– Un penique por lo que piensas -ofreció Perceval.
Draco salió de su ensimismamiento.
– No lo vale. Recuerdos de antaño, de cuando tú todavía no habías nacido. Malos recuerdos.
Antes de reanudar la marcha se dirigieron al centro comercial y compraron emparedados y galletas para la cena. Por motivos de seguridad, Draco prefería hacerse lo más invisible posible cerca del objetivo y eso incluía mantenerse alejados de hoteles y restaurantes. Frente al mostrador de la confitería había una chica que, de espaldas, se parecía levemente a Lola.
Lola.
Mientras Perceval hacía las compras, Draco se dirigió a una cabina cercana y marcó el número de Lola. Oyó su voz, levemente suspicaz.
– ¿Quién es?
– Simón, Simón Draco, el de Sâo Paulo, ¿me recuerdas?
– ¿Cómo no voy a recordarte? ¿Dónde demonios te metes?
La suspicacia había desaparecido.
– Últimamente he estado muy ocupado. Estoy en Francia.
– ¿Qué haces en Francia?
– Negocios. Tengo que vivir, ¿recuerdas? Y a ti, ¿te dieron la medalla por haber hecho los deberes?
– Me temo que esos deberes no pueden figurar en la lista de las buenas acciones -rió ella-. La medalla tendrá que esperar.
Se hizo un breve e incómodo silencio.
– Sólo quería decirte que me acuerdo de ti.
– Yo también te recuerdo -la emoción, ¿la emoción?, le enronquecía levemente la voz-. Me gustaría que nos viéramos alguna vez. Quizá pronto tenga unos días de vacaciones. Sólo he estado una vez en Europa, hace tiempo. Me gustaría volver a verte.
– ¿De veras?
– Claro, tonto.
– ¿Cuándo lo sabrás con certeza?
– No sé, dentro de un par de días.
– Llámame y dime adonde quieres ir. Seré tu anfitrión. Te lo debo.
– De acuerdo.
De regreso a la autopista, Perceval reclinó el asiento y se quedó dormido, mientras Draco conducía como un autómata, pensando en Lola. Rememoró su risa cálida, su voz sensual, sus pechos voluminosos, su piel tersa y levemente viscosa cuando se excitaba, en el sabor salobre de su sexo… Estos recuerdos le provocaron una erección. Para alejarlos pensó en los laboratorios, el doctor Hartling. ¿Cómo iban a acceder al doctor, cómo iban a convencerlo para que colaborara? Circunvalando Narbona se concentró en la conducción hasta que encontró los rótulos señaladores de la A-61, dirección Toulouse. Después se relajó y se permitió nuevamente soñar despierto, anticipando escenas de su futuro encuentro con Lola. La llevaría al mercado de Florencia, a aquel pequeño restaurante llamado Tza-Tzá… Se sintió culpable. Una vez había sido feliz en Italia con Joyce. ¿Tan pronto la había olvidado? Fugazmente lo asaltó la sensación de barro amargo bajo la lengua que sintió cuando descubrió el contenido de aquel sobre acolchado. Otra vez cayeron, como dos peces muertos, las manos de la mujer que lo estaba acercando a la felicidad y el velo rojo de la ira se extendió ante sus ojos. Apretó los dientes. Llevaría la venganza hasta el final y después, si vivía todavía, emergería de ese mar de cieno como los restos de un naufragio. Quizá entonces podría liberar su conciencia y vivir junto a Lola esas horas tranquilas y gozosas que anticipaba soñando despierto.
Al caer la tarde llegaron a Toulouse y repostaron gasolina en la última estación de la autopista antes de tomar la gran circunvalación para dirigirse a Tournefeuille, al otro lado de la ciudad, donde estaba el laboratorio Traber Inc.
El laboratorio era un moderno edificio de acero y cristal ahumado. Estaba rodeado de jardines y lo protegía una verja de moderno diseño, con cámaras de televisión guiadas por láser y un avanzado sistema de vigilancia electrónica. Cerca de la puerta principal se veía un gran vestíbulo de mármol por el que patrullaba un guardia armado; había otra puerta de servicio con varios contenedores llenos de bolsas negras de basura.
