– ¿Qué buscan ustedes? -gimió-. Aquí no hay nada de valor: es un laboratorio.
Draco lo agarró por la solapa y le colocó el cañón de la Glock en la comisura de la boca, presionando sobre los dientes.
– No tengo mucho tiempo, doctor Hartling. He venido a obtener cierta información. Tienes dos opciones: me la das o te mato, así de simple.
Hartling miró al otro intruso que sentado delante del ordenador principal tecleaba a gran velocidad examinando el programa. Comprendió que venían buscando algo, a tiro hecho. No eran dos vulgares atracadores.
– ¿Qué… qué… quieren de mí? -balbuceó.
– Datos. Información: sabemos que estáis clonando a Jesucristo, sabemos que estáis podridamente metidos en ese negocio. ¿Cómo os va?
Hartling, por toda respuesta, abrió desmesuradamente los ojos e intentó escapar, pero Draco lo agarró con más fuerza y le propinó un doloroso rodillazo en el muslo.
– Hemos matado a dos guardias, así que no esperes ayuda de nadie -rugió entre dientes a un centímetro de su rostro lívido de miedo-. Si cooperas, no te pasará nada. Sólo queremos información.
Perceval se giró con la silla y dijo:
– Necesito las claves del sistema. Hay una parte de acceso restringido en la que no consigo entrar.
Draco hundió la punta de su pulgar entre dos costillas del genetista provocándole un agudo dolor.
– ¿No has oído?
– Lázaro -gimió Hartling-. La clave es Lázaro.
– Era de esperar -dijo Perceval-. El hombre que regresó del reino de los muertos.
Tecleó la clave y el menú oculto apareció ante sus ojos. Tecleó las órdenes pertinentes para que la máquina lo fuera vaciando en el disco portátil que le había aplicado. Mientras desfilaban los datos por la pantalla, murmuró:
– Fascinante; increíble. Ese cacharro de enfrente es un bioordenador, un aparato capaz de descifrar y leer tres mil millones de letras en pocas horas. -Tecleó varias cifras que provocaron un nuevo aluvión de datos en la pantalla del aparato, en rápido desfile-. Increíble, un ordenador basado en proteínas, es como vivir el futuro…
– Se llama Mercur y puede descifrar cada uno de los genes humanos a partir de una única célula -dijo Hartling en un intento de congraciarse con el joven, que parecía menos fanático y asesino que su compañero-. Ese aparato imita las redes neuronales del cerebro humano, es una mente virtual.
– Entonces no es una máquina -observó Perceval sin disimular su admiración-. ¡Está vivo! ¿Cómo habéis conseguido esto?
– Investigación.
– ¿Investigación? -dudó Perceval-. ¿Qué empresa puede disponer en secreto de las partidas necesarias para una obra como ésta?
– Es que se ha financiado con dinero oculto.
– ¿Con dinero del narcotráfico?
– No, no -se apresuró a negar Hartling-. Con dinero alemán.
Perceval comprendió.
– Quieres decir con dinero oculto… nazi -supuso Perceval. Hartling se encogió de hombros-. Ya veo -dijo Perceval.
Draco sacudió al prisionero y le presionó con más fuerza la cara con la pistola.
– Desembúchalo todo si quieres salir vivo de ésta.
– Miles de millones de dólares -prosiguió atropelladamente Hartling-. Científicos enterrados en vida. Investigación al margen de lo que se hacía en los otros laboratorios del mundo. No una investigación paralela, sino algo más avanzado, una investigación imaginativa, creativa, que en lugar de los chips convencionales utiliza una proteína fotosensible, una especie de neurona de laboratorio, la bacteriodopsina, que actúa por impulsos eléctricos.
– ¿Cómo se clona a Jesucristo?
