Y sobre todo, deseaba contárselo a ella. A ella sí, al menos.
– Si le cuento algo… ¿me promete que no se burlará?
Isabel buscó sus ojos, pasándole la mano por la barbilla para levantarle la cabeza.
– Gaby… ¿crees que me reiría de ti? -dijo con gravedad-. Me salvaste la vida. Antes me tiraría de lo alto de una de estas torres que reírme de ti.
El muchacho vaciló un segundo, y por fin, empezó a hablar. Y mientras Alba se afanaba por añadir el dibujo de una mariposa al conjunto (las mariposas no se le daban bien), se lo contó. Se lo contó todo.
Abraham, José y Susana habían decidido alejarse de la frontera, paseando con naturalidad. No querían poner más nerviosos a los soldados, pero tampoco querían que éstos fueran capaces de escuchar lo que estaban hablando; a veces el viento es capaz de arrastrar las palabras a distancias insospechadas.
– Pero, aunque fuerais capaces de conseguirlo -decía Abraham, peinándose la barba con la mano-, no tenemos ningún arma.
– ¿Ninguna en absoluto? -preguntó Susana, aunque en el fondo ya sabía que la respuesta sólo podía ser ésa-. Alguien debe guardar un arma en alguna parte.
Abraham suspiró.
– No digo que no… -exclamó entonces-. Quizá alguien esconde una pistola en alguna parte. Nadie nos registró. Pero sólo sería eso, una pistola. ¿Cuántas balas puede tener una pistola? No sé mucho de armas… en las películas hay pistolas mágicas que disparan una ingente cantidad de munición en una sola refriega, pero seguro que en la realidad la cosa es bien distinta.
– Ya…
– A los zombis se les para con un disparo en la cabeza. Aunque acertarais todos los tiros, apuesto que como mucho podríais detener a diez de esas cosas. Para entonces, los disparos echarían sobre vosotros a media Granada.
– Ya… -repitió José.
– Si os referís a otro tipo de armas, cosas como machetes, hachas y otras herramientas, sí que las tenemos.
José se imaginó intentando abrirse paso entre los zombis a base de hachazos, y cayó en un desánimo profundo.
– Maldita sea… -masculló Susana-. Debe haber alguna solución.
José recordó una escena de una de sus películas favoritas, en las que un Maestro Jedi, superado por una situación en apariencia irresoluble, decía tranquilamente: «Una solución se presentará por sí sola». Como había dicho Abraham, la vida distaba mucho de parecerse a las películas, pero rezó en silencio porque aquélla fuera la excepción, porque de lo contrario, las horas de Jukkar estaban contadas.
Alba había terminado su dibujo, y lo admiraba con el orgullo de quien ha trabajado primorosamente . Es lo que decía su madre cuando ella se esmeraba realmente en algo: «¡Qué primoroso!» , fuera poner la mesa o hacer los deberes. La palabra le encantaba. Significaba que había puesto todo su empeño en que quedara perfecto. Sospechaba, sin embargo, que la letra «B» no estaba demasiado bien. No sabía lo que era, pero algo sobraba o faltaba. Hacía demasiado tiempo desde la última vez que tuvo acceso a sus libretas de deberes escolares y le costaba trabajo recordar cómo era exactamente. Fuese lo que fuese, esa falta no afeaba el conjunto.
La mariposa había quedado bastante bien también, dados los materiales con los que trabajaba. Se había esforzado por captar todo su mágico movimiento, no sólo su cuerpo o sus alas como las dibujaría cualquier niño, sino la esencia misma del baile aéreo que las mariposas desplegaban cuando sobrevolaban las flores en los meses cálidos. Para ello, había dibujado una explosión de trazos curvilíneos que sólo tenían sentido en su mente, pero que le hizo sentirse satisfecha. Porque era primoroso .
