– ¿Tu amigo respira? -preguntó Dozer.
Hubo otro momento de silencio. Fuera de la nave, el viento empujó torpemente un cubo de pintura vacío. Rodó varias veces sobre sí mismo antes de quedar encasquillado contra una piedra.
– Sí…
– Se pondrá bien, ya verás -exclamó Dozer, visiblemente interesado en retomar la conversación hacia donde pudiera extraer más información. Sentía que el tiempo corría en su contra-. ¿Quién nos ha hecho esto?
– Unos… unos tipos. Gente muy rara, tío… si hubieras visto lo que llevaban arrastrando en el coche…
Dozer miró a su derecha, donde el Roña Muñinator descansaba sobre sus exacerbadas ruedas. Pero no había ya nada colgando de su parte de atrás, como tampoco la había de ningún otro sitio; la siniestra cola de novia había desaparecido.
– ¿Cuántos eran? -preguntó.
– Eran… eran dos cuando nos cogieron -contestó la voz-, pero aquí hay más gente. Los he escuchado antes. Están preparando algo chungo, tío. Algo muy chungo.
A Dozer le pareció que sollozaba, aunque veladamente.
– ¿Qué has escuchado?, ¿qué han dicho?
– Se han ido a preparar un juego. Nos dejaron aquí y se fueron a preparar «el juego». Así es como lo dijeron. Y tío, estoy… estoy acojonado.
Dozer frunció el ceño, intentando descifrar qué podía suponer el significado de «juego» para gente que cazaba personas. Dicen que la imaginación siempre es peor, y la de Dozer había sido cuidadosamente aderezada por un sinfín de películas donde las situaciones más abyectas se producían, precisamente, en lugares como aquél, con gente atada a vigas y un fuerte olor a aceite de motor impregnándolo todo. En todas esas escenas, que se solapaban ahora en su cabeza como un tropel aberrante y enloquecedor, las personas atadas solían acabar de las formas más terribles que se pudieran concebir, no sin antes atravesar un periplo de dolor descarnado e indescriptible. Intentó apartar ese mosaico de imágenes tan pronto empezaron a formarse, pero lo consiguió a duras penas; quedaron flotando en los lindes de su conciencia, como telarañas cargadas de un aborrecible veneno.
Y en ese momento, cuando estaba a punto de añadir algo, escuchó el ruido inconfundible de una puerta corriendo sobre sus rieles.
Su cuerpo reaccionó como lo hubiera hecho un ratón sorprendido en una esquina de la habitación, atrapado contra dos paredes y sin posibilidad de escapar. Empezó a temblar con movimientos nerviosos e incontrolables, y sus músculos se tensaron dolorosamente. El sonido de unos pasos llenó entonces el espacio abierto de la nave; pasos blandos sobre la tierra que cubría el suelo albarizo y que se hacían más y más cercanos a cada golpe de suela.
Por fin, un hombre grande vestido con una camiseta de tirantes irrumpió en la estancia, apareciendo tras la esquina del marco que dividía las dos cámaras. Llevaba el pelo largo apretado contra el cráneo, recogido en una coleta que brincaba a su espalda. Tan pronto descubrió la mirada de Dozer, dio un salto en el aire que pretendía ser cómico.
– ¡Hey, chingón! ¡Ya despertaste, qué bueno!
Avanzó hacia él, ajustándose el pantalón con unas manos llenas de algo que parecía grasa.
– ¡Y el chalán aquel también!
El mexicano pasó por su lado sin mirarle y desapareció a su espalda. Una vez más, Dozer intentó volver la cabeza, doblando el cuerpo todo lo que daba de sí maniatado, pero sin conseguir ver nada.
– Por favor… -suplicó la voz, rota.
– Ay, por favor… -se burló el mexicano-. Yo ya soy chucha cuerera con los porfavores , así que ya deje la chamba, pinche, que vamos al jueguito, ¿eh?
– ¿Qué… qué juego?
– ¿No juegan acá en gachupinlandia ? -exclamó riendo-. ¡Pues me vale madres!
Entonces empezó a llamar a voces.
– ¡Manuel! ¡Manuel! -Mientras gritaba, Dozer seguía sacudiendo las manos, intentando desasirse pero sin ningún éxito-. ¡MANUEL! Este pinche puto… ¡ÓRALE, VEN A AYUDAR CON LA PERRADA!