– Tomamos una célula de la sangre contenida en el fondo de la vasija, la aislamos en un tubo Eppendorf, la sometimos a un gel magnetizado fluorescente que destacó los veintitrés pares de cromosomas de la célula y tiñó de un color diferente cada una de las cuatro bases nucleótidas del ADN. Esta célula teñida la introdujimos en un cartucho bioestéril y la colocamos bajo el Mercur. En la pantalla aparece la escalera de caracol del ADN enrollado en los veintitrés pares de cromosomas de la célula. Luego la pantalla se llena de grupos de tres letras, cada una de las cuales representa una base nitrogenada, citosina, adenina, guanina, timina. El ordenador Mercur comprueba el orden de las letras a una velocidad vertiginosa, lee los genes que esas letras forman para determinar la cadena de aminoácidos que cada uno de los genes codifica. Al final, la mente virtual determina qué proteína se necesita. La proteína como componente esencial de la vida. Mercur no tarda más de diecinueve horas en interpretar los tres mil millones de letras del genoma y comprueba cada uno de sus 99976 genes. Sólo un pequeño porcentaje de los tres mil millones de letras del ADN humano codifican genes que funcionan. Los otros no tienen función alguna. Cada gen se codifica mediante tripletes y codones y se delimita por dos codones que indican inicio y detención. Mercur es capaz de leer el ADN de una persona con la facilidad con que el escáner de un supermercado lee el código de barras de una lata de conservas.
– ¡Asombroso! -exclamó Perceval-. Estos cabrones se han adelantado al menos diez años a la ciencia actual. Se han adelantado a la finalización del Proyecto Genoma Humano.
– Las letras genéticas escritas en el ADN coloreado se analizan automáticamente. Mercur descifra el programa codificado determinando qué aminoácidos y proteínas componen la clave.
– Y así conseguisteis clonar a Jesucristo…
Hartling asintió.
– Habíamos analizado con éxito el ADN de momias egipcias más de mil años más antiguas que Cristo, e incluso el de indígenas sudamericanos de hace cinco mil años. La única dificultad fue identificar una reliquia verdadera de Cristo que nos permitiera acceder a su material genético. La Sábana Santa no servía, dado que se trata de una superchería del siglo XIV; los diferentes prepucios de Cristo repartidos por la cristiandad son todos falsos, la Eucaristía de Lanciano es un cuento… al final descubrimos la existencia de una verdadera reliquia del Sanguino en Meteora. Nos hicimos con ella y conseguimos el ADN de Cristo; Mercur analizó sus genes.
Perceval emitió un ronco silbido de admiración.
– Una máquina que permite resucitar a Jesucristo…
– A cualquier hombre muerto, no sólo a Jesucristo, también podemos hacer a Hitler, un Hitler mejorado, un genio al que le habremos eliminado las enfermedades genéticas del modelo.
Un zumbido avisó de que los archivos seleccionados estaban ya copiados. Perceval se ocupó nuevamente de la memoria de la máquina. Mientras tecleaba vertiginosamente y la pantalla gigante se iluminaba de nuevo con interminables listados de letras, Draco miró el reloj y pensó que sólo cabía confiar en que los basureros que quedaron atados y amordazados en un jardín cercano no se desataran y dieran la alarma. Contando con que todo saliera a pedir de boca, disponían de unas siete horas antes de que los empleados más madrugadores de los laboratorios descubrieran a los guardias amordazados y activasen la alarma.
Hartling sudaba sentado en el suelo. Con los ojos cerrados, temblaba de miedo.
– A Leoni no le va a gustar esto, ¿eh? -comentó Draco mientras encendía un cigarrillo.
La barbilla de Hartling tembló de una manera más perceptible.
– ¿Co… co… conocéis a Leoni? -tartamudeó.
– Lo sabemos todo -mintió Draco-. Un compañero nuestro le ha sacado toda la información.
Hartling asintió mientras emitía un profundo suspiro.
– Ya le advertí que era una aberración crear a Jesucristo, pero él se empeñó. No sé dónde acabará el experimento, aunque él parece saludable…
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