Carlos Sisí - Hades Nebula

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Tras sobrevivir a la devastadora pandemia que ha asolado el mundo y con la esperanza de ahondar en el misterio del Necrosum, el pequeño grupo de supervivientes de Carranque llega finalmente a la Alhambra de Granada, donde el aparato militar ha instalado uno de los últimos bastiones de resistencia de la Humanidad. Sin embargo, una vez allí descubrirán que las cosas no son cómo les habían prometido y los protagonistas deberán afrontar una realidad aún peor que todo lo que habían conocido hasta entonces.
El autor se sirve de los muertos vivientes para describir situaciones de extrema dureza y dramatismo, explorando la complejidad del ser humano cuando se encuentra cara a cara con el terror en un mundo manifiestamente hostil, y lanzando al lector, en definitiva, a una montaña rusa de sensaciones que desemboca en la conclusión final.

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– Así son estas cosas -dijo entonces; y algo en su forma de decirlo, en su tono de voz pausado e impropio de su edad, le hizo parecer mucho, mucho más viejo, casi un anciano vencido por la experiencia que acarrea sobre sus hombros.

Alba no la llevó muy lejos. La condujo por calles que no había recorrido nunca con la maestría de un guía turístico. El hecho no se le pasó por alto a Isabel; mientras andaban con ella un par de metros por delante, le preguntó a su hermano.

– ¿Os trajeron tus padres alguna vez, Gaby?

– ¿A Granada? No…

– No a Granada. Aquí, a la Alhambra de Granada…

Gaby pareció pensar un momento.

– ¿Esto es la Alhambra?

Era, naturalmente, toda la respuesta que necesitaba.

– Sí, esto es la Alhambra…

Mientras tanto, Alba continuaba corriendo, como si estuviera inmersa en un juego, con una sonrisa de oreja a oreja. Ahora giraba a la derecha, ahora tomaba una calleja a la izquierda, hasta que se detuvo, dándose la vuelta con una expresión de triunfo dibujada en su hermosa carita. Isabel sólo había estado un par de veces en la Alhambra, pero reconoció el lugar: era la parroquia de Santa María. Ésta formaba parte de la zona militar, si bien parte de ella se internaba en el área civil. El callejón en el que se encontraban estaba recorrido por las sombras umbrosas de un par de los pocos árboles que aún continuaban intactos; probablemente, por su proximidad al área vetada.

– ¡Es aquí! -dijo Alba, contenta de haber localizado el lugar que ya había visto en esos momentos de ensoñación en los que todo parecía oler a tarta de coco.

– ¿Dentro de la iglesia? -preguntó Isabel.

– Mira… ¡allí arriba!

La pequeña señalaba uno de los ventanucos de la segunda planta, rodeado de una hilera de finos ladrillos. Isabel no había sido nunca demasiado buena calculando las distancias, pero parecía abrirse en el muro a cinco o seis metros de altura.

– Vaya… -dijo pensativa. Se acercó a la puerta de madera y la tanteó, empujándola suavemente. Estaba, por supuesto, firmemente cerrada.

– Bueno… está bien -exclamó al fin.

De repente se sintió incómoda. Se habían alejado mucho de la zona donde estaba el resto de los supervivientes, demasiado, y además sola, con la única compañía de dos niños pequeños. Había sido una imprudencia, y ahora se daba cuenta: la Alhambra era grande, estaba llena de rincones, de casas cuyo contenido se le escapaba, de edificios con las ventanas oscuras que parecían mirarla acusadoramente, llenas de los fantasmas de la historia. Y nadie le había dicho que todo fuera seguro.

Nunca había sido una mujer aprensiva, pero ahora estaba experimentando una asfixiante sensación de pánico súbito. Todo el entorno parecía sumamente hostil. Las hojas que se agitaban en las copas de los árboles parecían susurrar palabras de advertencia y las puertas cerradas eran promesas de una amenaza segura. No era realmente consciente del porqué de ese ataque de ansiedad, pero en su mente, la silueta difusa de Theodor se paseaba por los recovecos de su memoria, implacable, sobrecogedor y omnipresente.

– Vámonos -pidió, con la voz temblorosa.

La sonrisa de Alba se desdibujó rápidamente. Había notado el cambio de actitud en ella. Gabriel tampoco sabía qué había pasado, pero Isabel estaba ahora pálida y sus ojos no tenían la mirada dulce de antes. Acertó a decir algo más o menos coherente y tomó a su hermana de la mano.

