Carlos Sisí - Hades Nebula

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Tras sobrevivir a la devastadora pandemia que ha asolado el mundo y con la esperanza de ahondar en el misterio del Necrosum, el pequeño grupo de supervivientes de Carranque llega finalmente a la Alhambra de Granada, donde el aparato militar ha instalado uno de los últimos bastiones de resistencia de la Humanidad. Sin embargo, una vez allí descubrirán que las cosas no son cómo les habían prometido y los protagonistas deberán afrontar una realidad aún peor que todo lo que habían conocido hasta entonces.
El autor se sirve de los muertos vivientes para describir situaciones de extrema dureza y dramatismo, explorando la complejidad del ser humano cuando se encuentra cara a cara con el terror en un mundo manifiestamente hostil, y lanzando al lector, en definitiva, a una montaña rusa de sensaciones que desemboca en la conclusión final.

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– Vaya… eso es… -soltó Isabel, que sentía la apremiante necesidad de decir algo, aunque sólo fuera para terminar con el silencio que se había creado.

– Ya -dijo Gabriel-, sé que es difícil de creer.

Para Isabel, la cosa era mucho más complicada que creer o no creer. Si lo que contaba el muchacho era verdad, eso redefinía completamente su percepción de las cosas, de todo el sentido de la existencia y de cómo funciona el mundo. Esos cambios no se aceptan de cualquier modo. Ahora, se podía hablar de un destino , de cosas que están escritas , y sobre todo, de marionetas; seres humanos convertidos en títeres absurdos en un mundo donde había, aparentemente, poco hueco para la improvisación. La obra está escrita , pensó, y Alba es alguien que ha visto un tráiler con algunos de los mejores momentos .

¿Era eso posible?

– No es que sea difícil de creer, Gaby -dijo al fin-. Es que… Supongo que necesito tiempo para pensar bien en todo eso.

– Vale -contestó Gabriel rápidamente.

Tenía las manos metidas en los bolsillos y los hombros alzados, pero Isabel supo enseguida que no era un gesto de introversión, sino que hacía un frío intenso. Sentía las manos, la nariz y las mejillas doloridas, como si fueran postizos, burdos añadidos ajenos a su cuerpo. Después de todo, llevaban un rato allí fuera y el helor había penetrado, subrepticiamente, en sus cuerpos.

– Oye… te diré qué haremos. Vámonos a otro sitio. Está helando, y no parece que el sol vaya a salir hoy.

– Vale…

Buscaron a Alba con la mirada, pero no la vieron inmediatamente. El dibujo había quedado abandonado y los jardines estaban vacíos. Por fin, divisó a la niña, avanzando con gráciles saltitos hacia Susana, José y Abraham, que se acercaban caminando por la avenida.

– Yo sé -dijo la niña-. Sé dónde hay armas.

José frunció el ceño y miró rápidamente alrededor. Los oídos empezaron a zumbarle. ¿Realmente habían sido tan descuidados que hasta una niña pequeña, a muchos metros de donde ellos estaban, había podido oírles?

Susana y Abraham seguían líneas de pensamiento similares. Se miraron con gesto incómodo, pero no supieron qué decir.

– ¡Alba! -dijo una voz desde lejos. Susana miró. Era Isabel, que se acercaba junto con aquel muchacho, el hermano de la niña.

– Hey… Buenos días -saludó Isabel con una sonrisa.

– Muy buenas…

– Hola, Isa…

– Alba -dijo Isabel agachándose junto a la pequeña-, no has debido alejarte, cielo, sin decirme nada. Me has preocupado.

– Lo siento -exclamó la pequeña.

Isabel no sabía si era por lo que ahora conocía de ella, pero al mirarla a los ojos, sintió que estaba ante algo especial. Vio océanos vastísimos, inconmensurables, de una profundidad abrumadora. Vio los diagramas secretos del universo encriptados en las suaves formas geométricas de su iris, y vio el compendio de las proporciones humanas descritas en el Vitruvio de Da Vinci. Vio todo eso, aderezado por una limpia y cálida inocencia que dejaba fuera cualquier deje de duda. Y por un segundo, Isabel creyó sin reservas en la historia de Gabriel. Creyó en ella, creyó en el viejo dicho de que los ojos son el espejo del alma, y creyó en lo que allí se asomaba, una fuerza poderosa, natural y sincera.

Pero el instante pasó, y el destello mágico desapareció como el aroma de la dama de noche al amanecer. Isabel volvió a verla como a la niña pequeña que había irrumpido en la habitación donde ella estuvo retenida, sucia y desaliñada, y algo desvalida, pero con mirada valiente y decidida.

