Nicholas Wilcox - La Sangre De Dios

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Tercera y última entrega de la exitosa trilogía templaria.
Simón Draco, un detective privado de Londres, antiguo mercenario en el Congo, recibe el encargo de viajar a Hamburgo para recoger dos piedras negras que forman parte de un antiguo legado templario. Siguiendo su rastro, Draco descubrirá una trama más compleja de lo que sospechaba, que llega a involucrar a criminales de guerra nazis emboscados en Paraguay, mafiosos sicilianos y monjes ortodoxos. Éstos custodian el arma más potencialmente subversiva para Occidente: la verdadera reliquia de la sangre de Cristo, a partir de la cual un laboratorio de ingeniería genética se propone devolver a Cristo a la vida. En este punto, la intervención de los servicios secretos de diversas potencias, entre ellas el Vaticano e Israel, conducen sin respiro al lector hacia un sorprendente e inesperado final.

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Cinco minutos después, el Peugeot 607 se puso en marcha y rodó tranquilamente hacia el punto donde Petisú lo aguardaba.

Había calculado disparar primero contra el conductor, suponiendo que después del descanso, Draco tomaría el relevo. Cuando vio que nuevamente el joven desconocido se hallaba al volante sintió una ligera decepción porque no respondía exactamente a lo que había planeado. Titubeó. ¿No sería más prudente, después de todo, disparar primero contra el tipo más peligroso? «No, atengámonos al plan», se dijo. Lo canónico es disparar primero contra el conductor, sea quien sea.

Aunque mitigado por el silenciador, el sonido del disparo percutió como un seco trallazo entre la arboleda. La bala astilló el parabrisas hasta convertirlo en una tupida red de hilos blancos, atravesó el pecho de Perceval y salió por la puerta trasera del vehículo. El Peugeot, descontrolado, se salió de la calzada, descendió por un suave balate de hierba y fue a estrellarse contra un pino, ya casi sin fuerza. Petisú introdujo una nueva bala en la recámara y corrió hacia el coche. A pocos metros de distancia vio que sus dos ocupantes permanecían inmóviles y que del capó brotaban llamas azules y espeso humo negro.

«El coche está ardiendo y estallará de un momento a otro», pensó.

En un instante, el humo atraería a una muchedumbre de curiosos, al servicio de bomberos del área de descanso y a la policía. Era preferible dar por perdido el material informático. De todas formas iba a arder con los difuntos. Petisú guardó el fusil en su bolsa de golf y se dirigió tranquilamente a su coche. Cinco minutos después se confundía entre el denso tráfico de la A-7, dirección Lyon.

Pasado el peaje de Vienne, Petisú marcó un número de móvil.

– Aquí Brenner -dijo la voz de Leoni.

– Los dos sujetos y el coche han ardido.

– ¿Has rescatado el material?

– Me temo que también ha ardido con el coche.

– Buen trabajo.

47

Draco volvió en sí con un insistente zumbido en la cabeza. Abrió los ojos y entre la negra veladura de la semiinconsciencia vio que estaba atado con el cinturón de seguridad y que, al otro lado del parabrisas astillado, el capó del Peugeot despedía una densa columna de humo.

«El aceite está ardiendo -pensó-. El coche puede estallar.»

Miró a Perceval, a su lado, inconsciente, con el pecho ensangrentado.

– Perceval, tenemos que salir. El coche va a estallar.

Perceval seguía inconsciente. Quizá estaba muerto.

«Nos han disparado», pensó, y mientras pasaba por su mente el lúgubre pensamiento de que seguían a merced del francotirador, que quizá estaba aguardando a que salieran del vehículo para rematarlos, soltó los cinturones, abrió la puerta y sacó por las axilas a Perceval. Una vez en tierra tiró de él arrastrándolo por la hierba hasta que se alejó una docena de metros del coche, al resguardo de un grueso plátano. Justo entonces, las llamas alcanzaron el depósito de combustible y el coche estalló con un sordo estampido elevando al cielo una columna de humo denso y negro.

Llegaron los primeros curiosos y se acercaron precavidamente.

– Llamen a una ambulancia -gritó Draco-. Mi compañero está herido.

Desabotonó la camisa de Perceval y contempló el oscuro orificio de la bala del que manaba a golpes sangre oscura.

– Amigo… -murmuró Perceval, entreabriendo los ojos y dirigiéndole una mirada casi opaca-, llama a mi padre…

– ¿Tu padre…?, ¿dónde puedo encontrarlo?

– Lo conoces… es sir Patrick O'Neill.

Perceval tosió un par de veces y aflojó los brazos e inclinó la cabeza hacia un lado. Draco le buscó el pulso en la carótida. No había pulso. Cerró los ojos vidriosos del muerto.

Los bomberos arrojaban chorros de espuma sobre la llameante chatarra del Peugeot. Un sanitario se abrió paso hasta los heridos.