Y de improviso, otro hombre apareció por el marco de la puerta. Se había acercado sin hacer ruido alguno. Esa capacidad para desplazarse de forma tan sigilosa, casi etérea, sumada a su aspecto lúgubre y sus ojos oscuros como pozos de brea, le dieron la apariencia de un ser fantasmal. Dozer se llevó un pequeño sobresalto. Se desplazaba como si no tuviera peso, ingrávido, y en poco tiempo desapareció a su espalda.
– Mira este culero… ya se nos está despertando -dijo el mexicano.
Escuchó toses; Javier, el amigo de la voz desconocida, estaba despertando.
– Pos qué magazo … ni que mis huevos, nos cogemos a éste primero. ¡Levántale, dale!
– ¡No! -decía la voz-. De… dejadle, ¡por favor!
Incapaz de ver lo que ocurría a su espalda, Dozer concentraba todos sus sentidos en escuchar, manteniendo la mirada perdida en el póster de Penélope. Los sonidos dibujaban escenas en su mente, como cuando, junto con el carraspeo grave de unas toses, le llegó el tintineo de unas cadenas. Estaban liberando a aquel hombre.
Coger , dijo una inesperada voz en su cabeza, ha dicho coger, pero coger es otra cosa en Latinoamérica .
Una gota de sudor resbaló por el puente de la nariz y cayó inadvertidamente sobre el suelo de tierra batida.
Es follar. Coger es follar. Se lo van a follar .
– ¡ Tíiiiiraaaleeee Maaanuéeeee !
Pasaron a su lado, arrastrando a aquel infeliz. Le llevaban en volandas, cogido por las axilas. Las piernas le arrastraban, y la puntera de las botas iba dejando un pequeño surco en el suelo. La cabeza, lacia, colgaba como un fardo. Dozer apretó los dientes mientras cruzaban la nave. Quería gritarles, quería decirles que no podían hacer eso, que les soltaran, que tenía acuciantes asuntos que resolver, pero se contuvo. Sabía que no conseguiría más que otro golpe, uno fuerte, quizá tan fuerte como para dejarle fuera de juego otra vez.
Cuando dejó de escuchar el sonido de las botas contra el suelo, siseante como la advertencia de una serpiente, empezó a sentirse ligeramente mareado. Había vivido bastantes situaciones complicadas en los últimos meses, pero todas tenían a los zombis como denominador común. Los zombis eran previsibles. Uno sabía qué se podía esperar de ellos y qué no. Con el tiempo había aprendido a no subestimarlos, a tenerles el respeto que se merecían, porque se activaban con la excitación y podían lanzarse sobre uno justo cuando parecía que estaban limitados a sus movimientos, pero allí se fraguaba una amenaza mucho peor; enfrentarse a la crueldad del hombre. Incluso cuando se enfrentaba a situaciones de vida o muerte con los caminantes , sabía que, en caso de sucumbir, todo se decidiría en pocos segundos. Ahora, invocaba otras variables: el dolor, por ejemplo. Dolor prolongado, sin poder morir. Las palabras se formaban en su cabeza con caracteres llameantes de un rojo intenso: Tortura. El Juego. Dolor.
– Tenemos que salir de aquí… -soltó Dozer, aunque esta vez hablaba más para sí mismo que para nadie en concreto.
Los diez minutos que siguieron fueron los peores a los que se había enfrentado Dozer. De alguna parte de la nave llegaban borbotones de risas lejanas, el rumor impreciso de una conversación, y de tanto en cuando gritos. Ya los había escuchado muchas otras veces, por lo que no le costó trabajo identificarlos: eran los gritos dementes de los muertos. No se parecían a los gritos que pudiera dar un ser humano, en ninguna circunstancia; tenían un trasfondo animal, básico, abominable.
Tienen zombis ahí fuera, pensó, empezando a alimentar la llama de una pequeña esperanza. El puto juego tiene que ver con zombis. Pero cuando descubrieran que los zombis tenían más interés en las fases de la luna y sus efectos sobre las mareas canadienses que en él mismo, ¿cómo reaccionarían? Si no contribuía a su estúpido juego, para el que se habían tomado tantas molestias, ¿qué otras cosas planearían para él?
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