Mientras emprendían el camino de vuelta, Isabel se sintió aún peor. A cada paso que daba, se sentía más cerca de Moses y el resto de sus amigos y, consecuentemente, el miedo se deshacía como el hielo de un iceberg que abandona aguas heladas. Entonces se repudiaba, se repudiaba por haberse sentido tan sumamente desprotegida y estúpida, y aunque en su fuero interno sabía dónde acababan normalmente las plegarias, rezó en silencio por no volver a sentirse igual nunca más.

Y mientras el edificio del Parador se hacía visible en la distancia, dos lágrimas resbalaron por sus mejillas.

– ¿Cómo sigue? -preguntó Susana.

– Igual, me temo -respondió Abraham tras hablar con las personas que habían estado cuidando a Jukkar-. Tiene fiebre, y no recobra el conocimiento.

– Va a necesitar analgésicos… -susurró ella.

– En las próximas veinticuatro horas -fue la respuesta.

La hora de la comida fue, como en los días anteriores, de una tristeza inhumana. Abraham, ayudado por algunos otros, dispuso una mesa a la entrada del Parador y los supervivientes desfilaron para recibir su ración. Ésta consistía en una horrible rebanada de pan tostado con sal, fina como una compresa, y una cucharada de mermelada de fresa con grumos negros. El pan sabía a harina quemada y la mermelada tenía un olor rancio, como si llevara algunas semanas caducada. Nadie decía nada.

– Bebe mucha agua, muchacho… -le dijo una mujer a Gabriel, en tono confidencial-. Ayuda a mantener el estómago engañado.

A las cinco de la tarde, mientras José se paseaba como un perro rabioso por el jardín del Parador, esperando quizá que la solución Jedi se «presentara por sí sola», Susana se encontraba apoyada contra una de las columnas, pensativa. Su cabeza no paraba de trabajar. No sabía cómo iba a conseguir lo que Jukkar necesitaba, pero si no se le ocurría nada antes del anochecer, juraba por Dios que cogería a José por el cuello e irían a hablar con los soldados hacha en mano.

– Hola… -dijo una voz conocida junto a ella.

Susana dio un pequeño respingo. Estaba tan ensimismada que no la había visto acercarse.

– Hola, chica -contestó.

La miró con curiosidad. Isabel tenía una expresión extraña en el rostro y supo enseguida que se traía algo entre manos.

– Hey… ¿qué te pasa? -preguntó Susana.

– Moses me ha explicado para qué queríais las armas.

– ¿Sí?

– Sí… No sé cómo lo hacéis, pero… creo que si alguien puede conseguirlo, sois vosotros. Lo de salir fuera, quiero decir. Os he visto en acción y sois… sois increíbles.

Eramos increíbles, sí, pensó Susana con repentina amargura , pero Dozer está alimentando a los peces en el fondo del puerto de Málaga y Uriguen se quemó. Ya ves, somos como un soldado al que le falta una mano, y la otra está desnuda, sin una mala piedra que tirar a los caminantes

– Si te pido que me sigas y te enseño algo… -continuó diciendo Isabel, sacándola de sus reflexiones-, ¿no me harás preguntas?

No habían dado las seis de la tarde y José seguía dándole vueltas a la cabeza. La impotencia que sentía le desesperaba. El estómago le dolía de pura hambre y el estado de Jukkar le transportaba a abismos de rabia. Había visto a los soldados de la barricada y a los que iban en el helicóptero, como el soldado cuyo nombre significaba «trueno» en griego, y por su vida que no presentaban ningún indicio de que estuvieran pasando hambre. Hasta diría que tenían un aspecto saludable.

Esos hijos de puta tienen comida, y apuesto a que tienen medicinas. Una mierda de antibiótico podría hacer que el finlandés tuviese una mínima oportunidad de sobrevivir, pero no quieren saber nada… No quieren saber nada

Y mientras pensaba en esas cosas, otra voz gritaba de fondo: ¿ Por qué?, ¡¿por qué?¡ , pero no tenía respuestas. No comprendía por qué alguien podría abandonar a varios cientos de personas a su suerte, las mismas personas que habían jurado proteger. Entonces se mordía los puños mientras apretaba dolorosamente el vientre.

– ¡Eh, José! -dijo una voz.

José levantó la cabeza. Susana le llamaba desde el otro lado del pequeño patio en el que se encontraban.

– Te he estado buscando -dijo Susana mientras se acercaba.

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