Se miró las palmas de las manos, infundidas del increíble poder del Necrosum, y sin embargo, ahora se le antojaron inútiles.
Recorrido por un espasmo de terrible impotencia, Dozer masculló algo.
Malacara miraba hacia abajo, expectante, con los puños fuertemente cerrados alrededor de la barandilla. Los apretaba tanto, que los prominentes nudillos (en los que llevaba tatuada la palabra «DIOS») estaban blancos. Habían jugado al laberinto siete u ocho veces en el pasado, y había visto a los zombis atacar un número de veces infinitamente mayor, y sabía lo que cabía esperar. Siempre era más o menos igual: siempre había gritos, tan seguro como que los calzoncillos se pegaban al culo, montones de gritos capaces de hacer que el asesino más despiadado reconsiderara su concepto de terror. Y ahora no había ninguno. Aquel tipo había entrado en la jaula con todos los muertos que no habían liberado para el juego, y ninguno gritaba. No se escuchaba nada. Y había otra cosa, algo que le había puesto los pelos de la nuca más tiesos que las crines de un escobillón: jamás había visto a nadie que pudiera empujar a un muerto viviente por el jersey. Era algo impensable. Pero de alguna forma que no podía comprender, ocurría, de todas maneras.
Malacara era un hombre pragmático. No le interesaba mucho comprender las razones por las que ese hombre parecía moverse entre los zombis como si fuera uno de ellos. Quizá fuera que el hombre estaba ya medio muerto, como afectado por alguna rara enfermedad, o pudiera ser que algún espectro le hubiera mordido en algún momento (tenía una herida en la pierna, eso lo había visto), que se hallara en una especie de limbo, en el transcurso de la mutación hacia lo que fuera que hacía que los muertos anduvieran, pero de lo que estaba seguro era de que no iba a permitirle salir vivo de allí. Todas las espantosas carnicerías a las que se habían dedicado desde que el mundo había cambiado (aleluya) le importaban un bledo; eran una forma tan buena como cualquier otra de pasar el rato. Pero aquel hombre era diferente . Era un monstruo. Una esperpéntica aberración, mitad zombi , mitad hombre. Y quería al monstruo muerto.
Mientras Malacara ordenaba sus pensamientos, Dozer intentaba buscar una forma para pasar a Víctor por aquella habitación, revolviéndose como un perro encarcelado. El problema era el tiempo . A esas alturas, los cuatro carceleros tendrían ya una idea bastante aproximada de lo que estaba sucediendo. Sabrían que el juego no iba a funcionar, porque uno de los concursantes tenía una especie de código secreto de vidas infinitas, como en los videojuegos. Le preocupaba que, viendo la posibilidad de que la diversión se les escapase de las manos, decidieran descargar sus armas sobre Víctor, así que había descartado la idea de empujar a los zombis corredor abajo, eso le llevaría demasiado tiempo.
Su mente funcionaba a toda velocidad, pero sin armas ni ninguna alternativa con lo que abatir a los zombis , sus opciones no eran muchas.
Por fin, se le ocurrió algo. Era una idea alocada, pero quizá funcionase. Se acercó entonces a uno de los zombis y cogió la parte de abajo de la sudadera que llevaba. Después pegó un tirón hacia arriba. El zombi , sacudido como un pelele, levantó los brazos por acción de la ropa ejerciendo presión en las axilas. Luego siguió tirando, cubriéndole la cara con la ropa. Cuando hizo esos dos rápidos movimientos, se quedó mirando al espectro. Parecía un niño al que se le atasca el suéter en la cabeza, pero por lo demás, no parecía que estuviese dispuesto a librarse de la ropa; parecía demasiado ocupado sacudiendo los brazos en el aire, incapaz de decidir cómo deshacerse de la ropa. Pero cuando estaba a punto de cantar victoria, los brazos bajaron y la cara quedó otra vez al descubierto.