Después de admirar su obra durante un ratito, levantó la vista para buscar a su hermano. Jugar con su hermano no era tan divertido como jugar con las amigas del colegio, pero sabía que él lo intentaba. Había cosas que no estaba dispuesto a hacer, por supuesto. Jugar a las comidas, por ejemplo, a los perritos o a las princesas. Pero no lo echaba demasiado de menos. Gaby tenía buenas ideas: como el Juego de los Piratas, con la subsiguiente Búsqueda del Tesoro. Cuando Gaby se lo proponía, cualquier lugar se convertía en un majestuoso buque todo lleno de cuerdas, mástiles de madera vetusta y negros cañones. Con él, se transportaba a un mundo donde el olor a sal era tan intenso, que casi sentía las gotas de agua golpeando en su cara cuando las olas rompían contra el barco.
Pero Gaby estaba hablando con aquella mujer a la que habían salvado, y por la expresión de sus caras, se dijo que era mejor no interrumpirles. Gaby hablaba y hablaba, y ella asentía, con el ceño fruncido. Arrugó la nariz mientras su mente empezaba a apreciar el hecho de que Gaby, quizá, se estaba haciendo mayor a pasos agigantados.
Giró sobre sí misma, buscando alguna otra cosa que hacer. A poca distancia venía la otra mujer que los había acompañado en el helicóptero, flanqueada por dos hombres. Su gesto era también de preocupación, y movía mucho las manos mientras hablaban. Hacía tiempo que no estaba entre adultos, pero recordaba aquellas expresiones graves y solemnes que los caracterizaban, como si estuvieran permanentemente consumidos por terribles preocupaciones. Alba pensaba que hacerse mayor debía de ser terriblemente aburrido. Cuando fuera mayor, intentaría no preocuparse tanto y jugar más. Jugar todo el tiempo.
Pero mientras se entretenía con esas reflexiones, toda la escena empezó de pronto a perfilarse en su mente, a cobrar sentido. Pestañeó, dándose cuenta de que todo parecía encajar en un patrón que ella ya había visto antes, en algún lugar, como si estuviera asistiendo a un recuerdo que se proyectaba ante ella en glorioso 3D con Real Sound .
El aspecto gris de las cosas, el color del suelo, los edificios y esas tres personas caminando por la avenida, enfrascados en sus conversaciones de adultos. Ya lo había visto antes… y entonces recordó: fue cuando empezó a oler a tarta de coco en el helicóptero, sobrecogida por una sensación de peligro tan fuerte que mantuvo la espalda muy recta contra el asiento, como si el aparato entero fuera a precipitarse contra el suelo en cualquier momento.
Y en ese recuerdo-visión, se vio a sí misma, dirigiéndose hacia los adultos describiendo pequeños saltitos, hasta ponerse delante de ellos, y les dijo una sola frase, una frase que no tenía sentido aparentemente y que, desde su punto de vista, ni siquiera era verdad.
Alba tragó saliva, sintiendo que las piernas luchaban por ponerse en movimiento. Sabía que las cosas que veía terminaban por hacerse realidad. Era una ciencia exacta, no una probabilidad, pero no recordaba haber tenido las riendas de sus propias visiones de una forma tan contundente e inmediata como en aquel momento. ¿Y si decidía quedarse quieta y no correr hacia ellos?, ¿qué pasaría entonces?, ¿se desmontarían todas las otras visiones que había tenido sobre aquel sitio, sobre todas aquellas personas y sobre lo que iba a pasar?
Entonces se encontró a sí misma avanzando hacia los tres adultos. No recordaba haberlo decidido, y fue una sensación extraña, porque ni siquiera le apetecía ir dando saltitos. Pero lo hizo, no obstante. Y cuando se encontró frente a ellos y volvieron sus ojos hacia ella, se plantó en el sitio y les dijo lo que ya había escuchado en su cabeza con su dulce voz infantil.
– Yo sé. Sé dónde hay armas.
UN ÁNGEL ESPECIAL
Isabel, que acababa de escuchar la historia más alucinante de toda su joven vida, miraba a Gabriel con ojos muy abiertos. El muchacho, sin embargo, sostenía su mirada sin pestañear. No era una mirada que pretendiera resultar convincente, no se afirmaba en manera alguna; de hecho, lo que rodeaba a la historia de un halo de contundente realidad había sido el tono neutro que había adoptado Gaby. No quería convencerla de nada. Había contado las cosas como él creía que eran.
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