Nicholas Wilcox - La Sangre De Dios

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Tercera y última entrega de la exitosa trilogía templaria.
Simón Draco, un detective privado de Londres, antiguo mercenario en el Congo, recibe el encargo de viajar a Hamburgo para recoger dos piedras negras que forman parte de un antiguo legado templario. Siguiendo su rastro, Draco descubrirá una trama más compleja de lo que sospechaba, que llega a involucrar a criminales de guerra nazis emboscados en Paraguay, mafiosos sicilianos y monjes ortodoxos. Éstos custodian el arma más potencialmente subversiva para Occidente: la verdadera reliquia de la sangre de Cristo, a partir de la cual un laboratorio de ingeniería genética se propone devolver a Cristo a la vida. En este punto, la intervención de los servicios secretos de diversas potencias, entre ellas el Vaticano e Israel, conducen sin respiro al lector hacia un sorprendente e inesperado final.

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– Parece que llegaré antes si me apeo -dijo, aplacando al taxista con un billete de diez dólares-. Quédese con el cambio.

La ferretería estaba bien surtida. Compró un soldador, una varilla de estaño, un rollo de cinta adhesiva negra, un metro de alambre, unos alicates, una hoja de sierra, un carrete de sedal de pescar y un tubo de pegamento. Después continuó su paseo avenida de Ramsés abajo hasta que encontró una tienda de artículos eléctricos, en la que adquirió una pila de transistor de nueve voltios, una bombillita de dos centímetros y medio de diámetro y dos trozos de cable eléctrico de cinco amperios, forrados, respectivamente, de plástico rojo y azul. Continuó paseando por la avenida comercial. En una papelería compró cinco gomas de borrar; en una farmacia, una caja de preservativos; en una tienda de deportes, un horrible chándal gris y, por último, una lata grande y de poco fondo de galletas danesas.

Cuando reunió todo el material necesario decidió que, después de todo, no precisaba ver las momias del Museo Egipcio, cuando en el centro de Londres tenía todas las que guarda el Museo Británico. Tomó otro taxi y regresó al hotel. Una vez en su habitación, se quitó la chaqueta, acercó una mesa a la ventana y se puso a trabajar. Primero vació la lata y le practicó un agujero, después cortó un buen trozo de cable rojo que soldó por un extremo al terminal positivo de la batería. A continuación cortó un trozo de cable azul y lo soldó al terminal negativo. El extremo libre del cable azul lo enrolló en la punta de contacto del detonador y finalmente conectó a la misma punta otro trozo de cable rojo. Colocó la pila eléctrica y los cables en la base de la lata, clavó profundamente el detonador en el explosivo plástico y extendió el plástico por la lata, cubriendo la pila.

Se levantó y contempló satisfecho su obra. Más allá de la ventana caía la tarde por encima de los tejados y los minaretes, sobre el horizonte de humos, vapores, bocinas y muecines convocando a la oración. Draco pensó en su soledad y en Lola.

Antes de regresar a la mesa de trabajo se miró en el espejo.

– ¿Qué va a ser de ti?

Sentado de nuevo a la mesa contempló su obra: uno de los cables iba de la pila al detonador; el otro salía del detonador y dejaba un extremo suelto. Otro cable que salía de la batería quedaba también en el aire. La bomba estaba casi armada. Si por un azar el extremo pelado del cable azul tocara el del rojo, el circuito se cerraría, la carga eléctrica de la pila accionaría el detonador y el detonador accionaría el explosivo plástico produciendo una explosión suficiente para destruir la habitación y las paredañas.

Draco armó entonces el mecanismo disparador. Envolvió la sierra en la toallita del bidé y la dobló hasta que se partió en dos mitades, que ató en paralelo dejando como aislante entre ellas las gomas de borrar. En el centro colocó la bombilla, pegada entre las dos sierras. Encajó la tapa de la lata dejando los dos cables fuera y soldó cada uno de los extremos a un trozo de la sierra. Cuando los dos trozos de la sierra se tocaran, el circuito se cerraría y detonaría el explosivo. Puso una tarjeta de plástico en medio, como seguro, y la ató a un trozo de sedal. Al tirar de él, la tarjeta se desplazaba y la bomba quedaba armada. Una sacudida en un bache pondría en contacto los dos trozos de sierra y el coche saltaría por los aires.