Draco, sentado en la hierba, sentía que había perdido a un amigo por segunda vez en el plazo de un mes. Se juró que el cardenal Leoni, que jugaba a ser Dios, lo pagaría con su vida.

48

Draco se despidió de sir Patrick O'Neill en el panteón familiar del pequeño cementerio rural de Kilmartin, después del funeral.

– ¿Adónde irá ahora?

– Ahora localizaré a Leoni. Ya sé que es el hombre que he estado buscando desde el principio, el responsable de todo.

– ¿Y después…?

Draco se encogió de hombros.

– No sé. Supongo que regresaré a Londres y volveré a trabajar para alguna agencia. Quizá antes viaje un poco. Todavía dispongo de dinero.

– Espero que tenga suerte. En cualquier caso recuerde que siempre será bien recibido en Kilmartin.

– Sir Patrick, ¿puedo hacerle una pregunta? ¿Por qué me ayudó a buscar a esta gente? ¿Por qué expuso a su hijo hasta el sacrificio? ¿Fue porque tengo las piedras templarias?

O'Neill sonrió tristemente.

– ¿De verdad cree que tiene las piedras? No, querido amigo, las piedras lo tienen a usted. Las piedras han hecho de usted un caballero templario. ¿Recuerda usted la imagen de dos templarios cabalgando un mismo corcel? Usted, sin saberlo, quizá elegido por el destino, está participando en una batalla que comenzó hace ochocientos años. Su escudero, Perceval, ha muerto en combate. Ahora queda usted. Cabalgue nuevamente y haga lo que tiene que hacer. Ahora la Orden es usted. Aunque crea que lo mueve la venganza, en realidad es un instrumento de Dios para que la sangre de Cristo encuentre finalmente su destino, para que se cumplan las profecías.

Draco escrutó el rostro enfebrecido de O'Neill y se preguntó si el dolor por la muerte de su hijo y la vigilia lo habían trastornado. Asintió, regresó a su coche y le dijo adiós con la mano desde el pequeño aparcamiento frente a la iglesia antes de emprender el camino de regreso.

Había estado varias semanas ausente e ignoraba si sería peligroso acercarse a su casa. Quizá el avispero ruso que provocó la muerte de Vasili Danko no se había calmado todavía; quizá el asesino chileno había previsto que regresaría a su casa después del funeral de su amigo y le había preparado una trampa. Decidió pernoctar en un hotel discreto del centro de Londres. Después de cenar telefoneó a Lola desde una cabina de la calle.

– ¿Dónde te metes? -le regañó ella cariñosamente-. Creí que te habías olvidado de mí.

– Es una larga historia. Quizá te la cuente algún día.

– ¿Sigue mi caballero andante persiguiendo a los gigantes?

– Los gigantes tienen ahora una sola cabeza y me he propuesto decapitarla.

– Ten cuidado, amor.

– Lo tendré. Ahora tengo que dejarte.

– ¿Dónde estás?

– En Inglaterra, pero mañana iré a Roma.

– ¿Al entierro del papa?

Era la noticia del día. El pontífice había fallecido unas horas antes.

– No, a otro entierro.

49

Antes de acostarse, Draco encendió el televisor y vio un informe sobre el complejo ceremonial que acarreaba la muerte del papa.

– Las campanas de San Pedro doblan a muerto -declamaba con una voz pastosa y sensual una atractiva locutora enfundada en un abrigo entallado, con la plaza de San Pedro atestada de fieles detrás-. Mientras duró la agonía del pontífice, el cardenal penitenciario invocó la intercesión de los ángeles y los santos y le administró la unción de los enfermos. Hace tres horas, cuando dejó de respirar, el arquiatra pontificio le acercó a los labios una vela encendida en cumplimiento de un antiguo rito: cuando la llama permanece inmóvil, el arquiatra acepta que el papa ha muerto y hace un gesto al prefecto de la casa pontificia, que anuncia oficialmente el fallecimiento y cubre el rostro del cadáver con un pañuelo blanco. Entonces encienden cuatro cirios a los pies de la cama y colocan un acetre y un hisopo con agua bendita a los pies del lecho mortuorio. Después, los miembros de la corte papal presentes se arrodillan y recitan responsos, antes de aproximarse, en orden jerárquico, para besar la mano del difunto. El camarlengo, vestido de luto violeta y escoltado por los guardias suizos con alabardas, entra en el aposento y, tras breve oración, retira el pañuelo y llama tres veces al difunto por su nombre de pila, después le golpea tres veces la frente con un martillito de plata y marfil antes de anunciar: Vere Papa mortuus est : el papa está realmente muerto. Entonces le saca del dedo el anillo del pescador y lo machaca en un mortero en presencia de los cardenales. El notario de la cámara apostólica levanta acta de todo.

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