Dozer chasqueó la lengua, y otra vez volvió a tirar de la sudadera. Esta vez liberó las mangas y cubrió toda su cabeza, dejándole la ropa atascada en el cuello. El resultado fue espectacular: el zombi levantó los brazos y empezó a caminar despacio, girando a un lado y a otro, completamente cegado.
Viendo al espectro con semejante facha, no pudo evitar dejar escapar un gruñido de risa. Pensó en contárselo a José cuando volviera a verlo, y ese pensamiento le alegró; seguramente no le creería ni en un millón de años, pero su treta había funcionado. ¡ Dios bendiga al doctor Rodríguez por los pequeños favores !
Repitió la operación con los otros dos, y salió fuera, rezando para que aún quedara algo de tiempo.
Malacara vio a Dozer asomarse a través de la puerta, y sus miradas se cruzaron brevemente. Sus ojos encendieron en él la mecha de la rabia; éstos eran perfectamente normales, no blancos como los de los muertos. Tenían iris. Tenían pupilas; de alguna forma, había sobrevivido a los zombis . Muñeco dijo algo, pero no lo escuchó. Los dientes le rechinaban. Se podía sobrevivir a un zombi , pero no a tres en una habitación cerrada. Era algo que se aprendía cuando llevabas sobreviviendo un tiempo, un hecho innegable, casi una ley física. Y menos, si estabas desprovisto de armas como aquel tipo.
Pero allí estaba, indemne.
– ¡Dispárale! -bramó-. ¡Dispara a ese tío!
Malacara no hablaba mucho, era más bien un hombre de hechos. En su opinión, en el mundo había demasiadas palabras. La gente hablaba sobre cosas, opinaba sobre cosas y se enredaba en banales conversaciones sobre lo que se haría en un momento dado. Malacara prefería hacer . Los hechos eran tangibles, se podían constatar. Y así, cuando pronunció aquellas palabras, salvó la vida a Dozer sin proponérselo.
– ¡Víctor! -llamó Dozer, apremiante-. ¡VÍCTOR!
Víctor apareció tras la esquina. Jesús, mira esos ojos , pensó Dozer, fascinado por la expresión de su rostro. Son como dos huevos duros . Estaban enrojecidos, como si hubiera pasado el último minuto llorando. Un hilo de moco blancuzco se descolgaba de su nariz hasta el labio superior.
– ¡CORRE AQUÍ! -llamó.
Pero Víctor no se movió inmediatamente. Su cabeza era un hervidero de inquietud. Había visto zombis ahí dentro, zombis despiadados de grandes dientes prominentes y miradas iracundas. Pero entonces miró a Dozer, asomado en el marco de la puerta, y se convenció de que no podía haber monstruos detrás de él. No sabía lo que había hecho, pero de alguna manera se había librado de aquellos espectros, porque de lo contrario estarían encima de él.
Y con esos pensamientos en la mente, empezó a avanzar hacia aquel hombre que le tendía la mano. Víctor no reparó en el hecho, pero Dozer bailaba la vista a cada segundo entre él y los hombres de arriba. Y lo que estaba viendo era cómo Malacara le quitaba la escopeta a Macho.
– ¡Dispara a ese tío! -había dicho Malacara.
Macho volvió la cabeza para mirarlo. Estaba todavía bastante perplejo por lo que acababa de pasar allí abajo, pero aún era más sorprendente ver al amigo de Muñeco decir algo. A Macho no le gustaba. Sus ojos tenían el brillo frío y muerto de las estrellas, e incluso cuando lo veía aparecer se las arreglaba para no dar la impresión de que venía , sino más bien que acechaba . Era como un espantajo, delgado, y siempre vestido de negro. Le daba escalofríos. Pero a Muñeco le gustaba andar con él, Dios sabría el porqué, y Muñeco era el jefe.
– ¡Dispara, coño! -volvió a decir Malacara, fuera de sí.
– ¿Qué? -preguntó Macho estúpidamente, saliendo de su perplejidad.
– ¡CORRE AQUÍ! -Oyó decir a uno de los mamones que habían pillado en la carretera. Volvió la cabeza instintivamente, a tiempo de ver a aquel tipo extraño con la mano extendida.
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