Entonces se enfundó el chándal, bajó al aparcamiento, localizó el Mercedes de Petisú, le instaló la bomba debajo del asiento del copiloto y anudó el extremo del sedal a un tornillo de la rueda delantera.

Regresó a su habitación y se quitó el chándal, que había quedado hecho un asco al arrastrarse bajo el coche. Conectó el canal internacional del televisor y se tendió en la cama para ver cómo iba lo del papa. La suculenta locutora no se cansaba de llenar los vacíos repitiendo cada pocos minutos las mismas observaciones y anécdotas. Las imágenes de archivo de Leoni aparecían con cierta frecuencia. En el impredecible medidor de la popularidad vaticana, su eminencia estaba ganando poder. Quizá fuera el próximo papa. Un papa relativamente joven, con un Cristo resucitado educado a su imagen y semejanza; podría alterar el equilibrio del mundo.

Draco recordó las manos amputadas de Joyce cayendo del sobre ensangrentado sobre la mesa. Apretó los dientes. Él ya había condenado a muerte al cardenal y no estaba dispuesto a apartarse ni un ápice de su veredicto, aunque Leoni fuera el amo del universo.

53

A las diez de la mañana sonó el teléfono.

– ¿Simón Draco? -preguntó la voz meliflua de Petisú-. La persona que vas a ver te espera en la suite Verdi, novena planta.

– Bien. Ahora voy.

Simón Draco se metió la pistola en el pantalón, salió del cuarto y tomó un ascensor hasta la décima planta. Prefería bajar un piso para inspeccionar el pasillo por si lo estaban esperando. Petisú estaba al pie de la escalera, sonriente. Como buen profesional, había anticipado su movimiento. ¿Habría descubierto también la bomba bajo su automóvil?

– Su eminencia nos espera -dijo señalando con un gesto elegante la puerta de la suite Verdi.

El vestíbulo estaba amueblado con una lámpara de Murano, una mesa versallesca, una cornucopia y dos sicarios de la mafia rusa anchos como armarios, que lo cachearon sin contemplaciones y le confiscaron la Glock.

Draco sospechó que no se la devolverían. También sospechó que su eminencia no malgastaría su precioso tiempo en regatear sobre el precio de las piedras templarias. Quizá habían previsto una sesión de tortura, una confesión y una muerte rápida, por estrangulamiento o por rotura de cuello, sin mucha sangre, que siempre es escandalosa. Aunque, ¿cómo sabrían que confesaba el verdadero escondite de las piedras templarias? No, no podían eliminarlo tan rápidamente. Su último as era que tendrían que telefonear a Londres para que los rusos comprobaran que las piedras estaban allí, y aun así podrían ser copias falsas; el propio Leoni querría examinarlas antes de deshacerse de su último propietario. No, no podían asesinarlo en seguida. Tendrían que esconderlo en otro lugar y retenerlo unos cuantos días hasta comprobarlo todo. Luego sí, a gozar de la presencia del Altísimo.

Leoni vestía un traje de lana fría de Armani y calzaba zapatos hechos a mano por Bertoldi. Más que un prelado, parecía un modelo especializado en la personificación de ejecutivos atractivos de mediana edad. Tenía el cabello corto y gris, cuidadosamente recortado, y los ojos de un azul magnético, orlados de unas discretas ojeras que denunciaban su afición a la vida nocturna. Lo recibió en una sala amplia, ostentosamente decorada en un estilo híbrido entre arabesco y Luis XIV. Después de estrecharle la mano con un apretón rápido y enérgico, le ofreció asiento en un incómodo sillón forrado de damasco antiguo.

– ¿Café?

– Solo, por favor.

Un efebo árabe tocado de fez hizo una reverencia y se dirigió a la diminuta cocina de la suite. Los dos atlantes rusos permanecían atentos e inmóviles, a ambos lados de la puerta, con los musculosos brazos cruzados. Petisú fumaba un cigarrillo rubio, en boquilla de marfil, junto a la ventana y contemplaba la escena.

– Señor Draco, hace tiempo que deseaba realizar esta entrevista y lamento que ahora tengamos que celebrarla un tanto atropelladamente debido a los graves acontecimientos que, como usted no ignorará, me reclaman en Roma. Así pues, me permitirá que vaya directamente al grano: usted tiene las piedras templarias o, al menos, conoce su paradero. Estoy dispuesto a hacerle una oferta por ellas, o por su colaboración para que demos con ellas, una oferta que ningún otro coleccionista de objetos antiguos podrá igualar.

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