– ¿Cómo podremos entrar? -preguntó Perceval con aprensión.
– A esta hora y dadas las circunstancias me temo que solamente podremos entrar con la basura.
– ¿Con la basura?
Draco señaló un contenedor. Bajo el membrete del servicio municipal figuraban las horas de recogida.
– Tenemos que aguardar hasta las once. Mejor será que descansemos e intentemos dormir. Te toca conducir en el viaje de vuelta.
Buscaron un lugar tranquilo a tres manzanas de distancia, aparcaron y se echaron a dormir haciendo tiempo hasta la hora de los basureros.
El camión blanco, con el flamante escudo de la municipalité de Toulouse en la portezuela, rugió ante la entrada principal del edificio de la Traber Inc. Draco, enfundado en el mono azul reflectante de los basureros municipales, con la gorra de visera calada ocultándole el rostro, oprimió el botón del intercomunicador y acercó la cara al visor de la cámara de televisión para que emitiera su imagen alterada.
– ¿Quién es? -preguntó una voz metálica por el portero automático.
– La basura.
– ¿Eres nuevo?
– A los que venían hasta ahora les han asignado el sector de Blagnac. ¿Nos abres o no?
Hubo un leve titubeo al otro lado. Draco, desentendido, se rascaba debajo de la gorra.
– Vale, pasad y no se os ocurra atravesar por el césped -dijo la voz del portero automático.
La reja emitió un suspiro neumático y se abrió pesadamente. Draco regresó a la cabina y condujo el camión por el recinto de la Traber Inc. El guardia salió a supervisar la carga.
– ¿Cómo es que han cambiado a los de siempre? -preguntó.
Draco lo encañonó con la Glock.
– Ya ves por qué no han venido los de siempre. Porque os vamos a desvalijar la perrera. ¿Cuántos guardias sois?
– Muchos -dijo el guardia levantando las manos antes de que se lo pidieran-. No te vas a salir con la tuya. Antes de un minuto habrán dado la alarma.
No dijo más. Draco, atento a lo suyo, lo hizo girar con cierta violencia, le puso el cañón de la Glock entre los omóplatos, le confiscó las esposas que llevaba en la parte posterior del pantalón y le esposó las manos a la espalda. Luego le selló la boca y le ató los pies con cinta de empaquetar. Lo dejaron tendido bajo el camión, encadenado a la rueda de repuesto, y entraron en el edificio.
Draco se dirigió al puesto de control, se sentó frente a la consola y accionó los controles de las distintas cámaras de televisión repartidas por todo el edificio. Localizó a otro guardia que hacía su ronda por el piso primero. En el piso segundo había un laboratorio con las luces encendidas; conectó las tres cámaras de televisión que controlaban aquel espacio. Una de ellas captó la imagen de un hombre delgado con una bata blanca que trabajaba frente a una gran pantalla de ordenador.
– El doctor Hartling -indicó Perceval.
– ¿Estás seguro?
– Segurísimo.
– Entonces hemos acertado: no sólo accederemos a los ordenadores, sino al cerebro que hay detrás de los ordenadores.
– ¿Crees que querrá colaborar?
– En seguida lo sabremos.
Subieron al primer piso. Había un largo pasillo iluminado y una puerta abierta al fondo. El vigilante hacía las comprobaciones de rutina.
– Tú aguarda aquí -le susurró Draco a Perceval- hasta que yo convenza a este muchacho para que colabore.
– Lo que digas -susurró Perceval.
Draco se apostó junto a la puerta por donde tenía que aparecer el vigilante.
Un minuto después, el guardia yacía bajo una de las mesas del laboratorio, esposado a la espalda, la boca sellada con la cinta elástica.
– Ahora podemos ocuparnos de Hartling.
No fue difícil encontrar al científico. Hartling se sobresaltó cuando los dos hombres con uniforme de basureros municipales irrumpieron en su sanctasanctórum y lo encañonaron con sendas pistolas.
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