Quizá en recuerdo de aquello, Isabel asintió brevemente por toda respuesta y la atrajo hacia sí para darle un abrazo.

– Tenía que decirles una cosa importante -dijo Alba después.

– ¿Sí?, ¿a ellos?

– Sí. Sobre todo a ella -contestó Alba.

– Bueno… ¿y ya se lo has dicho? -preguntó Isabel.

– Ajá…

Isabel volvió la cabeza hacia Susana, con una media sonrisa y la frente arrugada en una expresión de interrogante. Susana se encogió de hombros.

– Bueno, creo que esta pequeña picarona ha escuchado parte de una conversación privada que manteníamos… -explicó José.

Susana no sabía qué pensar. Estaba razonablemente segura de que habían mantenido la conversación en un tono confidencial, y la pequeña había llegado brincando alegremente desde el jardín. En esas circunstancias, resultaba difícil pensar que les podía haber escuchado. Sabía, no obstante, que estaba todo en silencio, y que el sonido podía propagarse de formas insospechadas, sobre todo en las antiguas construcciones romanas y árabes. Era, además, la única explicación plausible.

– No… -dijo Alba rápidamente, intentando arrugar la frente para parecer indignada. Sabía muy bien que las conversaciones de los mayores eran privadas. Se lo había dicho su madre, y no le gustaba que la acusaran de semejante falta delante de su hermano.

– Bueno… -exclamó Isabel-. Gaby, ¿por qué no te llevas a tu hermana a jugar un rato, eh?

Gabriel asintió, y se alejaron hacia los jardines cuchicheando entre ellos. Isabel esperó a que se hubieran alejado un poco más.

– Bueno, ¿qué te ha dicho? -preguntó.

– Pues… estábamos hablando de cómo conseguir armas -explicó Susana. Le incomodaba que algo que preferían tratar en privado empezara a circular, aunque fuera con alguien de su grupo. Al fin y al cabo, nunca había hablado demasiado con Isabel; dentro de la comunidad de Carranque, sus pasos iban por caminos divergentes-, y ella debió escucharnos, porque llegó y dijo que sabía dónde había.

– ¿Dijo que sabía dónde había armas? -preguntó Isabel.

– Sí…

– ¿Ha podido verlas en alguna parte?

– No, no hay armas en ningún lado, como no sea las que llevan los soldados -explicó Abraham.

– Ha debido escucharnos hablar de ello -opinó Susana, pero seguía albergando dudas más que razonables de que algo así fuera posible.

– Cosa en verdad muy extraña -coincidió Abraham-. Hubiera jurado que hablábamos en voz baja.

– No ha podido oírnos -intervino José-, es imposible, ¿no lo veis? Debe ser una coincidencia. La pobre tiene que estar impresionada por lo de esta mañana. Creo que estaba dormida cuando aparecimos con el finlandés… una herida aparatosa, y todo el revuelo que se formó. Tiene que tener esas cosas en la cabeza. Un juego de niños, no saquéis las cosas de quicio.

– ¡Ah, por supuesto! -exclamó Abraham.

Isabel comentó algo brevemente, intercambiaron algo de conversación trivial y después se despidieron. Susana quería saber cómo seguía el finlandés (del que nadie recordaba su nombre) e Isabel volvió con los niños. Algo palpitaba en su cabeza y en su pecho, una sensación acuciante que no podía desatender. Una corazonada que debía quitarse de encima.

Llegó hasta ellos cuando estaban colocando piedras en el suelo, formando un cuadrado; los cimientos de un rudimentario juego de mesa que Gabriel estaba ideando sobre la marcha.

– Alba -dijo Isabel-, ¿tú sabes dónde hay armas?

Gaby levantó la vista rápidamente, mirándola como si hubiera soltado una de esas expresiones que harían sonrojar a un marinero.

– Ajá… -dijo despacio.

– ¿Y cómo lo sabes?

Alba miró a Gabriel. Tenía la expresión de quien acaba de cometer una travesura. Entonces, Gabriel le preguntó algo al oído, y ella asintió con prudencia.

– Entonces díselo -concluyó Gabriel-. Se lo he contado todo. Ella sabe.

Alba abrió mucho los ojos.

– ¡Ven! -dijo poniéndose en pie de un salto, y saliendo a la carrera por la avenida.

Isabel se levantó como espoleada por una vara, sorprendida por su reacción. Gabriel, mientras tanto, la miraba con expresión cansada.

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