay pues, no mamen ahora! -gritó Muñeco desde la pasarela-. ¡Pelea, cabrón!
Pero Dozer y Víctor habían cambiado ya de dirección y se dirigían a buen paso hacia otro corredor.
Muñeco le arrebató la escopeta a Macho y descargó un disparo contra el techo. El sonido retumbó por todas partes, ensordecedor, y desde muchos lugares llegaron gritos de sorpresa.
Dios, el lugar está lleno , pensó Dozer con el ceño fruncido. Aceleró el paso, arrastrando a Víctor tras de sí. Otra voz le hablaba en su cabeza al mismo tiempo: ¿ De verdad crees que hay otra salida?, ¿crees que encontrarás el hilo de Ariadna, el tesoro del pirata Barbarroja?, ¿crees que esos hombres te dejarán irte? Ja, ja, ja, ja …
En un momento dado, escucharon pasos en el corredor de al lado: pasos asíncronos y pesados, de alguien que iba a la carrera. Y casi al mismo tiempo, de algún lugar indeterminado, el chirrido metálico de una estantería. Víctor miraba en todas direcciones con gestos espasmódicos. Su expresión era la viva imagen del terror.
– ¡Vamos! -le arengaba Dozer.
Pero ahora no daban con el camino que les llevara al otro extremo. Hasta tres veces se encontraron que los corredores que habían venido siguiendo acababan en callejones sin salida, y tenían que retroceder para probar suerte por otro sitio.
Tiene que haber una salida… tiene que haberla .
Se daba cuenta de que ahora prácticamente corrían. Tanto daba… el disparo y los gritos habían alertado a todos los zombis que pudiera haber alrededor. Y cuanto más tiempo pasaran allí dentro, más posibilidades había de que los descubrieran.
– ¡Corran, CORRAN! -gritaba Muñeco, de tanto en cuando, desde la barandilla, y cuando lo hacía, su voz estaba cargada de burla y de excitación-. ¡Corran por sus vidas!
Entonces Víctor dio un grito. Dozer se volvió, alertado, y descubrió algo que se le había pasado por alto. Era una puerta de madera, pero la parte central había sido diligentemente cortada con una sierra y se veía el interior, como la ranura de comunicación en una celda. Por allí asomaban ahora tres y hasta cuatro rostros, encendidos de furia, de un grupo de caminantes . Mientras miraba, un brazo escapó a través de la rendija y tanteó el aire, abriendo y cerrando los dedos como la pinza de un cangrejo. La puerta estaba trabada con una tabla, que reposaba sobre sus emplazamientos de metal, pero con la irrupción de Víctor y Dozer, ésta empezó a sacudirse y temblar, amenazando con venirse abajo. Finísimas nubes de polvo salían de entre las tablas.
Viendo a los espectros encerrados, como dispuestos en un improvisado almacén de zombis para los enloquecedores juegos de aquellos hombres, Dozer tuvo un atisbo de idea, que cruzó por su mente, crepitante como un cortocircuito eléctrico.
– ¡Víctor! -dijo entonces, con los ojos encendidos-. ¡Vete tras la esquina!
– ¿Qué…?
– ¡Vamos, hazlo! Ve allí y quédate hasta que vuelva a por ti… y por el amor de Dios, ¡no hagas ruido!
Malacara se puso derecho, como si le hubieran golpeado con un látigo. De los cuatro, era el único que no parecía el espectador de un circo romano. Intuía algo, aunque todavía no acertaba a comprender qué.
Víctor trastabilló, negando con la cabeza, pero finalmente se escabulló tras la esquina. Dozer empezó a retirar la tabla, firmemente emplazada, y los tres hombres enmudecieron al instante. La tabla cedió con un crujido, y al instante, la puerta se abrió abruptamente. Dozer recibió al primer zombi (un hombre de pelo pajizo con una escalofriante herida en el cuello por la que asomaba una vena, gorda como un macarrón) y se lo llevó a rastras hasta la otra esquina del corredor, tirando de él por el jersey de cuello vuelto que llevaba. El zombi emitía gruñidos entrecortados, como si el aire no pudiera pasar bien por su garganta, y sacudía los brazos en el aire. Su expresión de sorpresa era casi cómica. Una vez allí, lo empujó por el corredor. Jesús, estoy actuando igual que aquel sacerdote lunático , pensó brevemente. Pero casi al instante, desechó el pensamiento y regresó a la carrera hasta la habitación oscura, donde le esperaban los otros zombis .
Para entonces, Malacara sentía que su cabeza daba vueltas. Algo pasaba con aquel hombre misterioso. Algo que no había visto en todas sus demenciales experiencias con los muertos. Muñeco había dejado caer la mandíbula inferior hasta tal punto que parecía que la lengua iba a caer por su propio peso, desenrollándose como una alfombra, y los otros dos hombres tenían expresiones similares. Uno dejó escapar un «Pero qué coño…» sin que su mente hubiera procesado la expresión siquiera.
Pero mientras ellos intentaban comprender lo que había pasado, Dozer tanteaba las paredes buscando lo que esperaba encontrar: alguna puerta trasera. Si era allí donde «guardaban» sus terroríficas piezas de juego, debía haber también un segundo acceso donde meterlas. Y así era. En la pared del fondo encontró otra puerta, también de madera, con una abertura idéntica en su parte central. A través de ésta pudo ver lo que le esperaba fuera, y experimentó un ramalazo de alegría súbita. Más allá estaba la libertad, sí. El sol brillaba, y tan sólo después de varios metros de tierra y polvo se abría el campo abierto, prometedor y diáfano, extendiéndose hacia el horizonte. La visión de las montañas le produjo una sensación de anhelo casi imperiosa.
Pero no se detuvo un solo segundo. Pasó el brazo por la abertura y retiró la tabla que se encontraba también por ese lado, luego se movió con la misma celeridad hasta los zombis que estaban ya a punto de salir de la habitación. Pero cuando los tuvo al alcance, se detuvo, impotente. Necesitaba detenerlos, dejar libre la habitación para que Víctor pudiera pasar, pero ¿cómo?
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